El Decálogo




SANTO TOMAS DE AQUINO Los Mandamientos Traducción de SALVADOR ABASCAL

EDITORIAL TRADICIÓN

Derechos Reservados (c) por Editorial Tradición, S. A., con domicilio en Av. Sur 22 No. 14, Col Agrícola Oriental (entre Oriente 259 y Canal de San Juan), México 9, D. F. Tel. 558-49. Miembro de la Cámara Nacional de la Industria Editorial. Registro Núm. 595.

Primera Edición.-Editorial Tradición, S. A. Noviembre de 1973.-2, 000 ejemplares.

2a. edición octubre de 1981

Con licencia eclesiástica.





ADVERTENCIAESTE tratadito cierra la trilogía de las series de sermones predicados por Santo Tomás de Aquino en Napoles, en la Cuaresma de 1273. Las otras dos series corresponden al Credo y al Padrenuestro.

La redacción no es propiamente de Santo Tomás, sino de uno de sus discípulos y oyentes, Fr. Pedro de Andria, o.p., según se consigna en el Catálogo Oficial, en el de Harley y el de Nicolás Trevet. Santo Tomás debe de haber predicado con cierta amplitud, pero esto no quiere decir que el resumen hecho por Fr. Pedro de Andria no sea inmejorable. Campea en él desde luego el profundo conocimiento que Santo Tomás tenía de la Sagrada Escritura, cuyas citas las hacía siempre o casi siempre de memoria, a veces con algunos ligeros cambios, meramente accidentales, respecto del texto sagrado.

La traducción de Desclée de Brouwer, de la Argentina, del año 1947, es buena; pero un poco pesada por ser casi toda corrida, en largas parrafadas. Además carece del texto latino, muy necesario para una confrontación en puntos difíciles.

La cita de Is 8,19, que Santo Tomás hace de esta manera: "Numquid non populus a Deo suo requirit, visionem pro vivís ac mortuis?" me pareció oscura y la corregí conforme a la Vulgata. Véase en la pág. 74.

El texto latino es el de Parma; pero en cuanto a puntuación y división en parágrafos numerados seguimos la edición de Nouvelles Editions Latines, por didáctica.

Esa edición francesa crea subtítulos muy apropiados, pero ni en esto ni en el estilo de la traducción la seguimos, pues es un poco parafrástica. Preferimos ajustamos estrictamente al original latino.

No nos guía más deseo que el de proporcionar a nuestros lectores un buen escudo en defensa de la Fe Católica, en esta hora de confusión y apostasía.

Salvador Abascal México, D. F.,12 de noviembre de 1973.



In duo praecepta Caritatis et in decem legis praecepta expositio

De los dos Preceptos de la Caridad



1

PRÓLOGO I.

TRES cosas le son necesarias al hombre para su salvación: el conocimiento de lo que debe creer, el conocimiento de lo que debe desear y el conocimiento de lo que debe cumplir. El primero se enseña en el Símbolo, en el que se nos comunica la ciencia de los artículos de la fe; el segundo en el Padrenuestro; y el tercero en la Ley.

Trataremos ahora del conocimiento de lo que se debe cumplir. Para ello tenemos cuatro leyes.

2 a) La primera se llama ley natural. Y ésta no es otra cosa que la luz del entendimiento puesta en nosotros por Dios, por la cual sabemos qué debemos hacer y qué debemos evitar. Esa luz y esta ley se las dio Dios al hombre al crearlo. Sin embargo, muchos creen excusarse por la ignorancia, si no observan esa ley. Pero en contra de ellos dice el Profeta en el Ps 4,6: "Son muchos los que dicen: ¿Quién nos mostrará lo que es el bien?", como si ignorasen qué es lo que se debe hacer, pero él mismo responde (Ps 4,7): "Marcada está en nosotros la luz de tu rostro, Señor", o sea, la luz del entendimiento, por la que se nos hace evidente qué debemos hacer. En efecto, nadie ignora que aquello que no quiere que se le haga a él no debe hacérselo a otro, y otras cosas semejantes.

3 b) Pero aunque Dios le dio al hombre en la creación esta ley, o sea la ley natural, el diablo sembró en seguida en el hombre otra ley, esto es, la ley de la concupiscencia. En efecto, mientras el alma del primer hombre estuvo sujeta a Dios, guardando los divinos preceptos, igualmente la carne estuvo en todo sujeta al alma o razón. Pero luego que el diablo apartó al hombre, por sugestión, de la observancia de los divinos preceptos, así también la carne le desobedeció a la razón. Y por eso ocurre que aun cuando el hombre quiera el bien conforme a la razón, por la concupiscencia se inclina a lo contrario. Y esto es lo que el Apóstol dice en Rm 7,23: "Pero siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente". Y por eso frecuentemente la ley de la concupiscencia echa a perder la ley natural y el orden de la razón. Por lo cual agrega el Apóstol (ibidem): "y me encadena a la ley del pecado, que está en mis miembros".

4 c) Así pues, por haber sido destruida la ley natural por la ley de la concupiscencia, convenía que el hombre fuese llevado a obrar la virtud y apartarse de los vicios: para lo cual era necesaria la ley de la Escritura.

