Juan Avila - Audi FIlia 12
12
Otros ha habido que han perdido esta joya de la castidad por vía de castigarles Dios con justo juicio, en entregarlos, como dice San Pablo (Rm 1,24), en los deseos deshonestos de su corazón como en manos de crueles sayones, castigando en ellos unos pecados con otros pecados; no incitándolos Él a pecar, porque del sumo Bien muy extraño es ser causa que nadie peque; mas apartando su socorro del hombre por pecados del mismo hombre, la cual es obra de justo Juez; y si justo, bueno. Y así dice la Escritura (Pr 23,27): Pozo hondo es la mala mujer, y poso estrecho la mujer ajena; aquel caerá en él con quien Dios estuviere enojado (Pr 22,14). No se asegure, pues, nadie con que no da enojos a Dios cerca de la castidad, si los da en otras cosas, pues que suele dejar caer en lo que el hombre no caía ni querría, en castigo de caer en otras cosas que no debía.
Y aunque esto sea general en todos los pecados, pues por todos se enoja Dios, y por todos suele castigar, mas particularmente, como dice San Agustín, «suele castigar Dios la secreta soberbia con manifiesta lujuria».
Y así se figura en Nabucodonosor, que en castigo de su soberbia, perdió su reino, y fue alanzado de la conversación de los hombres, y le fue dado corazón de bestia, y conversó entre las bestias (Da 4, 22, 29, 30), no porque perdiese la naturaleza de hombre, sino porque le parecía a él que no lo era. Y así estuvo hasta que le dio Dios conocimiento y humildad con que conociese y confesase que la alteza y reino es de Dios, y que lo da Él a quien quiere. Cierto, así pasa, que el hombre que atribuye a la fortaleza de su brazo el edificio de la castidad, lo echa Dios de entre los suyos, y salido de tal compañía, que era como de Ángeles, mora entre bestias, con corazón tan bestial como si no hubiera amado a Dios, ni sabido qué era castidad, ni hubiese infierno, ni gloria, ni razón, ni vergüenza, tanto que ellos mismos se espantan de lo que hacen, y les parece no tener juicio ni fuerzas de hombres, sino del todo rendidos a este vicio bestial, como bestias, hasta que la misericordia del Señor se adolece (se adolece: se compadece) de tanta miseria, y da a conocer al que de esta manera ha caído que por su soberbia cayó, y por medio de humildad se ha de levantar y cobrar. Y entonces confiesa que el reino de la castidad, por el cual reinaba sobre su cuerpo, es dádiva de Dios, que por su gracia la da y por pecados del hombre la quita.
Y este mal de soberbia es tan malo de conocer—y por eso mucho de temer—, que algunas veces lo tiene el hombre metido tan en lo secreto de su corazón que él mismo no lo entiende. Testigo es de esto San Pedro, y otros muchos, que estando agradados y confiados de sí, pensaban que lo estaban de Dios; el cual, con su infinita sabiduría, ve la enfermedad de ellos, y con su misericordia, junta con su justicia, los cura y sana, con darles a entender, aunque a costa suya, que estaban mal agradados y mal confiados de sí mismos, pues se ven tan miserablemente caídos. Y aunque la caída es costosa, no es tan peligrosa como el secreto mal de soberbia en que estaban ; porque no le entendiendo, no le buscaran remedio, y así se perdieran; y entendiendo su mal con la caída, y humillados delante la misericordia de Dios, alcanzan remedio de El para entrambos males. Y por esto dijo San Agustín que «castiga Dios la secreta soberbia con manifiesta lujuria», porque el segundo mal es manifiesto a quien lo comete, y por allí viene a entender el otro mal que secreto tenía.
Y habéis de saber que estos soberbios unas veces lo son para consigo solos, y otras, despreciando a los prójimos por verlos faltos en la virtud y especialmente en la castidad. Mas, ¡ oh Señor, y cuan de verdad mirarás con ojos airados aqueste delito! ¡Y cuan desgraciadas te son las gracias que el fariseo te daba, diciendo (Lc 18,130, No soy malo como los otros hombres, ni adúltero, ni robador, como lo es aquel arrendador que allí está. No lo dejas, Señor, sin castigo; castígaslo, y muy reciamente, con dejar caer al que estaba en pie, en pena de su pecado, y levantas al caído por satisfacerle su agravio. Sentencia tuya es, y muy bien la guardas (La, 6, 37): No queráis condenar, y no seréis condenados. Y (Mt 7,2): Con la misma medida que midiereis seréis medidos; y quien se ensalzare será abajado. Y mandaste decir de tu parte al que desprecia a su prójimo (Is 33, I): ¡Ay de ti que desprecias, porque serás despreciado! ¡Oh, cuántos han visto mis ojos castigados con esta sentencia, que nunca habían entendido cuánto aborrece Dios aqueste pecado, hasta que se vieron caídos en lo que de otros juzgaron, y aun en cosas peores! «En tres cosas—dijo un viejo de los pasados—juzgué a mis prójimos, y en todas tres he caído.»
