
Origenes Exodo 40
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La lucha espiritual es toda ella reconducible a un nacimiento, al misterio de la encarnación del Verbo en el alma: hoy, cada día (cf. Contra Celsum, IV,6: el «continuo advenimiento del Verbo»); es preciso que, en cada alma, Cristo sea incesantemente concebido y formado, porque otras tantas veces se renovará la gran alegría que los ángeles anunciaron un día.
Cuando Orígenes dice que expone la Palabra de Dios para la edificación del que escucha (cf. In Ex. Hom. 1,1: «edificación de los oyentes»), se atribuye una función magisterial, que, al mismo tiempo, es mayéutica: no quiere acariciar el oído de los santos con alocuciones pías, sino ayudarlos en la generación del Verbo, con una operación que, ante Dios y ante los hombres, hace preciosos los nombres de las dos comadronas que salvaron de la muerte a los pequeños hebreos (cf. In Ex. Hom. 11,2). «Estas dos comadronas pueden ser figura de ambos Testamentos, y Séfora, que se traduce por ''gorrión'', puede corresponder a la Ley que es espiritual (cf. Rm 7,14), mientras que Pua, "que se ruboriza" o es "vergonzosa", puede designar los Evangelios, que se "ruborizan" por la sangre de Cristo y resplandecen en el mundo entero por la sangre de su pasión».
Después, la obra de la Iglesia se identifica con este «hacer vivir al (niño) varón», que está en nosotros, en el cuidar y fortalecer a este «hombre interior» (cf. In Ex. Hom. 11,2) y después en conducir al alma a descubrir su pequeñez y, al mismo tiempo, la grandeza del Verbo que está llamada a dar a luz. Moisés, que es un gran conocedor de la ciencia de los egipcios, es mudo en lo que respecta a la Sabiduría divina, y «se proclamó mudo cuando comenzó a conocer esta verdadera Palabra que estaba en el principio junto a Dios (cf. Jn 1,1)» (In Ex. Hom. lll,l).
El Verbo viene a nosotros del cielo, es el maná que nunca acaba de nuestro domingo eterno (cf. In Ex. Hom VIl,5), y en nuestra boca entra el alimento salido de la boca del mismo Dios; y toda nuestra vida es este sexto día: «En este día, por tanto, debemos guardar como reserva tanto que baste también para el día futuro» (In Ex. Hom. VII,5). El Verbo se ha hecho carne por nosotros en la tarde del mundo y «esta carne del Verbo de Dios no es comida ni por la mañana, ni al mediodía, sino por la tarde» (In Ex. Hom. VII,8), y sin embargo, ¡nosotros nos encontramos saciados de pan por la mañana! «Porque Él ha encendido para el mundo la nueva luz del conocimiento, porque, de alguna manera, por la mañana Él ha creado su propio día, como Sol de justicia (cf. M14,2) ha producido su propia mañana, y, en esta mañana, se saciarán de pan los que cumplen sus mandamientos» (ibid 8).
En la medida en que este Pan sacia, capacita a los creyentes su asimilación y su conformación con Él, les hace posible concebirlo y engendrarlo: «No sólo en María, a la sombra de El, se ha iniciado su nacimiento, sino también en ti, si eres digno, nace el Verbo de Dios» (In Cant. Hom. 2,ó). Dios habló una vez y su Palabra permanece constante y no cesa de alcanzarnos y de hacerse «generar» por cuantos la acogen: Si hubiese algunos más capaces de acoger al Verbo de Dios... en ellos exulta y salta el Verbo de Dios de la manera más digna, que ha venido a ser en ellos, por la abundancia de doctrina, fuente de agua viva, que salta hasta la vida eterna» (In Cant. 2,8).
Un gran origenista del Medievo, se expresará inequívocamente de esta manera: «Tamar se defendió: Del hombre a quien esto pertenece estoy encinta, ...Examina, por favor, de quién es este sello, este cordón y este bastón (Gn 38,25) ...Escucha a mi alma que dice: Del hombre a quien esto pertenece estoy encinta. En realidad reflexiono sobre cualquier cosa que me haya sucedido sensiblemente, para poder así decir sin vacilación que esta dádiva o don viene de lo alto, y desciende del Padre de las luces». (cf. Jc 1,17) (Ruperto di Deutz, Super quaedam capitula Regulae S. Benedicti,1. PL 170,498 B). Una Homilía completa, la X, comenta el pasaje de (Ex 21,22), que trata de la pena que se debe infligir a quien haya golpeado a una mujer encinta.