5
Pero es de saberse que al hombre se le aparta del mal y se le induce al bien de dos maneras.


Así pues, de este modo se aparta el hombre del mal y es inducido al bien por la ley de Moisés, y quienes la menospreciaban eran castigados con la muerte.
He 10,28: "El que menosprecia la ley de Moisés, sin misericordia es condenado a muerte sobre la palabra de dos o tres testigos".

6 d) Pero como este modo es insuficiente, insuficiente fue la ley que había sido dada por Moisés, por que apartaba del mal al hombre precisamente por me dio del temor, que aunque contenía la mano, no reprimía el corazón. Por eso hay otro modo de apartar del mal e inducir al bien, es a saber, el medio del amor.

Y según este medio fue dada la ley de Cristo, a saber, la ley evangélica, que es la ley del amor.

7 Pero es menester considerar que entre la ley del temor y la ley del amor hay una triple diferencia.

En primer lugar, porque la ley del temor hace siervos a sus observantes, y en cambio la ley del amor los hace libres. En efecto, aquel que obra sólo por el temor, obra al modo del siervo; quien, en cambio, obra por amor, obra a la manera del libre o del hijo. Por lo cual el Apóstol dice en
2Co 3,17: "Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad", porque obran por amor como hijos.

8 La segunda diferencia está en que a los observantes de la primera ley se les ponía en posesión de bienes temporales. Is 1,19: "Si queréis, si me escucháis, comeréis los bienes de la tierra". En cambio, los observantes de la segunda ley serán puestos en posesión de los bienes celestiales. Mt 19,17: "Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos"; y Mt 3,2: "Haced penitencia, porque el reino de los cielos está cerca".

9 La tercera diferencia está en que la primera (de las dos leyes) es pesada: Ac 15,10: "¿Por qué tentáis a Dios, queriendo imponer sobre nuestro cuello un yugo que ni nuestros padres ni nosotros fuimos capaces de soportar?"; y en cambio la segunda es leve: Mt 11,30: "Pues mi yugo es suave y mi carga ligera"; y el Apóstol en Rm 8,15: "No recibisteis un espíritu de servidumbre para recaer en el temor, sino que recibisteis el espíritu de adopción de hijos".

10 Así es que, como ya dijimos, hay cuatro leyes: la primera es la ley natural, grabada por Dios en la creación; la segunda es la ley de la concupiscencia; la tercera es la ley de la escritura; la cuarta es la ley de la caridad y de la gracia, que es la ley de Cristo. Pero es claro que no todos pueden con el duro trabajo de la ciencia. Por lo cual Cristo nos dio una ley abreviada, que pueda ser conocida por todos y de cuya observancia nadie se pueda excusar por ignorancia. Y esta es la ley del amor divino. Dice el Apóstol en Rm 9,28: "El Señor abreviará su palabra sobre la tierra".

11 Debemos saber que esta ley (del divino amor) debe ser la regla de todos los actos humanos. Así como vemos en las obras de arte que es buena y bella la que se adecúa a la regla, así también un acto humano es bueno y virtuoso cuando concuerda con la regla del divino amor. Y cuando no concuerda con esta regla no es bueno ni recto ni perfecto. Por lo tanto, para que los actos humanos sean buenos es menester que concuerden con la regla del divino amor.

12
Pero debemos saber que esta ley del divino amor opera en el hombre cuatro cosas sumamente deseables.

I) En primer lugar produce en él la vida espiritual. En efecto, de manera manifiesta, naturalmente el amado está en el amante. Por lo cual quien ama a Dios lo tiene en sí mismo:
1Jn 4,16: "Quien permanece en la caridad, en Dios permanece, y Dios en él".

También es de la naturaleza del amor el transformar al amante en el amado. Por lo cual, si amamos cosas viles y caducas, nos hacemos viles e inciertos: Os 9,10: "Se hicieron abominables como lo que amaron". Pero si amamos a Dios, nos hacemos divinos, porque, como se dice en 1Co 6,17: "El que se une al Señor se hace un solo espíritu con El".

13 Pero según dice San Agustín, "así como el alma es la vida del cuerpo, así Dios es la vida del alma". Y esto es algo manifiesto. En efecto, decimos que el cuerpo vive por el alma cuando tiene las operaciones propias de la vida, y cuando obra y se mueve; pero si el alma se retira, el cuerpo ni obra ni se mueve. Así también, el alma obra virtuosa y perfectamente cuando obra por la caridad, por la cual habita Dios en ella; y sin la caridad no obra: 1Jn 3,14: "Quien no ama permanece en la muerte".

Porque debemos considerar que si alguien posee todos los dones del Espíritu Santo sin la caridad, carece de vida. En efecto, ya sea el don de lenguas, ya sea el don de la fe, ya sea cualquiera otro, sin la caridad no dan la vida. Aunque un cuerpo muerto se vista de oro y piedras preciosas, muerto permanece. Esto es pues lo primero que la caridad produce.

14 2) Lo segundo que opera la caridad es la observancia de los divinos mandatos. San Gregorio: "Nunca está inactivo el amor de Dios: si existe, grandes cosas opera; pero si se niega a obrar, no es amor". Por lo cual el signo evidente de la caridad es la prontitud en cumplir los preceptos divinos. Vemos, en efecto, que el amante realiza cosas grandes y difíciles por el amado. Jn 14,23: "El que me ama guardará mi palabra".0
15 Pero se debe considerar que quien observa el mandato y la ley del amor divino cumple con toda la ley. Pues bien, es doble el orden de los divinos mandatos. En efecto, algunos son afirmativos, y la caridad los cumple, porque la plenitud de la ley que consiste en los mandamientos, es el amor, por el cual se les observa. Otros son prohibitivos, y también éstos los cumple la caridad, porque, como dice el Apóstol en 1Co 13,4, no obra ella falsamente.