Agradezca a Dios el que es casto la merced que le hace, y viva con temor y temblor por no caer él, y ayude a levantar al caído, compadeciéndose de él y no despreciándolo. Piense que él y el caído son de una masa, y que cayendo otro cae él cuanto es de su parte. Porque, como dice San Agustín: «No hay pecado que haga un hombre, que no lo haría otro hombre, si no lo rige el Hacedor del hombre.» Saque bien del mal ajeno, humillándose con ver al otro caer; saque bien del bien ajeno gozándose del bien del prójimo. No sea como ponzoñosa serpiente, que saque de todo mal; soberbia en las caídas ajenas y envidia en los bienes ajenos. No quedarán estos tales sin castigo de Dios; dejarles ha caer en lo que otros cayeron y no les dará el bien de que hubieron envidia.
13
Entre las miserables caídas de castidad que en el mundo ha habido, no es razón que se ponga en olvido la del Santo Rey y Profeta David; que por ser ella tan miserable, y la persona tan calificada, pone un escarmiento tan grande a quien la oye, que no hay quien deje de temer su propia flaqueza. La causa de aquesta caída dice San Basilio que fue un liviano complacimiento que David tomó en sí mismo, una vez que fue visitado de la mano de Dios con abundancia de mucha consolación, y se atrevió a decir: Yo dije en mi abundancia: No seré ya mudado de este estado para siempre. Mas ¡ oh cuan al revés le salió! ¡ y cómo después entendió lo que primero no entendía, que (Qo 7,15) en el día de los bienes que tenemos, nos hemos de acordar de los males en que podemos caer! Y que se debe tomar la consolación divinal con peso de humildad, acompañada del santo temor de Dios, para que no pruebe lo que el mismo David luego dijo (Ps 29,8): Quitaste tu faz de mí, y fui hecho conturbado.
Otra causa de su caída nos da a entender la Escritura divina, diciendo (2S 11,1): Que al tiempo que los reyes de Israel solían ir a las guerras contra los infieles, se quedó el rey David en su casa; y andándose paseando en un corredor, miró lo que le fue causa de adulterio y homicidio, y no de uno, más de muchos hombres; todo lo cual se evitara si él fuera a pelear las peleas de Dios, según otros reyes lo acostumbraban, y él mismo lo había hecho otros años.
Si vos os estáis paseando cuando están recogidos los siervos de Dios, y si estáis ociosa cuando ellos trabajan en buenas obras, y si derramáis vuestros ojos con soltura cuando ellos con los suyos lloran por sí y por los otros amargamente, y si al tiempo que ellos se levantan de noche a orar vos os estáis durmiendo y roncando, y perdéis, por lo que se os antoja, los buenos ejercicios que solíades tener, que con su fuerza y calor os tenían en pie, ¿cómo pensáis guardar la castidad estando descuidada y sin armas para la defender, y teniendo tantos enemigos que pelean contra ella, fuertes, cuidadosos y armados? No os engañéis, que si a vuestro deseo de ser casta no acompañan obras con que defendáis vuestra castidad, vuestro deseo saldrá en vano, y acaeceros ha a vos lo que a David, pues ni sois más privilegiada que él ni más fuerte ni santa.
Y para dar conclusión a esta materia de las causas por que se suele perder aquesta preciosa joya de la castidad, debéis saber que la causa por que Dios permitió que la carne se levantase contra la razón en nuestros primeros padres—que de allí lo heredamos nosotros—fue porque ellos se levantaron contra Dios, desobedeciendo su mandamiento. Castigóles en lo que pecaron; y fue, que pues ellos no obedecieron a su superior, no les obedeciese a ellos su inferior. Y así el desenfrenamiento de la carne, esclava y súbdita, contra su superior, que es la razón, castigo es de inobediencia de la razón contra Dios, su superior. Y, por tanto, guardaos mucho de desobedecer a vuestros superiores, porque no permita Dios que vuestro inferior, que es la carne, se levante contra vos, como permitió que Adad se levantase contra el rey Salomón, su señor (1R 11,14), y os azote y persiga, y por vuestra flaqueza os derribe en lo profundo del pecado mortal.
Y si estas cosas ya dichas, que con los ojos del cuerpo habéis leído, las habéis bien sentido con lo interior del corazón, veréis cuánta razón hay para que miréis por vos y qué hay en vos. Y porque vos no bastáis a conoceros, debéis pedir lumbre a nuestro Señor para escudriñar los más secretos rincones de vuestro corazón, porque no haya en vos algo—que sepáis o que no sepáis—por lo cual se ponga a riesgo de perder por algún secreto juicio de Dios la joya de la castidad, que tanto os importa que esté bien guardada con el amparo divino.