«La mujer encinta es el alma que acaba de concebir la Palabra de Dios....Así, cuando los hombres discuten y en su discusión ofrecen motivo de escándalo—lo que suele ocurrir en las discusiones de palabras—este alma, que ahora es llamada "mujer" a causa de su debilidad, es golpeada y escandalizada, de modo que pierde y rechaza la palabra de la fe, que ella había débilmente concebido» X,3. La Palabra es verdaderamente alimentadas calentada en el seno, y las disputas la matan, porque la expulsan del alma. Que no nos sorprenda, comenta Orígenes, que la Palabra se diga que está ya formada en algunos y no lo está todavía en otros: «Escucha al Apóstol, cuando dice: Hasta que Cristo esté formado en vosotros (Ga 4,19); Cristo es la Palabra de Dios. Con ello muestra que, en el momento en que escribía, todavía no estaba formada en ellos la Palabra de Dios» (X,3).
Esta Homilía X está considerada como un ejemplo de sutileza, y no es del mejor Origenes; nos parece, sin embargo, que contiene algunas indicaciones de gran delicadeza espiritual: La Iglesia es el lugar donde las almas deben encontrar pacificación y luz al acoger la Palabra y al llevarla en el corazón para dar a luz el fruto vivo. Se plantean las disputas, las disquisiciones que hieren el alma y hacen abortar de ella el fruto divino del Verbo: Pero si ya estuviese formado el niño, entonces pagará vida por vida (Ex 21,23). El niño formado puede ser la Palabra de Dios en el corazón del alma que ha alcanzado la gracia del bautismo, o que concibe, con más evidencia y más claramente la palabra de la fe. Si esta alma, golpeada por una excesiva discusión de los doctores, arrojase la palabra, y se encontrase entre aquellas de las que decía el Apóstol: Ya algunas se han vuelto atrás, detrás de Satanás (1Tm 5,15), entonces pagará vida por vida (cf. Ex 21,23)» (X,4).
PD/CONCEBIR-A-J: La fórmula más hermosa, con la que Orígenes explica la concepción del Verbo en el alma, se encuentra en la Homilia XIII sobre el Éxodo: Concebir en el corazón la Escritura. «No podrás ofrecer a Dios algo de tu pensamiento, o de tu palabra, a no ser que antes hayas concebido en tu corazón la Escritura; a no ser que hayas estado atento y hayas escuchado con diligencia, no puede tu oro ser probado, ni tampoco tu plata; se exige que sean probados...Por tanto, si has concebido en tu corazón la Escritura, tu oro, es decir, tu pensamiento, será probado, y tu plata, que es tu palabra, será probada» (XIII,2). El alma cristiana vive el misterio de María en quien es única la concepción: del Logos que se hace carne, y de las palabras que ella guardaba en su corazón, porque el Verbo es único: «Dios reunió en el útero de la Virgen toda la universalidad de la Escritura, todo su Verbo» (Ruperto di Dentó, In Is. 31, PL 167,1362 B).
Verbo abreviado en el niño de Belén, Verbo abreviado en la Escritura diseminada a lo largo de los siglos, que se recoge en Él: la encarnación del Verbo es la apertura del libro, cuya multiplicidad exterior permite divisar ya la única médula de la cual se nutren los fieles. La Palabra se ha vuelto comestible y la Escritura se une en las manos de Jesús, como el pan eucarístico. Este tema, recogido por la exégesis medieval, está muy presente en las Homilías que estamos considerando: «Nadie puede oír la Palabra de Dios, si no es antes santificado...En efecto, poco después ha de entrar a la cena nupcial, ha de comer la carne del Cordero, ha de beber la copa de la salvación» (In Ex. Hom. Xl,7).
PD/CUIDAR-MIGAJAS: «Cuando recibís el Cuerpo del Señor, lo conserváis con toda cautela y veneración, para que no caiga la mínima parte de él, para que no se pierda nada del Don consagrado... Pues, si tenemos tanta cautela para conservar su Cuerpo, y la tenemos con razón, ¿por qué creéis que despreciar la Palabra de Dios es menor sacrilegio que despreciar su Cuerpo? (In Ex. Hom. X111,3). Pan de vida, vid verdadera: Cristo y, en Él, por divina condescendencia, los suyos: «El Logos nos separa de las cosas humanas, nos llena de divino entusiasmo y de una embriaguez, no irracional, sino divina... es, con todo derecho, la vid verdadera; y es verdadera precisamente porque sus racimos contienen la verdad y sus sarmientos contienen a sus discípulos quienes, a imitación de ella, dan origen a su vez a la verdad» (Oríg., In Joann. Comm. 1,30).