16 3) Lo tercero que la caridad opera consiste en ser un socorro contra las adversidades. En efecto, a quienes poseen la caridad no los daña ninguna adversidad, sino que ésta se les transforma en algo saludable: Rm 8,28: "Todas las cosas concurren para el bien de los que aman a Dios". Ciertamente, aun las cosas adversas y difíciles le parecen dulces al que ama, tal como entre nosotros lo vemos patente.

17 4) El cuarto efecto (de la caridad) es que conduce a la dicha. En efecto, únicamente a los que posean la caridad se les promete la eterna bienaventuranza. Porque sin la caridad todo es insuficiente. 2Tm 4,8: "Ya me está preparada la corona de la justicia, que me otorgará aquel día el Señor, justo Juez, y no sólo a mí, sino a todos los que aman su venida".

18 Y es de saberse que sólo según la diferencia de la caridad es la diferencia de la bienaventuranza y no según alguna otra virtud. En efecto, hubo muchos que fueron más abstinentes que los Apóstoles; pero éstos aventajan a todos los demás en bienaventuranza en virtud de la excelencia de su caridad, porque, según el Apóstol -Rm 8,23-, poseyeron las primicias del espíritu. Así es que la diferencia de la bienaventuranza proviene de la diferencia de la caridad.

Y así se manifiestan los cuatro efectos que produce en nosotros la caridad.

Pero aparte de ellos hay algunos otros producidos por ella, que no se deben olvidar.

19 5) En primer lugar, en efecto, produce la remisión de los pecados. Y esto lo veremos claramente por nosotros mismos. En efecto, si alguien ofende a otro, y luego lo ama íntimamente, en virtud de este amor a él perdona el ofendido la ofensa. De la misma manera, Dios les perdona los pecados a los que lo aman. 1P 4,8: "La caridad cubre una muchedumbre de los pecados". Y bien dice "cubre", porque éstos no los ve Dios para castigarlos. Pero aunque diga que cubre una multitud, sin embargo, Salomón dice -Pr 10,12- que "la caridad cubre la totalidad de los pecados". Y esto es lo que manifiesta sobre todo el ejemplo de la Magdalena -Lc 7,47-: "Le son perdonados sus muchos pecados". Y en seguida dice por qué: "porque ha amado mucho".

20 Pero quizá diga alguno: Luego basta la caridad para lavar los pecados, y no se necesita la penitencia.

Pero se debe considerar que no ama en verdad el que no se arrepienta verdaderamente. En efecto, es claro que cuanto más amamos a alguien, tanto más nos dolemos si lo ofendimos. Y este es uno de los efectos de la caridad.

21 6) Igualmente causa la iluminación del corazón. Como dice Job -Jb 37,19-: "todos estamos envueltos en tinieblas". En efecto, con frecuencia ignoramos qué debemos hacer o desear. Pero la caridad enseña todo lo que es necesario para la salvación. Por lo cual dice San Juan 1Jn 2,27: "Su unción os lo enseña todo". En efecto, donde hay caridad, allí está el Espíritu Santo, que lo conoce todo y nos conduce por el camino recto, como se dice en 2 Ps 142,10. Por lo cual dice el Eclesiástico -Si 2,10-: "Los que teméis a Dios, amadle, y vuestros corazones serán iluminados", esto es, conociendo lo necesario para la salvación.

22 7) Igualmente produce en el hombre la perfecta alegría. En efecto, nadie posee en verdad el gozo si no vive en la caridad. Porque cualquiera que desea algo, no goza ni se alegra ni descansa mientras no lo obtenga. Y en las cosas temporales ocurre que se apetece lo que no se tiene, y lo que se posee se desprecia y produce tedio; pero no es así en las cosas espirituales. Por el contrario, quien ama a Dios lo posee, y por lo mismo el ánimo de quien lo ama y lo desea en El descansa. "El que permanece en la caridad, en Dios permanece, y Dios en él", como se dice en 1Jn 4,16.

23 8) Igualmente produce una perfecta paz. En efecto, ocurre que frecuentemente se desean las cosas tem-porales; pero ya poseyéndolas, aún entonces el ánimo del que las desea no descansa; por el contrario, poseyendo una cosa, desea otra. Is 57,20: "Pero el corazón del impío es como un mar proceloso que no puede aquietarse". Y también Is 57,21: "No hay paz para los impíos, dice el Señor". Pero no ocurre así habiendo Caridad para con Dios. Porque quien ama a Dios, goza de perfecta paz. Ps 118,165: "Mucha paz tienen los que aman tu ley; no hay para ellos tropiezo".

Lo cual es así porque sólo Dios basta para satisfacer nuestros deseos: Dios, en efecto, es más grande que nuestro corazón, como dice el Apóstol (1Jn 3,20), y por eso dice San Agustín en sus Confesiones (L. I): "Nos hiciste para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti". Ps 102,5: "El sacia tus deseos de todo bien".

