Belarmino: las 7 Palabras
San Roberto Belarmino
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Obsérvenme, ahora, por cuarto año, preparándome para la muerte. Habiéndome retirado de los negocios del mundo a un lugar de reposo, me entrego a la meditación de las Sagradas Escrituras, y a escribir los pensamientos que se me ocurren en mis meditaciones, para que si ya no puedo ser de uso por la palabra de boca, o la composición de voluminosas obras, pueda por lo menos ser útil a mis hermanos por medio de estos piadosos librillos. Mientras reflexionaba entonces sobre cual seria el tema mas elegible tanto para prepararme para la muerte como para asistir a otros a vivir bien, se me ocurrió la Muerte de Nuestro Señor, junto con el último sermón que el Redentor del mundo predico desde la Cruz, como desde un elevado pulpito, a la raza humana. Este sermón consiste de siete cortas pero profundas sentencias, y en estas siete palabras esta contenido todo lo que Nuestro Señor manifestó cuando dijo: "Mirad que subimos a Jerusalén, y se cumplirá todo lo que los Profetas escribieron sobre el Hijo del Hombre" (Lc 18,31). Todo lo que los Profetas predijeron sobre Cristo puede ser reducido a cuatro títulos: sus sermones a la gente; su oración al Padre; los grandes tormentos que soporto; y las sublimes y admirables obras que realizo. Todo esto fue verificado de manera admirable en la Vida de Cristo, pues Nuestro Señor no podía ser más diligente al predicar al pueblo. Predicaba en el Templo, en las sinagogas, en los campos, en los desiertos, en las casas, más aun, predicaba incluso desde una embarcación a la gente que estaba en la orilla. Era su costumbre pasar noches en oración a Dios, pues así dice el Evangelista: "Y se paso la noche en la oración de Dios" (Lc 6,12). Sus admirables obras al expulsar demonios, curar enfermos, multiplicar panes, calmar tormentas, han de ser leídas en cada página de los Evangelios (Mt 8 Mc 4 Lc 6 Jn 6). Aun así, fueron muchas las injurias que fueron acumuladas sobre l, como respuesta al bien que había hecho. Consistían éstas no solo en palabras insolentes, sino también en apedrearlo (Jn 8) y despenarlo (Lc 4). En una palabra, todas estas cosas verdaderamente se consumaron en la Cruz. Su prédica desde la Cruz fue tan poderosa que "toda la multitud se volvió golpeándose el pecho" (Lc 23,48), y no solo los corazones de los hombres, sino incluso las rocas fueron quebrantadas en pedazos. l oro en la Cruz, como dice el Apóstol, "con poderoso clamor y lágrimas", siendo así "escuchado por su actitud reverente" (He 5,7). Sufrió tanto en la Cruz, en comparación con lo que había sufrido el resto de su vida, que el sufrimiento parece pertenecer solo a su Pasión. Finalmente, nunca obro mayores signos y prodigios que cuando estando en la Cruz parecía reducido a la mas grande debilidad y flaqueza. Entonces no solo manifestó signos del cielo, los cuales los judíos habían pedido hasta el fastidio, sino que un poco después manifestó el más grande de todos los signos.
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Pues luego de estar muerto y enterrado, se levanto de entre los muertos por su propia fuerza, llamando a su Cuerpo a la vida, incluso a una vida inmortal. Verdaderamente entonces podremos decir que en la Cruz se consumó todo lo que estaba escrito por los Profetas en relación al Hijo del Hombre.