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Los contemporáneos de Origenes que supieron aceptar su genio sin envidias ni prevenciones, captaron todo el valor de las Homilías como enseñanza viva y ayuda concreta para la vida cristiana. Cuando, en el año 215, una insurrección consiguió que Alejandría se alzase contra Caracalla, Orígenes «marchó a Palestina y permaneció en Cesarea. Allí, los obispos del país le pidieron que diese conferencias y explicase las Escrituras divinas a la asamblea de la Iglesia, aunque todavía no había recibido la ordenación sacerdotal» (Eusebio, Hist. Eccl. VI,XIX,16). Cuando Demetrio de Alejandría protestó contra todo esto, los obispos de Cesarea le contestaron: «Allí donde haya hombres capaces de prestar servicio a los hermanos, ellos serán invitados por los santos obispos a dirigirse al pueblo» (ibíd, XIX,18). Eusebio continúa informándonos: «En aquellos tiempos brillaba Firmiliano, obispo de Cesarea de Capadocia, y tenía tal afecto por Origenes que le llamó a su país para utilidad de la Iglesia; después, marchó junto a el a Judea y pasó algún tiempo con él para perfeccionarse en las cosas divinas. Además, el pastor de la Iglesia de Jerusalén, Alejandro, y Teoctisto de Cesarea se juntaron a él como al maestro único, y le permitieron ocuparse de todo lo concerniente a la interpretación de las divinas Escrituras y del resto de las enseñanzas eclesiásticas» (Hist. Eccl. VI, XX VB). Hacia el final de las páginas dedicadas a Orígenes, Eusebio recuerda todavía que el maestro, probado por la persecución y por las torturas, próximo ya a su muerte «dejó palabras llenas de utilidad para quienes tuviesen necesidad de ser reconfortados» (Hist. Eccl. XXXIX,5). Estas palabras de Eusebio exponen una constante: la posibilidad y la gracia concedida a Orígenes de servir a los hermanos, de ser útil a la Iglesia, de confortar; su pasión por la Palabra de Dios le llevó a un deseo ardiente de que las Escrituras fuesen comunicadas a las almas, introduciéndolas en comunión sacramental con la presencia de Dios en el mundo. Todo cuanto él reconoce de don en sí, gratuitamente recibido del Dador de los dones, todo ello lo desea dar: si hay uno que está más adelantado, lo es sólo para combatir en función de los miembros más débiles del cuerpo místico; si uno es más sabio, es decir, si ha estado más iluminado por la sabiduría de Cristo, lo es sólo para transmitir esta luz al hermano menos adelantado.
Origenes tiene una alta conciencia de los deberes que le imponen sus funciones: «Considero necesario que el que está dispuesto a hacerlo con sinceridad de intenciones se alce en defensa de la doctrina de la Iglesia, para confundir a esos manipuladores de lo que falsamente es llamado gnosis, para contraponer a las fantasías de los herejes la sublimidad de la predicación evangélica» (In Joann. Comm. V,8).
VERDAD/TRADICION: A los fieles de Cesarea—que son los que consideramos teniendo presentes las Homilías sobre el Éxodo—Origenes les abrió la riqueza de su inteligencia, la plenitud de su fe, su venerada aceptación de la tradición: «se debe considerar verdad solamente aquella que en ningún punto se aparte de la tradición eclesiástica y apostólica» (De Principiis, Introducción,2), su amor ardiente para que las almas se salven. Este amor es una fuerza tal que le arrastra casi a lo íntimo del corazón de los oyentes, y es también la fuerza que se dirige hacia nosotros, los lectores que nos beneficiamos de aquellas lejanas palabras: «Os suplico. . . que no os volváis atrás. Que ninguno de vosotros ceda al temor o al miedo. Seguid a Jesús, que camina delante de vosotros. Él os atrae hacia la salvación, os congrega en la Iglesia que hoy es ciertamente terrenal; mas, si lleváis frutos dignos, os reunirá en la Iglesia de los primogénitos inscritos en los cielos (He 12,23)» (Orig. In Lc. Hom. V11,8).