24 9) Igualmente la caridad hace al hombre de gran dignidad. En efecto, todas las criaturas están al servicio de la Divina Majestad (porque todas han sido hechas por El), como están al servicio del artesano las obras de sus manos; pero la caridad convierte al siervo en libre y amigo. Por lo cual les dice el Señor a los Apóstoles -Jn 15,15-: "Ya no os llamo siervos… sino amigos".

25 Pero ¿acaso no es siervo Pablo, ni los demás Apóstoles, que se firman siervos?

Pero es de saberse que hay dos clases de servidumbre. La primera es la del temor; y ésta es aflictiva y no meritoria. En efecto, si alguien se abstiene del pecado por el solo temor de la pena, no por eso merece, sino que todavía es siervo. La segunda es la del amor. En efecto, si alguien obra no por temor del castigo sino por el amor divino, no obra como siervo, sino como libre, por obrar voluntariamente. Por lo cual les dice Cristo: "Ya no os digo siervos". Pero ¿por qué? El apóstol responde -
Rm 8,15-: "No habéis recibido un espíritu de servidumbre para recaer en el temor, sino que recibisteis el espíritu de hijos adoptivos". En efecto, no hay temor en la caridad, como se dice en 1Jn 4,18, porque el temor es por un castigo; pero la caridad no sólo nos hace libres sino también hijos, de modo que nos llamamos hijos de Dios y lo somos, como se dice en 1Jn 3,1.

En efecto, el extraño se hace hijo adoptivo de alguien cuando adquiere para sí el derecho a heredarlo. De la misma manera, la caridad adquiere el derecho a la herencia de Dios, la cual es la vida eterna, porque, como se dice en Rm 8,16-17: "El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios, y si hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo". Sg 5,5: "He aquí que han sido contados entre los hijos de Dios".

26 Por lo ya dicho son patentes las ventajas de la caridad. Puesto que es tan ventajosa, con ahínco se debe trabajar por adquirirla y conservarla.

Sin embargo, es de saberse que por sí mismo nadie puede poseer la caridad, antes bien es un don de solo Dios. Por lo cual se dice en
1Jn 4,10: "La caridad está no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó primero"; pues es evidente que Dios no nos ama porque nosotros lo amáramos primero, sino que nosotros lo amamos a causa de su amor.

27 Se debe considerar también que aunque todos los dones provienen del Padre de las luces, el de la caridad sobrepasa a todos los otros dones. En efecto, todos los demás se pueden poseer sin caridad y sin el Espíritu Santo, mientras que con la caridad necesariamente se posee al Espíritu Santo. Dice el Apóstol en Rm 5,5: "La caridad de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado". En efecto, sin la gracia y sin el Espíritu Santo se poseen ya el don de lenguas, ya el de ciencia, ya el de profecía.

28 Pero aunque la caridad sea un don divino, para poseerla se requiere una disposición de nuestra parte. Y por eso es de saberse que para adquirir la caridad son necesarias dos cosas especialmente, y otras dos para el aumento de la caridad ya adquirida.

A) Pues bien, para adquirir la caridad lo primero es escuchar cuidadosamente la palabra (divina). Y esto se prueba de manera suficiente por lo que ocurre entre nosotros. En efecto, oyendo cosas buenas de alguien, nos inflamos en amor por él.
Ps 118,140: "Tu palabra es fuego impetuoso, y tu siervo la ama". También el Ps 104,19: "La palabra del Señor lo inflamó". Y por eso aquellos dos discípulos (de Emaús), turbados por el amor divino, decían -Lc 24,32-: "¿No ardían nuestros corazones dentro de nosotros mientras en el camino nos hablaba y nos declaraba las Escrituras?". Por lo cual leemos también en Ac 10,44, que al predicar Pedro, el Espíritu Santo descendió sobre los que escuchaban la divina palabra. Y esto ocurre frecuentemente en las predicaciones, en cuanto los que vienen con un corazón duro se encienden en el divino amor en virtud de la palabra de la predicación.

29 Lo segundo es la continua meditación del bien. Ps 38,4: "Me ardía el corazón dentro del pecho". Así es que si quieres adquirir el amor divino, medita en el bien. En efecto, demasiado duro tendría que ser el que meditando en los divinos beneficios que se le han concedido, en los peligros que se le han evitado y en la bienaventuranza que de nuevo se le ha prometido por Dios, no se inflamara en el amor divino. Por lo cual dice San Agustín: "Duro es el corazón del hombre, que no sólo no quiere dar amor sino que ni siquiera corresponder". Siempre, así como los malos pensamientos destruyen la caridad, así también los buenos la adquieren, la alimentan y la conservan. Así es que decidamos con Isaías I,16: "Los pensamientos perversos apartan de Dios".

30 B) Por otra parte, son también dos las cosas que aumentan la Caridad ya adquirida. La primera es el desprendimiento del corazón de las cosas terrenas. En efecto, el corazón no puede portarse perfectamente en cosas diversas. Por lo cual nadie puede amar a Dios y al mundo. Por lo mismo, cuanto más se aleja el alma del amor de las cosas terrenas, tanto más se afirma en el amor divino. Por eso dice San Agustín en el Libro de las 83 Cuestiones: "La ruina de la caridad es la esperanza de alcanzar o guardar los bienes temporales; el alimento de la caridad es la disminución de la concupiscencia; su perfección, nula concupiscencia, porque la raíz de todos los males es la concupiscencia". Así es que el que quiera alimentar la candad, aplíquese en disminuir las concupiscencias.