14 y que debemos entender que es dádiva de Dios, a quien se debe pedir, poniendo por intercesores los Santos, y en particular a la Virgen nuestra Señora.
Todo lo dicho, y más que se pueda decir, suelen ser medios para alcanzar esta preciosa limpieza. Mas muchas veces acaece que, así como trayendo piedra y madera y todo lo necesario para edificar una casa, nunca se nos adereza el edificarla, así también acaece que haciendo todos estos remedios no alcancemos la castidad deseada. Antes hay muchos que, después de vivos deseos de ella y grandes trabajos pasados por ella, se ven miserablemente caídos o reciamente atormentados de su carne, y dicen con mucho dolor (Lc 5,5): Trabajado hemos toda la noche y ninguna cosa hemos tomado. Y paréceles que se cumple en ellos lo que dice el Sabio (Qo 7,24): Cuanto más yo la buscaba, tanto más lejos huyó de mí Lo cual muchas veces suele venir de una secreta fiucia (fiucia: esperanza esforzada) que en sí mismos estos trabajadores soberbios tenían, pensando que la castidad era fruto que nacía de sus solos trabajos y no dádiva de la mano de Dios. Y por no saber a quién se había de pedir, justamente se quedaban sin ella. Porque mayor daño les fuera tenerla y ser soberbios e ingratos a su Dador, que estar sin ella llorosos y humillados y perdonados por la penitencia. No es pequeña sabiduría saber cuya dádiva es la castidad; y no tiene poco camino andado para alcanzarla quien de verdad siente que no es fuerza de hombre, sino dádiva de nuestro Señor. La cual nos enseña el santo Evangelio (Mt 19,11) diciendo: No todos son capaces de esta palabra, mas aquellos a los cuales es dado por Dios. Y aunque los remedios ya dichos para alcanzar este bien sean provechosas, y debamos ejercitar nuestras manos en ellos, ha de ser con condición que no pongamos nuestra fiucia (esperanza esforzada) en ellos; mas hagamos con devota oración lo que David hacía y nos aconseja, diciendo (Ps 120,1): Alcé mis ojos a los montes, [de] donde me vendrá socorro. Mi socorro es del Señor, que hizo él cielo y la tierra.
Buen testigo será de esto el glorioso Jerónimo, que cuenta de sí que le ponían en tanto estrecho aquestos aprietos carnales, que no le libraban de ellos ayunos muy grandes, ni dormir en el suelo, ni largas vigilias, ni estar su carne casi muerta. Y entonces, como hombre desamparado de todo socorro, y que en ningún remedio hallaba remedio, se echaba a los pies de Jesucristo nuestro Señor y los regaba con lágrimas y limpiaba con sus cabellos en su pensamiento devoto. Y aun alguna vez le acaecía dar voces a Cristo todo el día y la noche. Mas en fin era oído, y le daba Dios el deseo de su corazón, con tanta serenidad y espiritual consolación, que le parecía estar entre coros de Ángeles. Así socorre Dios a los que le llaman con entera voluntad y están firmes en la guerra por Él hasta que Él envíe socorro.
Y no sólo debemos llamar a Dios que nos favorezca, mas también a sus Santos, significados por los montes que aquí dice David. Y principalmente, más que ninguno de ellos, debe ser llamada la limpísima Virgen María, importunándola con servicios y oraciones que nos alcance esta merced; las cuales Ella oye y recibe de muy buena gana, como verdadera amadora de lo que le pedimos. Especialmente he visto haber venido provechos notables por medio de esta Señora a personas molestadas de flaqueza de carne, por rezarle alguna cosa en memoria de la limpieza con que fue concebida sin pecado, y de la limpieza virginal con que concibió al Hijo de Dios. A esta Señora, pues, tomad por particular Abogada para que os alcance y conserve con su oración esta limpieza. Y pensad que si hallamos en las mujeres de acá algunas tan amigas de honestidad, que amparan con todas sus fuerzas a quien quiere apartarse de la vileza de este vicio y caminar por la limpieza de la castidad, ¿cuánto más se debe esperar de esta limpísima Virgen de vírgenes, que pondrá sus ojos y orejas en los servicios y oraciones del que quisiere guardar la castidad, que Ella tan de corazón ama?
No os falte, pues, deseo de haber este bien; no falte fiucia (esperanza esforzada) en Cristo, ni oración importuna, ni otros servicios como hemos dicho; que ni faltará en sus Santos cuidado ni amor para orar por vos, ni misericordia celestial para conceder este don, que El solo lo da; y quiere que todo hombre a quien lo da así lo conozca y le dé gloria de ello, pues, según verdad, se le debe.