Pero antes de empezar a escribir sobre las palabras que Nuestro Señor manifestó desde la Cruz, parece apropiado que deba decir algo de la Cruz misma, que fue el Pulpito del Predicador, altar del Sacerdote Victima, campo del Combatiente, el taller del que obra maravillas. Los antiguos estaban de acuerdo al decir que la Cruz estaba hecha de tres trozos de madera: uno vertical, a lo largo del cual era puesto el cuerpo del crucificado; uno horizontal, al que estaban sujetas las manos; y el tercero estaba unido a la parte baja de la cruz, sobre el cual descansaban los pies del acusado, pero sujetos por medio de clavos para impedir su movimiento. Los antiguos Padres de la Iglesia concuerdan con esta opinión, como San Justino (En "Dial. cum Thyphon", lib. v) y San Ireneo ("Advers. haeres. Valent."). Estos autores, más aun, indican claramente que cada pie descansaba en la tabla, y no que un pie estaba puesto encima del otro. Por tanto, se sigue que Cristo fue clavado a la Cruz con cuatro clavos, y no tres, como muchos imaginan, quienes en las pinturas representan a Cristo, Nuestro Señor, clavado a la Cruz con un pie sobre el otro. Gregorio de Tours ("Lib. de Gloria Martyr." c. vi), claramente dice lo contrario, y confirma su opinión apelando a antiguos grabados. Yo, por mi parte, he visto en la Libreria Real en Paris algunos manuscritos muy antiguos de los Evangelios, los cuales contenían muchos grabados de Cristo Crucificado y todos lo representaban con cuatro clavos.
San Agustín (Epist i) y San Gregorio de Niza (Serm. i "De Ressur.") dicen que el madero vertical de la Cruz se proyectaba un poco del madero vertical. Parecería que el Apóstol insinúa lo mismo, pues en su Carta a los Efesios, San Pablo escribe: "que podáis comprender con todos los santos cual es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad" (Ep 3,18). Eso es claramente una descripción de la figura de la Cruz, que tenía cuatro extremos: anchura en la parte horizontal, longitud en la parte vertical, altura en aquella parte de la Cruz que sobresalía y se proyectaba de la parte horizontal, y profundidad en la parte que estaba enterrada en la tierra. Nuestro Señor no soporto los tormentos de la Cruz por casualidad, o contra su voluntad, pues l había escogido este tipo de muerte desde toda la eternidad, como ensena San Agustín (Epist. 120) por el testimonio del Apóstol: "Jesús de Nazaret, que fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros le matasteis clavándole en la cruz por manos de los impíos" (Ac 2,23). Y así Cristo, desde el principio de su prédica, dijo a Nicodemo: "Como Moisés levanto la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga por l vida eterna" (Jn 3,14-15). Muchas veces hablo a sus Apóstoles sobre su Cruz, alentándolos a imitarlo a l: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16,24).
Solo Nuestro Señor sabe la razón que lo indujo a escoger este tipo de muerte. Los santos Padres, sin embargo, han pensado en algunas razones místicas, y las han dejado para nosotros en sus escritos. San Ireneo, en su trabajo al que nos hemos ya referido, dice que las palabras "Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos" fueron escritas sobre aquella parte de la Cruz donde ambos brazos se encuentran, para darnos a entender que las dos naciones, Judíos y Gentiles, que hasta aquel tiempo se habían rechazado una a la otra, fueron luego unidas en un solo cuerpo bajo una sola Cabeza: Cristo. San Gregorio de Niza, en su sermón sobre la Resurrección, dice que la parte de la Cruz que miraba hacia el cielo manifiesta que el cielo ha de ser abierto por la Cruz como por una llave; que la parte que estaba enterrada en la tierra manifiesta que el infierno fue despojado por Cristo cuando l descendió ahí; y que los dos brazos de la Cruz que se estiraban hacia el este y el oeste manifiestan la regeneración del mundo entero por la Sangre de Cristo. San Jerónimo, en la Epístola a los Efesios, San Agustín (Epist. 120), en su Epístola a Honorato, San Bernardo, en el quinto libro de su obra "Sobre la Consideración", ensenan que el misterio principal de la Cruz fue levemente tocado por el Apóstol en las palabras "cual es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad" (Ep 3,18). El significado primario de estas palabras apunta a los atributos de Dios, la altura significa su poder, la profundidad su sabiduría, la anchura su bondad, la longitud su eternidad. Hacen referencia también a las virtudes de Cristo en su Pasión: la anchura su caridad, la longitud su paciencia, la altura su obediencia, la profundidad su humildad. Significan, más aun, las virtudes que son necesarias para aquellos que son salvados a través de Cristo. La profundidad de la Cruz significa la fe, la altura la esperanza, la anchura la caridad, la longitud la perseverancia. De esto sacamos que solo la caridad, la reina de las virtudes, encuentra un sitio en cualquier lugar, en Dios, en Cristo, y en nosotros. De las otras virtudes, algunas son propias a Dios, otras a Cristo, y otras a nosotros. En consecuencia, no es maravilloso que en sus últimas palabras desde la Cruz, que ahora vamos a explicar, Cristo diese el primer lugar a palabras de caridad.