31 Ahora bien, la concupiscencia es el deseo de adquirir o retener las cosas temporales. El principio de su disminución es el temor de Dios, al que no se puede sólo temer sin amarlo. Y con este objeto fueron establecidas las órdenes religiosas: en ellas y por ellas el alma se aparta de las cosas mundanas y corruptibles y se endereza a las divinas. Lo cual se significa en 2M 1,22, donde se dice: "Salió el sol, que antes estaba nublado". El sol, esto es, el humano entendimiento, está nublado cuando se aplica a las cosas terrenas; pero brilla cuando se aparta y se retira del amor a las cosas terrenas. En efecto, entonces resplandece y en él crece entonces el amor divino.

32 La segunda es una firme paciencia en las adversidades. En efecto, es claro que cuando sufrimos cosas penosas por la persona amada, ese amor no se destruye sino que aumenta. Ct 8,7: "Copiosas aguas (o sea, las muchas tribulaciones) no han podido extinguir la caridad". Por eso los varones santos que soportan las adversidades por Dios, más se afirman en su amor, así como el artesano quiere más la obra en que más trabajó. De ahí también que cuanto más aflicciones sufren los fieles por Dios, tanto más se elevan en su amor. Gn 7,17: "Crecieron las aguas (esto es, las tribulaciones) y levantaron el arca sobre la tierra", o sea, a la Iglesia, o el alma del varón justo.

DEL AMOR DE DIOS 33. Interrogado Cristo antes de su Pasión, por legisperitos, sobre cuál fuese el mayor y primer mandamiento, dijo -Mt 22,37-: "amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente: este es el mayor y primer mandamiento". Y en verdad este es, muy claramente, el mayor y el más noble y el más útil entre todos los mandamientos; en éste se encierran todos los demás.

34 Pero para poder cumplir perfectamente con este precepto del amor, cuatro cosas se requieren: La primera es la recordación de los divinos beneficios; porque cuanto tenemos, el alma, el cuerpo, los bienes exteriores, de Dios los tenemos. Y por eso es forzoso servirle con todas las cosas y que lo amemos con perfecto corazón. En efecto, demasiado ingrato es el que pensando en los beneficios de alguien no lo ama. Recapacitando en estas cosas, decía David, I Paralip 29,14: "Tuyas son todas las cosas: las que de tu mano hemos recibido son las que te damos". Y por eso en alabanza de David dice el Si 47,10: "Con todo su corazón alabó al Señor, y amó al Señor que lo creó".

35 La segunda es el considerar la divina excelencia. En efecto, Dios es más grande que nuestro corazón -1Jn 3-; así es que si le servimos con todo el corazón y todas las fuerzas, aún así no es lo suficiente. Si 43,32-33: "Alabando al Señor cuanto podáis, aún así El estará muy por encima. Al bendecir al Señor, exaltadlo cuanto podáis, pues El es más grande que toda alabanza".

36 La tercera es el renunciación de lo mundano y terreno. En efecto, gran injuria le infiere a Dios el que lo iguala con algo. Is 40,18: "¿Con qué compararéis a Dios?". Pues bien, a Dios lo igualamos con otras cosas cuando al mismo tiempo que a Dios amamos cosas temporales y corruptibles. Pero esto es del todo imposible. Por lo cual se dice en Is 28,20: "Tan estrecho es el lecho, que uno más se caería; y tan chica la cobija, que no podría cubrir a otro más". Aquí el corazón del hombre es asimilado a un lecho estrecho y a una cobija chica. En efecto, el corazón humano es estrecho con relación a Dios. Por lo cual cuando en tu corazón recibes algo que no sea El, a El lo arrojas, porque El no tolera copartícipe en el alma, como tampoco el varón lo acepta en su esposa. Por lo cual dice El mismo en Ex 20,5: "Yo soy tu Dios celoso". En efecto, El no quiere que amemos nada tanto como a El o fuera de EL.

37 La cuarta es el evitar totalmente el pecado. En efecto, nadie que viva en pecado puede amar a Dios. Mt 6,24: "No podéis servir a Dios y a las riquezas". Así es que si vivís en pecado, no amáis a Dios. En cambio, le amaba el que le decía -Is 38,3-: "Acuérdate de que he andado fielmente delante de Ti y con perfecto corazón". Y Elías decía -1R 18,21-: "¿Hasta cuándo claudicaréis de un lado y de otro?".

Así como el que cojea, se inclina ya de un lado, ya del otro; así el pecador, ora peca, ora se esfuerza por buscar a Dios. Por lo cual Dios le dice -Jl 2,12-: "Convertios a Mí con todo vuestro corazón".

38 Pero contra este precepto (de la Caridad) pecan dos categorías de hombres: Aquellos, es claro, que evitan un pecado, por ejemplo el de lujuria, pero cometen otro, como el de usura. Pero no obstante se dañan, porque quien "peca en un punto, se hace reo de todos", como dice el Apóstol Santiago en Jc 2,10.

También hay algunos que confiesan unos pecados y otros no, o dividen la confesión (en varias), según los diversos pecados. Pero éstos no ganan mérito; por el contrario, pecan en todas, porque intentan engañar a Dios y cometen una división en el sacramento.