15 porque a algunos lo da solamente en el ánima, y de lo mucho que las tentaciones contra la castidad aprovechan, si se saben llevar.
Y es de mirar con atención que este don no lo da Dios por un igual a todos, mas diferentemente según a su santa voluntad place. Porque a unos da más de él y a otros menos. A algunos da castidad en el ánima sola, que es un propósito firme y deliberado de no caer en este vicio por cosa que sea; mas con este propósito bueno tiene este tal en su ánima imaginaciones feas, y en la parte sensitiva tentaciones penosas, que aunque no hagan consentir a la razón en el mal, aflígenla y danle que hacer en defenderse de sus importunidades. Lo cual es semejante a Moisés y a su pueblo, que estando él en lo alto del monte en compañía de Dios, estaba el vulgo del pueblo adorando ídolos en lo bajo de él. Y quien en este estado está, debe hacer gracias a nuestro Señor por el bien que le ha dado en su ánima, y sufrir con paciencia la poca obediencia que su parte sensitiva le tiene. Porque así como aunque Eva comiera sola del árbol vedado, no se cometiera el pecado original si Adán, su virón, no consintiera y comiera, asi mientras aquel propósito bueno de no consentir cosa mala estuviere vivo en lo más alto del ánima, no puede hacer la parte sensitiva, por mucho que coma, que haya pecado mortal, pues el varón no consiente con ella, antes le desplace y le reprende.
En lo cual debéis estar advertida, que no dejéis que las imaginaciones o movimientos se estén en vos sin las desechar; porque quien ve el peligro en que está con tener aquel fuego infernal dentro de sí y la serpiente en su seno—cuanto más si ha probado otras veces que de aquello le suele venir el consentimiento en la mala obra o en aquel mal deleite—y no lo desecha, juzgase la tal negligencia por pecado mortal, pues vio el peligro y lo amó, por no desecharlo. Mas mientras hubiere propósito vivo de no consentir en mala obra ni en mal deleite, y resistir, aunque flacamente, cuando miráis el peligro en que estáis, pensad que no os dejó nuestro Señor caer en pecado mortal.
Y porque en esto a duras penas se puede dar cierta sentencia sin información de quien lo padece, conviene informar de ello al docto confesor y tomar su consejo. Y si, con todo esto, se le hiciere de mal sufrir guerra tan continua dentro de sí, mire que con el trabajo de la tentación se purgan los pecados pasados y se anima el hombre más a servir a Dios viendo que le ha más menester; y conocemos nuestra flaqueza, por locos que seamos, viéndonos andar a tanto peligro y en los cuernos del toro, que a dejarnos Dios un poquito de su mano, caeríamos en la espantosa hondura del pecado mortal. Y hasta que esta flaqueza sea muy de raíz confesada y experimentada, no cesarán en ti las tentaciones de la carne, que son como tormentos y golpes que te hagan confesar cómo no mora en ti este bien, si de arriba no es concedido.
Y si fueres fiel siervo de Dios, mientras más tu carne te combatiere, tanto más tú con tu ánima te esforzarás a guardar tu castidad, y las tentaciones serán como golpes que te ayudarán a arraigar más en ti la limpieza; y verás las maravillas de Dios, que así como por ocasión de nuestra maldad parece mayor su bondad, así por la flaqueza de nuestra carne, obra fortaleza en nuestra ánima, diciendo el espíritu, no, a lo que la carne le convidaba, y afirmándose de nuevo en el amor de la castidad, cuantas veces la carne le convidaba a perderla.
Y así, por medio de un contrario tan molesto y vil, obra Dios el otro, que es la castidad, tan precioso y tan digno.
Y acuérdate que vale más buena guerra que mala paz; y que es mejor trabajar nosotros por no consentir, y dar en ello placer á nuestro Señor, que por tomar un poco de placer bestial, que en pasando deja doblado dolor, dar enojos a quien con todas nuestras fuerzas debemos amar y agradar. Llámale con humildad y con fiucia (esperanza esforzada), que no dejará, de socorrer a quien por su honra pelea; que al fin El hará que salgas con ganancia de aquesta pelea, y te contará este trabajo en semejanza de martirio. Pues como los mártires querían antes morir que negar la fe, así tú, padecer lo que padeces por no quebrar su santa voluntad. Y hacerte ha compañero en la gloria con ellos, pues lo eres acá en el trabajo. Y entretanto, consuélate con tener en ti mismo una prueba de que amas a Dios, pues por su amor no haces lo que tu carne apetece.