Empezaremos por tanto explicando las primeras tres palabras que fueron dichas por Cristo a la hora sexta, antes que el sol fuera oscurecido y las tinieblas cubrieran la tierra. Consideraremos luego este eclipse del sol, y finalmente llegaremos a la explicación de todas las demás palabras de Nuestro Señor, que fueron dichas alrededor de la hora nona (Mt 27), cuando la oscuridad estaba desapareciendo y la Muerte de Cristo estaba a la mano.
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(Lc 23,24)
Cristo Jesús, el Verbo del Padre Eterno, de quien el mismo Padre había dicho "Escuchadle" (Mt 17,5), quien había dicho de sí mismo "Porque uno solo es vuestro Maestro" (Mt 23,10), para realizar la tarea que había asumido, nunca dejo de instruirnos. No solamente durante su vida, sino incluso en los brazos de la muerte, desde el pulpito de la Cruz, nos predico pocas palabras, pero ardientes de amor, de suma utilidad y eficacia, y en todo sentido dignas de ser grabadas en el corazón de todo cristiano, para ser ahí preservadas, meditadas, y realizadas literalmente y en obra. Su primera palabra es ésta: "Y dijo Jesús: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Lc 23,34). Plegaria que, aun siendo nueva y nunca antes escuchada, quiso el Espíritu Santo que sea predicha por el Profeta Isaías en estas palabras: "e intercedió por los transgresores" (Is 53,12). Y las peticiones de Nuestro Señor en la Cruz prueban cuan verdaderamente hablo el Apóstol San Pablo cuando dijo: "la Caridad no busca su provecho" (1Co 13,5), pues de las siete palabras que hablo nuestro Redentor, tres fueron por el bien de los demás, tres por su propio bien, y una fue común tanto para l como para nosotros. Su atención, sin embargo, fue primero para los demás. Pensó en sí mismo al final.
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De las tres primeras palabras que l hablo, la primera fue para sus enemigos, la segunda para sus amigos, y la tercera para sus parientes. Ahora bien, la razón por la cual oro, entonces, es que la primera demanda de la caridad es socorrer a aquellos que están necesitados, y aquellos que estaban más necesitados de socorro espiritual eran sus enemigos, y lo que nosotros, discípulos de tan gran Maestro, necesitamos mas es amar a nuestros enemigos, virtud que sabemos muy difícil de obtener y que raramente encontramos, mientras que el amor a nuestros amigos y parientes es fácil y natural, crece con los años y muchas veces predomina mas de lo que debería. Por lo cual escribió el Evangelista "Y dijo Jesús" (Lc 23,34): donde la palabra "y" manifiesta el tiempo y la ocasión de esta oración por sus enemigos, y pone en contraste las palabras del Sufriente y las palabras de los verdugos, sus obras y las obras de ellos, como si el Evangelista quisiera explicarse mejor de esta manera: estaban crucificando al Señor, y en su misma presencia estaban repartiendo su túnica entre ellos, se burlaban y lo difamaban como embustero y mentiroso, mientras que l, viendo lo que estaban haciendo, escuchando lo que estaban diciendo, y sufriendo los más agudos dolores en sus manos y pies, devolvió bien por mal, y oro: "Padre, perdónalos".
Lo llama "Padre", no Dios o Señor, porque quiso que l ejerciese la benignidad del Padre y no la severidad de un Juez, y como quiso l evitar la cólera de Dios, que sabia provocada por los enormes crímenes, usa el tierno nombre de Padre. La palabra Padre parece contener en si misma este pedido: Yo, Tu Hijo, en medio de todos mis tormentos, los he perdonado. Haz tu lo mismo, Padre Mío, extiende tu perdón a ellos. Aunque no lo merecen, perdónalos por Mi, Tu Hijo. Acuérdate también que eres su Padre, pues los has creado, haciéndolos a tu imagen y semejanza. Muéstrales por tanto un amor de Padre, pues aunque son malos, son sin embargo hijos tuyos.