En cuanto a los primeros, alguien ha dicho: "Es impío esperar de Dios la mitad del perdón". En cuanto a los segundos, dice el 2 Ps 61,9: "Derramad ante El vuestros corazones", porque es claro que en la confesión se debe revelar todo.

39 Ya se demostró que el hombre debe darse a Dios. Ahora es menester considerar qué es lo que el hombre debe dar de sí a Dios. Pues bien, cuatro cosas, debe darle el hombre a Dios: esto es, el corazón, el alma, la mente y la fuerza. Por lo cual dice San Mateo -Mt 22,37-: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con toda tu capacidad", esto es, con todas tus fuerzas.

40 Pero es de saberse que por corazón se entiende aquí la intención. Ahora bien, la intención es de tal fuerza que todas las obras las domina. Por lo cual las buenas acciones hechas con mala intención se convierten en malas. Lc 11,34: "Si tu ojo (esto es, la intención) fuere perverso, todo el cuerpo estará en tinieblas", esto es, toda la masa de tus buenas obras será negra.

Por eso en todas nuestras obras, la intención se debe poner en Dios. Dice el Apóstol en 1Co 10,31: "Ya comáis, ya bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios".

41 Pero no basta la buena intención; antes bien es. necesario que haya también recta voluntad, significada por el alma. En efecto, frecuentemente se obra con buena intención, pero inútilmente porque falta la recta voluntad, de modo que si alguien roba para alimentar a un pobre, hay cierta buena intención, pero falta la debida rectitud de la voluntad. Por lo cual no se justifica ningún mal hecho con buena intención. Rm 3,8: "Los que dicen: hagamos el mal para que venga el bien serán justamente condenados".

Ahora bien, hay buena voluntad con (recta) intención cuando esa misma voluntad concuerda con la voluntad divina; lo cual pedimos diariamente diciendo: "Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo"; y el Ps 39,9He He 10,38: "Si (el justo) defecciona, no complacerá a mi alma", esto es, a mi voluntad.

42 Pero a veces ocurre que hay buena intención y buena voluntad habiendo un pecado en el pensamiento. Por lo cual debemos darle a Dios el entendimiento entero. Dice el Apóstol en 2Co 10,5: "Doblegando todo pensamiento a la obediencia de Cristo". En efecto, muchos no pecan de obra, pero frecuentemente quieren pensar en los pecados mismos. Y contra ellos dice : "Disipad la maldad de vuestros pensamientos". Muchos hay igualmente que, confiando en su propia sabiduría, no quieren dar su asentimiento a la fe, y éstos no entregan la mente a Dios. Contra ellos se dice en Pr 3,5: "No te apoyes en tu propia prudencia".

43 Pero todo esto no basta: es menester también darle a Dios toda nuestra pujanza y todos nuestros ímpetus. Ps 58,10: "Para ti guardaré mi pujanza". En efecto, hay algunos que emplean sus ímpetus en pecar, y en esto muestran su fortaleza. Contra ellos dice Is 5,22: "¡Ay de vosotros los valientes para beber vino, los varones fuertes para provocar la ebriedad!". Otros manifiestan su poder o valor en dañar al prójimo, y deberían demostrarlos socorriéndolo. Pr 24,11: "Libra a los que son llevados a la muerte; y no ceses de librar a los que son arrastrados a la ruina".

Así es que para amar a Dios debemos darle: la intención, la voluntad, la mente, los ímpetus.

44 Habiendo sido interrogado Cristo sobre cuál fuese el mayor mandamiento, a esta única pregunta dio dos respuestas. Y la primera fue: "Amarás al Señor tu Dios", de lo cual ya hablamos. Y la segunda fue: "Y a tu prójimo como a ti mismo". Aquí hay que considerar que quien esto observa, cumple con toda la ley.

Dice el Apóstol en
Rm 13,10: "La caridad es la plenitud de la ley".

45 Debemos saber que cuatro motivos nos llevan a amar al prójimo.

Primero el amor divino; porque como dice
1Jn 4,20: "Si alguno dice "yo amo a Dios", y odia a su hermano, es un mentiroso". En efecto, quien dice que ama a alguien, pero a un hijo suyo o un miembro suyo lo odia, miente. Ahora bien, todos los fieles somos hijos y miembros de Cristo. Dice el Apóstol en 1Co 12,27: "Vosotros sois el cuerpo de Cristo, y miembros los unos de los otros". Por lo cual quien odia a su prójimo no ama a Dios.

46 El segundo motivo es el precepto divino. En efecto, Cristo, al retirarse, entre todos los demás preceptos, este precepto principalmente les prescribió a los discípulos, diciendo -Jn 15,12-: "Este es mi precepto: que os améis los unos a los otros tal como Yo os he amado". En efecto, ninguno que odie al prójimo guarda los preceptos divinos. Luego esta es laseñal de la observancia de la ley divina: el amor al prójimo. Por lo cual dice el Señor en Jn 13,35: "En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si os amáis los unos a los otros". No dice que en la resurrección de los muertos, ni en algún otro milagro manifiesto; sino que está es la señal: "si os amáis los unos a los otros". Y esto lo comprendía muy bien San Juan, pues decía -1Jn 3,14-: "Sabemos que hemos sido trasladados de la muerte a la vida". ¿Y por qué? "Por que amamos a los hermanos. El que no ama, permanece en la muerte".