16
A otros da Nuestro Señor este bien de la castidad más copiosamente; porque no sólo les da en el ánima este aborrecimiento de sus deleites, mas tienen tanta templanza en su parte sensitiva y carne, que gozan de grande paz, y casi no saben qué es tentación que les dé pena. Y esto suele ser en dos maneras: unos tienen paz y limpieza por natural complexión; otros por elección y merced de Dios.
Los que por complexión natural, no deben de engreírse mucho con la paz que sienten, ni despreciar a quien ven tentado. Porque no se mide la virtud de la castidad por tener esta paz, mas por tener propósito firme en el ánima de no ofender en este pecado a nuestro Señor. Y si uno, siendo tentado en su carne, tiene este propósito bueno en su ánima, con mayor firmeza que el otro, que carece de aquestas guerras, más casto será éste combatido, que el otro con su paz. Ni tampoco deben estos bien acomplexionados desmayarse diciendo: Poco hago, o gano, en ser casto; mas deben aprovecharse de su buena inclinación, eligiendo con el espíritu la castidad por agradar al Señor, a la cual su inclinación les convida. Y de esta manera servirán a Dios con lo superior de su ánima por la elección virtuosa, y con la parte sensitiva con su obediencia y buena inclinación.
Otros hay, que no por inclinación natural, mas por merced de nuestro Señor, son tan castos, que en su ánima sienten entrañable aborrecimiento a aquesta vileza; y en su parte sensitiva tanta obediencia, que no va arrastrando a lo que le manda la razón, mas obedece con deleite y presteza, teniendo en entrambas entrañable paz. Este excelente estado rastrearon los filósofos que dijeron que había algunos varones tan excelentes, que tenían sus ánimos tan purgados, que no sólo obraban el bien sin guerra de pasiones, mas aun que, de muy vencidas, las tenían olvidadas; y que no sólo las pasiones no los vencían, mas aun ni los acometían. Mas esto que los filósofos hablaban y no tenían, porque sin gracia no hay verdadera virtud, los buenos cristianos lo tienen; a los cuales Dios quiere conceder este don perfecto, no ganado por fuerza de ellos, más concedido por el fuerte y celestial Espíritu Santo suyo, el cual se da por Jesucristo nuestro Señor, a semejanza del mismo Señor, que tuvo en carne corruptible entereza de virginidad.
Este celestial Espíritu infunde perfecta castidad en los que a Él place. Y hace esto, que así como lo superior del ánima está con perfecta obediencia sujetísimo a Dios, y recibe de Él poderosas fuerzas y excelentísima lumbre, estando unido tan perfectamente con Él y tan regido por la voluntad de Él, que diga el Apóstol (1Co 6,17): El que se llega a Dios, un espíritu es con Él; así esta eficacia de Dios que infunde fuerza y pone disposición en la parte sensitiva, hace que, dejada la bestialidad y fiereza que de su naturaleza tiene, obedezca con deleite a la razón y se le dé muy sujeta. Y aunque en la naturaleza sean diversas, por ser una espiritual y otra sensual, mas allégase tanto la parte sensitiva a la razón, y toma tan bien su freno, que anda domada y doméstica; y aunque no es razón, anda como razonada, no impidiendo, mas ayudando al espíritu, como fiel mujer a su marido. Y así como hay ánimas de algunos tan miserablemente dadas a su carne, que no se rigen por otro norte sino por el apetito de ella, y siendo de naturaleza espiritual, se abaten a la miserable sujeción de su cuerpo, tan transformados en su carne que se tornan encarnizadas (Así habla el autor en el Trat. 3.0 del Santísimo Sacramento : «Cuando amas el dinero, está tu alma enumerada; y cuando amas a la mala mujer, está enmujerada, encarnizada, etc...) y parecen, en su voluntad y pensamientos, un puro pedazo de carne, así la sensualidad de estotros se junta tanto con la razón, que parece más razón que las mismas ánimas de los otros.
Dificultosa cosa de creer parece ésta; mas, en fin, es obra y dádiva de Dios, concedida por Jesucristo su único Hijo, especialmente en el tiempo de la Iglesia cristiana; del cual tiempo estaba profetizado (Is 11,6) que habían de comer juntos lobo y cordero, oso y león; porque las afecciones irracionales de la parte sensitiva, que como fieros animales querían tragar y maltratar el ánima, son pacificadas por el don de Jesucristo, y dejada su propia guerra, viven en paz, como dice Job (Jb 5,23): Las bestias de la tierra te serán pacíficas, y con las piedras de la región tendrás amistad. Y entonces se cumple lo que es escrito en el Salmo (Ps 54,14), que dice: Tú, hombre unánime conmigo, y guía mía, y conocido mío, que comías conmigo los dulces manjares; anduvimos en la casa de Dios de un consentimiento. Las cuales palabras dice el hombre interior a su exterior; teniéndole tan sujeto que le llama de un ánima, y tan conforme a su querer que dice que comen entrambos dulces manjares, y andan en uno en la casa de Dios, porque están tan amigos, que si el interior come castidad, u ora, o ayuna y vela, y otros santos ejercicios, hallando mucha dulcedumbre en ellos, también el nombre exterior hace estas obras, y le saben como dulce manjar.