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"Perdona". Esta palabra contiene la petición principal que el Hijo de Dios, como abogado de sus enemigos, hace a su Padre. La palabra "perdona" puede referirse tanto al castigo debido al crimen como al crimen mismo. Si está referido al castigo debido al crimen, fue entonces la oración escuchada: pues ya que este pecado de los judíos demandaba que su perpetradores sientan instantánea y merecidamente la ira de Dios, siendo consumidos por fuego del cielo o ahogados en un segundo diluvio, o exterminados por el hambre y la espada, aun así, la aplicación de este castigo fue pospuesta por cuarenta años, periodo durante el cual, si el pueblo judío hubiese hecho penitencia, hubiesen sido salvados y su ciudad preservada, pero puesto que no hicieron penitencia, Dios mando contra ellos al ejército romano que, durante el reino de Vespasiano, destruyo sus metrópolis, y parte de hambruna durante el sitio, y parte por la espada durante el saqueo de la ciudad, mato a una gran multitud de sus habitantes, mientras que los sobrevivientes eran vendidos como esclavos y dispersados por el mundo.
Todas estas desgracias fueron predichas por Nuestro Señor en las parábolas del viñador que contrató obreros para su vina, del rey que hizo una boda para su hijo, de la higuera estéril, y más claramente, cuando lloro por la ciudad el Domingo de Ramos. La oración de Nuestro Señor fue también escuchada si es que hacía referencia al crimen de los judíos, pues obtuvo para muchos la gracia de la compunción y la reforma de la vida. Hubieron algunos que "volvieron golpeándose el pecho" (Lc 23,48). Estuvo el centurión que dijo "verdaderamente éste era el Hijo de Dios" (Mt 27,54). Y hubo muchos que unas semanas después se convirtieron por la prédica de los Apóstoles, y confesaron a Aquel que habían negado, adoraron a Aquel que habían despreciado. Pero la razón por la cual la gracia de la conversión no fue otorgada a todos es que la voluntad de Cristo se conforma a la sabiduría y la voluntad de Dios, que San Lucas manifiesta cuando nos dice en los Hechos de los Apóstoles: "Y creyeron cuantos estaban destinados a una vida eterna" (Ac 13,48).
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“(Perdona)Los". Esta palabra es aplicada a todos por cuyo perdón Cristo oro. En primer lugar es aplicada a aquellos que realmente clavaron a Cristo en la Cruz, y jugaron a la suerte sus vestiduras. Puede ser también extendida a todos los que fueron causa de la Pasión de Nuestro Señor: a Pilato que pronuncio la sentencia; a las personas que gritaron "crucifícalo, crucifícalo" (Mt 27,22); a los sumos sacerdotes y escribas que falsamente lo acusaron, y, para ir más lejos, al primer hombre y a toda su descendencia que por sus pecados ocasionaron la muerte de Cristo. Y así, desde su Cruz, Nuestro Señor oro por el perdón de todos sus enemigos. Cada uno, sin embargo, se reconocerá a sí mismo entre los enemigos de Cristo, de acuerdo a las palabras del Apóstol: "Cuando éramos enemigos fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo" (Rm 5,10). Por tanto, nuestro Sumo Sacerdote, Cristo, hizo una conmemoración para todos nosotros, incluso antes de nuestro nacimiento, en aquel sacratísimo "Memento", si puedo así decirlo, que l hizo en el primer Sacrificio de la Misa que celebro en el altar de la Cruz. ¿Qué retribución, oh alma mía, harás al Señor por todo lo que ha hecho por ti, aun antes de que seas? Nuestro amado Señor vio que tú también algún día estarías en las filas con sus enemigos, y aunque no lo pediste, ni lo buscaste, l oro por ti a su Padre, para que no cargue sobre ti la falta cometida por ignorancia. ¿No te importa por tanto tener en cuenta a tan dulce Patrón, y hacer todo esfuerzo por servirle fielmente en todo? ¿No es justo que con tal ejemplo delante tuyo aprendas no solo a perdonar a tus enemigos con facilidad, y orar por ellos, sino incluso a atraer a cuantos puedas para hacer lo mismo? Es justo, y esto deseo y tengo el propósito de hacer, con la condición de que Aquel que me ha dado tan brillante ejemplo me dé también en su bondad la ayuda suficiente para realizar tan grande obra.