47 El tercer motivo es la participación de la naturaleza. En efecto, como dice el Eclesiástico Si 13,19: "Todo animal ama a su semejante". Por lo cual, como todos los hombres son semejantes por la naturaleza, deben amarse mutuamente. Por lo mismo, odiar al prójimo no sólo es contra la ley divina sino también contra la ley de la naturaleza.

48 El cuarto motivo es la consecución de una utilidad. En efecto, todo lo de uno les es útil a los demás por la caridad. Esta es, en efecto, lo que une a la Iglesia y hace comunes todas las cosas. Ps 118,63: "Yo participo con todos los que te temen y guardan tus mandamientos".

49 "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". Este es el segundo precepto de la ley, y trata del amor al prójimo. Ya dijimos cuánto debemos amar al prójimo.

Ahora falta hablar del modo del amor. Lo cual se nos indica al decírsenos: "Como a ti mismo".

A propósito de estas palabras podemos considerar cinco cosas, que debemos observar en el amor al prójimo.

I) Lo primero es que debemos amarlo verdaderamente como a nosotros mismos: así lo hacemos si lo amamos por él mismo, no por nosotros.

50 Por lo cual es de observar que hay tres amores, de los cuales dos no son verdaderos, y el tercero sí lo es.

El primero es por motivo de utilidad. Eclesiástico
Si 6,10: 'Es tu amigo por participar de tu mesa, y no permanecerá en el día de la pobreza". Y ciertamente este amor no es verdadero. En efecto, desaparece al desaparecer el provecho. Y así no queremos el bien para el prójimo, sino que más bien queremos un bien que sea de utilidad para nosotros.

Y hay otro amor que procede de lo deleitable. Y tampoco este es verdadero, porque falta al faltar lo deleitable. Y así, con este amor, no queremos principalmente el bien para el prójimo, sino que más bien queremos su bien para nosotros.

El tercero es amor porque su motivo es la virtud. Y sólo éste es verdadero. En efecto, de esa manera no amamos al prójimo por nuestro propio bien, sino por el suyo.

51 Lo segundo es que debemos amar ordenadamente, o sea, que no lo amemos más que a Dios o tanto como a Dios, sino que debes amarlo como a ti mismo. Ct 2,4: "El ha ordenado en mí la caridad". Este orden lo enseñó el Señor en Mateo Mt 10,37, diciendo: "El que ama a su padre o a su madre más que a Mí no es digno de Mí, y el que ama a su hijo o a su hija más que a Mí, no es digno de Mí".

52 Lo tercero es que debemos amarlo de maneraeficaz. En efecto, no sólo te amas, sino que también te procuras bienes empeñosamente, y evitas los males.

Así también debes hacer con el prójimo.
1Jn 3,18: "No amemos de palabra ni de lengua, sino de obra y de Verdad". Pero ciertamente son malvados los que aman con la boca y dañan con el corazón. De ellos dice el Ps 27,3: "Hablan de paz con su prójimo, mientras la maldad está en su corazón". Dice el Apóstol en Rm 12,9: "Que vuestra caridad sea sin doblez".

53 4) Lo cuarto es que debemos amarlo con perseverancia, como te amas a ti perseverantemente. : "En todo tiempo ama el que es amigo, y en la desventura se conoce bien al hermano", esto es, tanto en la adversidad como en la prosperidad; y más bien entonces, o sea, en el tiempo de la adversidad, es cuando mejor se reconoce al amigo, como dice la Escritura.

54 Pero es de saberse que son dos las cosas que ayudan a conservar la amistad. En primer lugar la paciencia: "pues el varón iracundo suscita riñas", como se dice en Pr 26,21. En segundo lugar la humildad, que produce lo primero, o sea la paciencia: Pr 13,10: "Entre soberbios siempre hay contiendas". En efecto, el que se magnifica a sí mismo y desprecia a otro, no puede soportar sus defectos.

55 5Jn 15,9: "Yo soy la madre del amor hermoso".

56 "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". Malentendían este precepto judíos y fariseos, creyendo que Dios preceptuaba amar a los amigos y odiar a los enemigos; y por eso por prójimos entendían únicamente alos amigos. Pues bien, Cristo se propuso reprobar tal interpretación, diciendo en Mt 5,44: "Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian".

57 Porque es de saberse que cualquiera que odia a su hermano no está en estado de salvación. 1Jn 2,9: "El que… odia a su hermano está en las tinieblas".

Pero es necesario notar que aun en esto se halla cierta contrariedad. En efecto, los santos odiaron a algunos. Dice el Ps 138,22: "Los odio con el más perfecto odio"; y el Evangelio en Lc 14,26: "Si alguno no aborrece a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y hermanas, y aun su propia vida, no puede ser mi discípulo".

58 Y por eso es de saberse que en todos nuestros actos los hechos de Cristo deben ser nuestro modelo.

En efecto, Dios ama y odia. Porque en todo hombre se deben considerar dos cosas: a saber, la naturaleza y el pecado. Indudablemente, se debe amar en los hombres su naturaleza, pero odiar el pecado. Por lo cual sí alguien quiere que el hombre esté en el infierno, odiará su naturaleza; pero si alguien quiere que el hombre seabueno, odiará el pecado, que siempre debe ser odiado.
Ps 5,7: "Odiaste a todos los operadores de iniquidad". Sg 11,25: "Amas (Señor) todo cuanto existe y nada aborreces de cuanto has hecho". He aquí, pues, que Dios ama y odia: ama la naturaleza y odia el pecado.