Mas no entendáis por aquesto que venga uno en este destierro a tener tanta abundancia de paz, que no sienta algunas veces, en esto o en otras cosas, movimientos contra su razón; porque sacando a Cristo nuestro Redentor y a su Madre sagrada, no fue a otros concedido este privilegio. Mas habéis de entender, que aunque haya estos movimientos en las personas a quien Dios concede este don, no son tales ni tantos que les den mucha pena; antes, sin ponerles en estrecho de mucha guerra, ni quitarles la verdadera paz, son ligeramente por ellos vencidos. Como si viésemos en una ciudad a dos muchachos reñir, y luego se apaciguasen, no diríamos que por aquella breve contienda faltaba paz en la ciudad, si la hubiese en los restantes del pueblo. Y pues este estado confesaban los filósofos, sin conocer las fuerzas del Espíritu Santo, no sea dificultoso al cristiano confesar esto, y desearlo a gloria de la redención de Cristo y de su poder, al cual no hay cosa imposible; de cuyo advenimiento estaba profetizado que había de haber en él abundancia de paz (Ps 71, 3, 7). La cual llama Isaías (Is 66,12) ser como río. Y San Pablo (Ph 4,7) dice ser sobre todo sentido.
Pues cuando la carne así estuviere obediente y templada, entonces estamos bien lejos de oír su lenguaje, y seguros de caer en la terrible maldición que echó Dios a Adán nuestro padre porque oyó la voz de su mujer (Gn 3,17). Antes nosotros hacemos a ella que nos sirva y oiga nuestra voz; y como a pájaro encerrado en jaula, le enseñamos a hablar nuestro lenguaje, y ella lo aprende, pues con presteza nos obedece. De la cual larga obediencia que a la razón tiene, queda tan bien acostumbrada, que si algo pide, no son deleites, sino necesidad, y entonces bien la podemos oír, según Dios mandó a Abraham (Gn 21,12) que oyese la voz de su mujer Sara, que era ya muy vieja, y su carne tan enflaquecida y mortificada que no tenía las superfluidades de otras mujeres de menos edad (Gn 18,11): y de esta tal carne algo más podemos fiar oyendo lo que nos dice. Aunque no debemos tanto creerla, que su dicho nos baste; mas debemos examinarla por la prudencia del espíritu, porque la que pensábamos estar muerta no se haga engañosamente mortecina, y tanto más peligrosamente nos derribe, cuando por más fiel la teníamos.
17 y que uno de ellos es ensoberbecer a un hombre para le traer a grandes males y engaños; y de algunos medios para huir este lenguaje de la soberbia.
Los lenguajes del demonio son tantos cuantas son sus malicias, que son innumerables. Porque así como Cristo es fuente de todos los bienes, que se comunican a las ánimas de los que con obediencia se sujetan a Él, así el demonio es padre de pecados y tinieblas, que instigando y aconsejando a sus miserables ovejas, las induce a maldad y mentira, con que eternalmente se pierdan. Y porque sus astucias son tantas que sólo el Espíritu del Señor basta para descubrirlas, hablaremos pocas palabras, remitiendo lo demás a Cristo, que es verdadero enseñador de las ánimas.
Por muchos nombres es llamado el demonio, para declarar los males que él tiene; mas entre todos hablemos de dos, que son ser llamado dragón y león. Dragón, dice San Agustín, porque secretamente pone asechanzas; león, porque abiertamente persigue.
El asechanza que tiene para engañar es aquesta: alzarnos con la vanidad y mentira, y después derribar con verdadera y miserable caída. Ensálzanos con pensamientos que nos inclinan a estimarnos en algo, haciéndonos caer en soberbia; y como él sepa por experiencia ser este mal tan grande, que bastó a hacer en sí mismo de ángel demonio, trabaja con todas sus fuerzas de hacernos participantes en él, porque también lo seamos en los tormentos que él tiene. Sabe él muy bien cuánto desagrada la soberbia a Dios, v cómo ella sola basta a hacer inútil todo lo demás que el hombre tuviere, por bueno que parezca. Y trabaja tanto por sembrar esta mala semilla en el ánima, que muchas veces dice verdades, y da buenos consejos y sentimientos devotos, solamente para inducir a soberbia, teniendo en muy poco lo que pierde en que uno haga algún bien, con que le pueda ganar todo entero, con el pecado de la soberbia, y con otros que tras él vienen. Porque así como un rey suele andar acompañado de gente, así la soberbia de otros pecados. La Escritura dice (Si 10,15): Principio de todo mal es la soberbia, y quien la tuviere será Heno de maldiciones: quiere decir, de pecados y de castigos.