Pues no saben lo que hacen. Para que su oración sea razonable, Cristo se disminuye, o más aun da la excusa que pueda por los pecados de sus enemigos. l ciertamente no podía excusar la injusticia de Pilato, o la crueldad de los soldados, o la ingratitud de la gente, o el falso testimonio de aquellos que perjuraron. Entonces no quedo para l más que excusar su falta alegando ignorancia. Pues con verdad el Apóstol observa: "pues de haberla conocido, no hubieran crucificado al Señor de la Gloria" (1Co 2,8). Ni Pilato, ni los sumos sacerdotes, ni el pueblo sabían que Cristo era el Señor de la Gloria. Aun así, Pilato lo sabia un hombre justo y santo, que había sido entregado por la envidia de los sumos sacerdotes, y los sumos sacerdotes sabían que l era el Cristo prometido, como ensena Santo Tomas, porque no podían --ni lo hicieron-- negar que había obrado muchos de los milagros que los profetas habían predicho que el Mesías obraría. En fin, la gente sabía que Cristo había sido condenado injustamente, pues Pilato públicamente les había dicho: "No encuentro en este hombre culpa alguna" (Lc 23,14), e "Inocente soy de la sangre de este hombre justo" (Mt 27,24).
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Pero aunque los judíos, tanto el pueblo como los sacerdotes, no sabían el hecho de que Cristo era Señor de la Gloria, aun así, no habrían permanecido en este estado de ignorancia si su malicia no los hubiera cegado. De acuerdo a las palabras de San Juan: "Aunque había realizado tan grandes señales delante de ellos, no creían en l, porque había dicho Isaías: Ha cegado sus ojos, ha endurecido su corazón, para que no vean con los ojos, ni comprendan con su corazón, ni se conviertan, ni yo los sane" (Jn 12,37-40). La ceguera no es excusa para un hombre ciego, porque es voluntaria, acompañando, no precediendo, el mal que hace. De la misma manera, aquellos que pecan en la malicia de sus corazones siempre pueden alegar ignorancia, lo que no es sin embargo una excusa para su pecado pues no lo precede sino que lo acompaña. Por lo que el Hombre Sabio dice: "Yerran los que obran iniquidad" (Pr 4,22). El filosofo de igual modo proclama con verdad que todo el que hace mal es ignorante de lo que hace, y por consiguiente se puede decir de los pecadores en general: "No saben lo que hacen". Pues nadie puede desear aquello que es malo en base a su maldad, porque la voluntad del hombre no tiende hacia el mal tanto como hacia el bien, sino solo a lo que es bueno, y por esta razón aquellos que eligen lo que es malo lo hacen porque el objeto les es presentado bajo apariencia de bien, y así puede entonces ser elegido. Esto es resultado del desasosiego de la parte inferior del alma que ciega la razón y la hace incapaz de distinguir nada sino lo que es bueno en el objeto que busca. Así, el hombre que comete adulterio o es culpable de robo realiza estos crímenes porque mira solo el placer o la ganancia que puede obtener, y no lo haría si sus pasiones no lo cegaran hasta lo la vergonzosa infamia de lo primero y la injusticia de lo segundo. Por tanto, un pecador es similar a un hombre que desea lanzarse a un rio desde un lugar elevado. Primero cierra sus ojos y luego se lanza de cabeza, así aquel que hace un acto de maldad odia la luz, y obra bajo una voluntaria ignorancia que no lo exculpa, porque es voluntaria. Pero si una voluntaria ignorancia no exculpa al pecador, ¿por qué entonces Nuestro Señor oró: "Perdónalos porque no saben lo que hacen"? A esto respondo que la interpretación más directa a ser hecha de las palabras de Nuestro Señor es que fueron dichas para sus verdugos, que probablemente ignoraban completamente no solo la Divinidad del Señor, sino incluso su inocencia, y simplemente realizaron la labor del verdugo. Para aquellos, por tanto, dijo en verdad el Señor: "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen".