Es de saberse también que a veces el hombre puede sin pecado hacer un mal: a saber, cuando hace un mal queriendo un bien; porque aun Dios obra así, como cuando se enferma y se convierte al bien un hombre que en salud era malo. Igualmente en la adversidad se convierte y es bueno el que en la prosperidad era malo, según aquello de Is 28,19: "El castigo os hará entender lo que oísteis". Igualmente si deseas el mal al tirano que destruye a la Iglesia en cuanto deseas el bien de la Iglesia por la destrucción del tirano. Por lo cual dice 2M 1,17: "Por todo esto bendito sea Dios, que ha entregado a los impíos al castigo".

Y esto todos deben quererlo no sólo con la voluntad sino de obra. En efecto, no es pecado colgar justamente a los malos; porque como escribe el Apóstol en Rm 13, los que obran así son ministros de Dios y guardan la caridad, porque la finalidad de la pena es a veces el castigo, a veces es un bien superior y más divino. En efecto, el bien de una ciudad es mayor que la vida de un solo hombre.

60 Pero es de saberse que no basta no querer el mal, sino que es forzoso querer el bien, a saber, su enmienda (del culpable) y la vida eterna.

En efecto, hay dos maneras de querer el bien de otro. Primero, de un modo general, en cuanto es creatura de Dios y que puede participar de la vida eterna; y de otro modo, especial, en cuanto es amigo o compañero.

Ahora bien, del amor general nadie está excluido. En efecto, cada quien debe orar por todos y en necesidad extrema auxiliar a quien sea. Pero no estás obligado a tener familiaridad con cualquiera, salvo si pide perdón, porque entonces sería un amigo; y si lo rechazares, tendrías odio a un amigo.

Por lo cual dice San Mateo (
Mt 6,14): "Si perdonáis a otros sus faltas, también os perdonará vuestros delitos vuestro Padre Celestial; pero si no perdonáis a los demás, tampoco os perdonará vuestros pecados vuestro Padre". Y en la oración dominical que trae San Mateo (Mt 6,9), se dice: "Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores".

61 "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". Ya dijimos que pecas si no concedes el perdón al que te lo pida; y que es de perfección si lo llamas a ti, aunque no estés obligado a ello. Pero son muchas las razones que te inducen a atraerlo hacia ti.

La primera es la conservación de la propia dignidad. En efecto, a diversas dignidades corresponden signos diversos. Ahora bien, nadie debe abandonar los signos de la propia dignidad. Por otra parte, entre todas las dignidades la mayor es la de ser hijo de Dios. Pues bien, el signo de tal dignidad es que ames al enemigo:
Mt 5,44-45: "Amad a vuestros enemigos, para que seáis hijos de vuestro Padre, que está en los cielos". En efecto, el amor al amigo no es señal de la filiación divina, pues eso lo hacen los publícanos y los gentiles, como dice Mt 5,46.

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La segunda es la obtención de una victoria, cosa que todos desean naturalmente. Es necesario, pues, que o atraigas al amor con tu bondad al que te ofendió, y entonces vences; o que otro te lleve al odio, y entonces eres vencido.
Rm 12,21: "No te dejes vencer del mal, antes vence al mal con el bien".

63 La tercera es la obtención de múltiples ventajas. En efecto, así te procuras amigos. Rm 12,20: "Sí tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber; que haciendo así amontonas carbones encendidos sobre su cabeza". Y San Agustín dice: "No hay mejor manera de suscitar el amor que adelantarse en amar. Pues nadie es tan duro que aunque no quiera regalar su amor, no quiera al menos corresponder"; porque, como dice el Eclesiástico (Si 6,15: "Nada es comparable a un amigo fiel". Y Pr 16,7: "Cuando los caminos del hombre son gratos a Yahvé, aun a los enemigos se concilia".

64 La cuarta es que así tus preces más fácilmente serán oídas. Por lo que sobre aquello de Jr 5,1, "Aun que se me pusieran delante Moisés y Samuel", dice San Gregorio que Jeremías prefirió mencionar a éstos, por que rogaron por sus enemigos. Del mismo modo Cristo dijo -Lc 23,34-: "Padre, perdónales". Igualmente San Esteban, orando por sus enemigos, le hizo un gran bien a la Iglesia, porque convirtió a San Pablo.

65 La quinta es el escapar del pecado, lo cual debemos desear por encima de todo. En efecto, a veces pecamos, ni buscamos a Dios; y Dios nos atrae a Sí o por la enfermedad o de alguna otra manera. Os 2,6: "Cerraré tu camino con zarzas". Así fue atraído San Pablo. Ps 118,176: "Erré como oveja perdida. Busca a tu siervo, Señor". Ct 1,4: "Llévame tras de ti".

Pues bien, esto lo obtenemos si atraemos a nosotros al enemigo, ante todo perdonándolo; porque, como dice Lc 6,38: "Indudablemente, con la misma medida con que midiereis seréis medidos"; y Lc 6,37: "perdonad, y seréis perdonados"; y Mt 5,7: "Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia". En efecto, no hay mayor misericordia que perdonar al ofensor.


El Decálogo