De un solitario leemos, al cual el demonio apareció mucho tiempo en figura de Ángel de Dios, y le decía muchas revelaciones, y hacía que cada noche relumbrase la celda, como si en ella hubiera lumbre de alguna vela o candil; después de todo lo cual lo persuadió que matase a su propio hijo, para que fuese igual en merecimientos al Patriarca Abraham. Lo cual el solitario engañado se aparejaba a hacer, si el hijo que lo sospechó no se fuera huyendo.
A otro apareció también en figura de Ángel, y le dijo mucho tiempo muchas verdades para acreditarse con él; y después dijóle una gran mentira contra la fe, la cual el otro engañado creyó.
También leemos de otro, que después de haber vivido cincuenta años con muy singular abstinencia, y con guarda de soledad más estrecha que cuantos estaban en aquel yermo, le hizo el demonio entender en figura de Ángel que se echase en un hondísimo pozo, para que por experiencia probase que a quien tanto había servido a Dios como él, ni aquello ni otra cosa le podía empecer (empecer: dañar). Todo lo cual él creyó, y lo puso por obra; y siendo con mucho trabajo sacado medio muerto del pozo, y siendo amonestado por los santos viejos del yermo que se arrepintiese de aquello, porque había sido ilusión del demonio, no lo quiso creer ni hacer. Y lo que peor es, que aunque murió al tercero día, tenía tan metido el engaño en su corazón, que aun viéndose morir por causa de la caída, creyó todavía que había sido revelación de Ángel de Dios.
¡Oh, cuánto conviene a los aprovechados en la virtud vivir en el santo recelo de sí, como gente, que aunque tengan conjeturas de que están bien con Dios, mas no certidumbre; ni saben si son dignos de amor o de aborrecimiento en el tiempo presente, y menos lo que será de ellos en el tiempo que les resta de vivir! Y especialmente se deben de guardar mucho de creerse a sí mismos, acordándose de aquella profunda sentencia de San Agustín: «La soberbia merece ser engañada.»
Y, si como os he contado estos engaños pasados, os hubiese de contar los que han acaecido en tiempos presentes, ni se podrían escribir en pequeño libro, ni los podríades leer sin mucho cansancio. Por una parte es así, según lo podemos juzgar, que llueve Dios en los corazones de muchos aguas de misericordias particulares, con que no sólo hacen frutos exteriormente buenos, mas aun tienen con el Señor comunicación interior, y tan familiar, que con dificultad podrá ser creído. Y por otra parte se tiene también experiencia, que trae el demonio, permitiéndolo Dios, particular diligencia en estos tiempos, para engañar con falsos sentimientos y falsas hablas, exteriores e interiores, y con falsa luz de entendimiento a los que son soberbios y amigos de su parecer, con título que es parecer de Dios; y aun también para ejercitar por diversas vías a los que con humildad y cautela sirven a Dios. Por lo cual en aquestos tiempos, en los cuales parece haberse soltado Satanás, como dice San Juan (Ap 20,3), conviene que haya diligencia doblada en les que sirven a Dios, para no creer fácilmente estas cosas, y profunda humildad y santo temor, para que Dios no los deje engañar; y procurar luego de dar cuenta de lo que sienten y pasa en ellos a sus Prelados y mayores, que les pueden enseñar la verdad.