Una vez más, si la oración de Nuestro Señor ha de ser interpretada como aplicable a nosotros mismos, que no habíamos aun nacido, o a aquella multitud de pecadores que eran sus contemporáneos, pero que no tenían conocimiento de lo que estaba sucediendo en Jerusalén, entonces dijo con mucha verdad el Señor: "No saben lo que hacen". Finalmente, si l se dirigió al Padre en nombre de todos los que estaban presentes, y sabían que Cristo era el Mesías y un hombre inocente, entonces debemos confesar la caridad de Cristo que es tal que desea paliar lo más posible el pecado de sus enemigos. Si la ignorancia no puede justificar una falta, puede sin embargo servir como excusa parcial, y el deicidio de los judíos habría tenido un carácter más atroz de haber conocido la naturaleza de su Víctima. Aunque Nuestro Señor era consciente de que esto no era una excusa sino más bien una sombra de excusa, la presento con insistencia, en realidad, para mostrarnos cuanta bondad siente hacia el pecador, y con cuanto deseo hubiese l usado una mejor defensa, incluso para Caifás y Pilato, si una mejor y más razonable apología se hubiese presentado.
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Habiendo dado el significado literal de la primera palabra dicha por Nuestro Señor en la Cruz, nuestra próxima tarea será esforzarnos por recoger algunos de sus frutos más preferibles y ventajosos. Lo que más nos impacta en la primera parte del sermón de Cristo en la Cruz es su ardiente caridad, que arde con fulgor más brillante que el que podamos conocer o imaginar, de acuerdo a lo que escribió San Pablo a los Efesios: "Y conocer la caridad de Cristo que excede todo conocimiento" (Ep 3,19). Pues en este pasaje el Apóstol nos informa por el misterio de la Cruz como la caridad de Cristo sobrepasa nuestro entendimiento, ya que se extiende más allá de la capacidad de nuestro limitado intelecto. Pues cuando sufrimos cualquier dolor fuerte, como por ejemplo un dolor de dientes, o un dolor de cabeza, o un dolor en los ojos, o en cualquier otro miembro de nuestro cuerpo, nuestra mente esta tan atada a esto como para ser incapaz de cualquier esfuerzo. Entonces no estamos de humor ni para recibir a nuestros amigos ni para continuar con el trabajo. Pero cuando Cristo fue clavado en la Cruz, uso su diadema de espinas, como está claramente manifestado en las escrituras de los antiguos Padres; por Tertuliano entre los Padres Latinos, en su libro contra los judíos, y por Orígenes, entre los Padres griegos, en su obra sobre San Mateo; y por tanto se sigue que l no podía ni mover su cabeza hacia atrás ni moverla de lado a lado sin dolor adicional. Toscos clavos ataban sus manos y pies, y por la manera en que desgarraban su carne, ocasionaban un doloroso y largo tormento. Su cuerpo estaba desnudo, desgastado por el cruel flagelo y los trajines del ir y venir, expuesto ignominiosamente a la vista de los vulgares, agrandando por su peso las heridas en sus pies y manos, en una bárbara y continua agonía.
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Todas estas cosas combinadas fueron origen de mucho sufrimiento, como si fueran otras tantas cruces. Sin embargo, oh caridad, verdaderamente sobrepasando nuestro entendimiento, l no pensó en sus tormentos, como si no estuviera sufriendo, sino que solicito solo para la salvación de sus enemigos, y deseando cubrir la pena de sus crímenes, clamo fuertemente a su Padre: "Padre, perdónalos". ¿Qué hubiese hecho l si estos infelices fuesen las víctimas de una persecución injusta, o hubiesen sido sus amigos, sus parientes, o sus hijos, y no sus enemigos, sus traidores y parricidas? Verdaderamente, ¡Oh benignísimo Jesús! Tu caridad sobrepasa nuestro entendimiento. Observo tu corazón en medio de tal tormenta de injurias y sufrimientos, como una roca en medio del océano que permanece inmutable y pacífica, aunque el oleaje se estrelle furiosamente contra ella. Pues ves que tus enemigos no están satisfechos con infligir heridas mortales sobre Tu cuerpo, sino que deben burlarse de tu paciencia, y aullar triunfalmente con el maltrato. Los miras, digo yo, no como un enemigo que mide a su adversario, sino como un Padre que trata a sus errantes hijos, como un doctor que escucha los desvaríos de un paciente que delira. Por lo que Tú no estás molesto con ellos, sino los compadeces, y los confías al cuidado de Tu Padre Todopoderoso, para que l los cure y los haga enteros. Este es el efecto de la verdadera caridad, estar en buenos términos con todos los hombres, considerando a ninguno como tu enemigo, y viviendo pacíficamente con aquellos que odian la paz.
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Esto es lo que es cantado en el Cantico del amor sobre la virtud de la perfecta caridad: "Grandes aguas no pueden apagar el amor, ni los ríos anegarlo" (Ct 8,7). Las grandes aguas son los muchos sufrimientos que nuestras miserias espirituales, como tormentas del infierno, cargan sobre Cristo a través de los Judíos y los Gentiles, quienes representaban las pasiones oscuras de nuestro corazón. Aun así, esta inundación de aguas, es decir de dolores, no puede extinguir el fuego de la caridad que ardió en el pecho de Cristo. Por eso, la caridad de Cristo fue más grande que este desborde de grandes aguas, y resplandeció brillantemente en su oración: "Padre, perdónalos". Y no solo fueron estas grandes aguas incapaces de extinguir la caridad de Cristo, sino que ni siquiera luego de años pudieron las tormentas de la persecución sobrepasar la caridad de los miembros de Cristo. Así, la caridad de Cristo, que poseyó el corazón de San Esteban, no podía ser aplastada por las piedras con las cuales fue martirizado. Estaba viva entonces, y él oro: "Señor, no les tengas en cuenta este pecado" (Ac 7,59). En fin, la perfecta e invencible caridad de Cristo que ha sido propagada en los corazones de mártires y confesores, ha combatido tan tercamente los ataques de perseguidores, visibles e invisibles, que puede decirse con verdad incluso hasta el fin del mundo, que un mar de sufrimiento no podrá extinguir la llama de la caridad.
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Pero de la consideración de la Humanidad de Cristo ascendamos a la consideración de Su Divinidad. Grande fue la caridad de Cristo como hombre hacia sus verdugos, pero mayor fue la caridad de Cristo como Dios, y del Padre, y del Espíritu Santo, en el día último, hacia toda la humanidad, que había sido culpable de actos de enemistad hacia su Creador, y, de haber sido capaces, lo hubiesen expulsado del cielo, clavado a una cruz, y asesinado. ¿Quién puede concebir la caridad que Dios tiene hacia tan ingratas y malvadas criaturas? Dios no guardo a los ángeles cuando pecaron, ni les dio tiempo para arrepentirse, sin embargo con frecuencia soporta pacientemente al hombre pecador, a blasfemos, y a aquellos que se enrolan bajo el estandarte del demonio, Su enemigo, y no solo los soporta, sino que también los alimenta y cría, incluso hasta los alienta y sostiene, pues "en l vivimos, nos movemos y existimos" (Ac 17,28), como dice el Apóstol. Ni tampoco preserva solo al justo y bueno, sino igualmente al hombre ingrato y malvado, como Nuestro Señor nos dice en el Evangelio de San Lucas. Ni tampoco nuestro Buen Señor meramente alimenta y cría, alienta y sostiene a sus enemigos, sino que frecuentemente acumula sus favores sobre ellos, dándoles talentos, haciéndolos honorables, y los eleva a tronos temporales, mientras que l aguarda pacientemente su regreso de la senda de la iniquidad y perdición.
Y para sobrepasar varias de las características de la caridad que Dios siente hacia los hombres malvados, los enemigos de su Divina Majestad, cada uno de los cuales requeriría un volumen si tratáramos singularmente con cada uno, nos limitaremos ahora a aquella singular bondad de Cristo de la que estamos tratando.