El Profeta dice (Ps 13,3) que debajo de la lengua de los malos hay ponzoña de víboras; ¿cuánto mayor la habrá en el lenguaje del demonio, más malo que todos los malos? Y si él nos ensalzare de (de: por) los bienes que tenemos, humillémonos nosotros mirando los males que hacemos y que hicimos; los cuales fueron tantos, que si el Señor por su gran misericordia no nos fuera a la mano, y nos saliera al camino en que tan de corazón caminábamos, para quitarnos de él, como hizo a San Pablo, fuéramos creciendo en maldades como en edad, hasta que los infernales tormentos fueran pequeños para nuestro castigo, i Oh abismo de misericordia!, ¿y qué te movió a dar voces desde el cielo en nuestro corazón y decir (Ac 9,4): ¿Por qué me. persigues con tu mala vida? Con las cuales nos derribaste de nuestra soberbia, y nos hiciste saludablemente temer y temblar, y que con dolor de haberte ofendido y deseo de agradarte te dijésemos: Señor, ¿qué quieres que haga? Y quieres Tú, Señor, que el remedio de nuestros males lo esperemos de Ti, mediante las medicinas de tu palabra y Sacramentos que tus ministros en tu Iglesia dispensan, y mandas que vayamos a ellos, como San Pablo a tu siervo Ananias. Así, que sabemos muy bien que la perdición fue de nosotros, y el remedio fue tuyo (Os 13,9). Y confesamos que tu infinita bondad te hizo llamar para Ti los que tan vueltas tenían las espaldas a Ti, y acordarte de los olvidados de Ti, haciendo mercedes a los que merecían tormentos, tomando por hijos a los que habían sido malos esclavos, y aposentando tu Real Persona en los que primero fueron hediondos, y establo de suciedades. Estos males que entonces hicimos, nuestros eran; y si otra cosa somos, por Dios y en Dios lo somos, como dice el Apóstol (Ep 5,8): Erades algún tiempo tinieblas, mas ahora luz en el Señor. Conviene, pues, acordarnos del miserable estado en que por nuestra flaqueza nos metimos, si queremos estar seguros en el dichoso estado en que por su misericordia Dios nos ha puesto; creyendo muy de verdad que lo mismo haríamos que entonces hicimos, si la poderosa y piadosa mano de Dios de nos se apartase. Y si miramos a los muchos peligros a que estamos sujetos por nuestra flaqueza, no osaríamos del todo alegrarnos con el bien que de presente tenemos, por el temor de los pecados que podemos hacer. Y entenderemos cuan sano consejo es el de la Escritura (Pr 28,14): Bienaventurado el varón que siempre está temeroso. Item (Ph 2): Obrad vuestra salud con temblor y temor. Y (1Co 10): El que está en pie, mire no caiga. Gemido ha de costar el pecado cometido para ser perdonado; y temor ha de costar el que está por hacer para que de él seamos librados; como se figura muy bien (Gn 33) en el temor que tuvo Jacob a Esaú, cuando de Mesopotamia venía, aunque Dios le había mandado venir.
Grande alegría mostraron los hijos de Israel, y devotos cantares hicieron a Dios, cuando tan gran maravilla hizo con ellos, que los pasó por el mar a pie enjuto (Ex 15); y parecíales, que pues en tan gran peligro no habían peligrado, ninguna cosa había de ser bastante para los derribar ni impedir que alcanzasen la tierra por Dios prometida. Mas la experiencia salió de otra manera; porque después de aquel gran favor sucedieron tentaciones y pruebas; y fueron hallados flacos e impacientes en la prueba y pelea los que habían sido devotos y alegres después de la pasada del mar. Y porque no alcanzan la corona prometida por Dios sino los que son hallados fieles en las pruebas que les envía, éstos no la alcanzaron porque no lo fueron; mas en lugar de la vida prometida, fueron castigados con morir en el desierto.
¿Quién será, pues, tan desatinado que, ahora mire a la vida pasada, ahora a la que le resta de vivir, que ose alzar su cabeza a tomar alguna soberbia, pues en lo pasado ve que tan miserablemente cayó, y en lo por venir a tantos temores está sujeto? Y si bien conociere y sintiere la verdad de cómo todo lo bueno viene de Dios, verá que el tener dones de Dios no ha de ensalzar vanamente al que los tiene, mas abajarle más, como quien más agradecimiento y servicio debe. Y cuando piensa que creciendo las mercedes, crece la cuenta que ha de dar de ellas», como San Gregorio dice, parécenle los bienes que tiene una carga pesada, que le hace gemir y ser más cuidadoso y humilde que antes.
Y porque es tanta nuestra liviandad, y tenemos tan metida en los huesos la secreta soberbia, que fuerzas humanas no bastan a limpiarnos del todo de este pecado, debemos pedir a Dios este don, suplicándole importunamente no nos permita caer en tan gran traición, que nosotros seamos robadores de la honra que de todo lo bueno a Él es debida. Con el ayuno se sanan las pestilencias de la carne, y con la oración las del ánima. Y por eso conviene al que esta pestilencia siente en su ánima, orar con toda diligencia y continuación, y presentarse delante del acatamiento de Dios, suplicándole le abra los ojos para conocer la verdad de quién sea Dios y de quién sea él, para que ni atribuya a Dios algún mal, ni atribuya a sí algún bien. Y así estará lejos de oír el falso lenguaje del soberbio demonio, que con la propia estima lo querría engañar; mas oye la verdad de Dios, que dice (2Co 10,18) que la verdadera honra y estima de la criatura no consiste en sí misma, mas en recibir mercedes y ser estimada y amada de su Criador.
Y porque adelante se hablará más largo de esta materia cuando se hable del propio conocimiento (Cap. 57), no os diré más ahora.
Juan Avila - Audi FIlia 12