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¿"Pues amo Dios tanto al mundo que dio su único hijo"? (Jn 3,16). El mundo es el enemigo de Dios, pues "el mundo entero yace en poder del maligno" (1Jn 5,19), como nos dice San Juan. Y "si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él" (1Jn 2,1), como vuelve a decir en otro lugar. Santiago escribe: "Cualquiera, pues, que desee ser amigo del mundo se constituye en enemigo de Dios" y "la amistad con el mundo es enemistad con Dios" (Jc 4,4). Dios, por tanto, al amar este mundo, muestra su amor a su enemigo con la intención de hacerlo amigo suyo. Para este propósito ha enviado a su Hijo, "Príncipe de la Paz" (Is 2,6), para que por medio suyo el mundo pueda ser reconciliado con Dios. Por eso al nacer Cristo los ángeles cantaron: Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz" (Lc 2,14). Así ha amado Dios al mundo, su enemigo, y ha tomado el primer paso hacia la paz, dando a su Hijo, quien puede traer la reconciliación sufriendo la pena debida a su enemigo. El mundo no recibió a Cristo, incremento su culpa, se rebeló frente al único Mediador, y Dios inspiro a este Mediador devolver bien por mal orando por sus perseguidores. Oro y "fue escuchado por su reverencia" (He 5,7). Dios espero pacientemente qué progreso harían los Apóstoles por su prédica en la conversión del mundo. Aquellos que hicieron penitencia recibieron el perdón. Aquellos que no se arrepintieron luego de tan paciente tolerancia fueron exterminados por el juicio final de Dios. Por tanto, de esta primera palabra de Cristo aprendemos en verdad que la caridad de Dios Padre, que "tanto amo al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en l no perezca sino que tenga vida eterna" (Jn 3,16), sobrepasa todo conocimiento.
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Si los hombres aprendiesen a perdonar las injurias que reciben sin murmurar, y así forzar a sus enemigos a convertirse en sus amigos, aprenderíamos una segunda y muy saludable lección al meditar la primera palabra. El ejemplo de Cristo y la Santísima Trinidad han de ser un poderoso argumento para persuadirnos en esto. Pues si Cristo perdono y oro por sus verdugos, ¿qué razón puede ser alegada para que un cristiano no actúe de igual modo con sus enemigos? Si Dios, nuestro Creador, el Señor y Juez de todos los hombres, quien tiene en su poder el tomar venganza inmediata sobre el pecador, espera su regreso al arrepentimiento, y lo invita a la paz y la reconciliación con la promesa de perdonar sus traiciones a la Divina Majestad, ¿por qué una creatura no podría imitar esta conducta, especialmente si recordamos que el perdón de una ofensa obtiene una gran recompensa? Leemos en la historia de San Engelberto, Arzobispo de Colonia, asesinado por algunos enemigos que lo estaban esperando, que en el momento de su muerte oro por ellos con las palabras de Nuestro Señor, "Padre, perdónalos", y fue revelado que esta acción fue tan agradable a Dios, que su alma fue llevada al cielo por manos de los ángeles, y puesta en medio del coro de los mártires, donde recibió la corona y la palma del martirio, y su tumba fue hecha famosa por el obrar de muchos milagros.
Oh, si los cristianos aprendiesen cuan fácilmente pueden, si quieren, adquirir tesoros inagotables, y obtener notables grados de honor y gloria al ganar el señorío sobre las varias agitaciones de sus almas, y despreciando magnánimamente los pequeños y triviales insultos, ciertamente no serian tan duros de corazón y obstinadamente en contra del indulto y el perdón. Argumentan que actuarían en contra de la naturaleza si se permitiesen ser injustamente rechazados con desprecio o ultrajados de obra o palabra. Si los animales salvajes, que meramente siguen el instinto natural, atacan salvajemente a sus enemigos en el momento que los ven, matándolos con sus garras o dientes, así nosotros, a la vista de nuestro enemigo, sentimos que nuestra sangre empieza a hervir, y nuestro deseo de venganza aflora. Tal razonamiento es falso. No hace la distinción entre la defensa propia, que es válida, y el espíritu de venganza, que es inválido.
Belarmino: las 7 Palabras