¡Qué ansia apostólica! ¡Qué deseo salvffico en las predicaciones origenistas! «Suplicamos a la misericordia de Dios...hacer recaer sobre nuestras almas el diluvio de su agua y cancelar en nosotros lo que Él sabe que debe ser cancelado, y vivificar lo que considere que debe ser vivificado» (In Gen. Hom. 11,6).
ORA/LUGAR-J: Origenes sigue a sus hermanos hasta el lugar de la oración: «cuando se reza bien, cualquier lugar es adecuado...Para que se pueda hacer la propia oración con más tranquilidad y sin distracciones, cada uno puede escoger un sitio especial y predispuesto en su habitación privada, si es, por así decirlo, un lugar más santo, y allí rezar» (De orat. XXXI, 4). Y les dice también a sus hermanos que busquen la oración en Jesús, el Lugar por excelencia. Notemos con qué maravillosa ternura se expresa: «Mi Jesús no puede encontrarse en la multitud. Aprende dónde le encuentran los que le buscan..., le encontraron en el templo (/Lc/02/46)... Búscalo en la Iglesia, búscalo cerca de los maestros que están en el templo y no salen... Y, además, si alguno se dice maestro y no posee a Jesús, de maestro sólo tiene el nombre... También ahora Jesús está presente, nos interroga y nos escucha» (In Lc. Hom. XVIII,2-3).
J/HABLAR-DE-EL: ¿Cómo no volver a escuchar en estas palabras el eco apasionado de la afirmación de Ignacio de Antioquía?: «Haceos sordos cuando alguien os habla, a no ser de Jesucristo» (Ignacio, Trall. 9,1); «Pero si ninguno os habla de Jesucristo, éstos son para mi lápidas y sepulcros de muertos sobre los que sólo hay escritos nombres de hombres» (Ignacio, Philad. 6,1).
Origenes sabe que los maestros, los didaskali, son elegidos por Dios e investidos de un carisma; que no hay allí orgullo, ni privilegio; lo esencial es que todos conozcamos a Dios, que todos alcancemos su luz: «no todos los que ven están iluminados por Cristo de igual manera, sino que cada uno lo está en la medida en que es capaz de recibir la fuerza de la luz>> (In Gen. Hom. I,7); pero hay una dimensión que nos lleva a la luz más plena, que es la cruz: «Si nos quedamos siempre con Él, en todas sus tribulaciones, entonces, en secreto, El nos explica y nos clarifica las cosas que dijo a las multitudes y nos ilumina mucho más claramente» (ibíd.).
Cada vez más, las Homilías de Origenes son el indicador de una progresiva simplificación del Espíritu: al vivir junto a las almas y viviendo por las almas, él deja caer aquello que inicialmente pudiera suponer un arrebato intelectual de su genio filosófico, aunque sea agudo e importante; cada vez más, reza y nos enseña a rezar. Si bien es cierto que pocos como él conocen las heridas de la Iglesia y las laceraciones de sus pecados, y es cierto que pocos como él han sabido profundizar en las debilidades de la Esposa, también es cierto que él conoce hasta el fondo las admirables ascensiones operadas en el corazón de los fieles, por intervención del Esposo: y esto es lo que él solicita, yendo derecho, como sacerdote que intercede al corazón de Dios.
A este propósito, recordamos las palabras de viva actualidad en el momento en que Orígenes las pronunció, pero, ¿quién se atrevería a no sentirlas nuestras, de hoy? Cuando el Maestro iniciaba sus Homilías sobre los Jueces, se temía una reanudación de la persecución de Maximino (estamos en el 235 d.C.); de esta forma, la exposición del libro de los Jueces, con el relato de las luchas de Israel, asume una realidad palpitante para quien lo escucha.
«Suplicamos al Señor—dice Origenes a sus hermanos—, confesándole nuestra debilidad, que no nos entregue en manos de Madián, que no entregue a las fieras las almas de quienes lo confiesan, que no nos entregue en manos de los poderosos, que dicen: ¿Cuándo llegará el momento en que nos sea dado poder sobre los cristianos, cuándo nos serán entregados los que dicen que poseen y conocen a Dios? Pero, si somos entregados y se adueñan de nosotros, pedimos recibir de Dios la tuerza necesaria para poder soportarlo, para que nuestra fe sea más luminosa en las angustias y en las tribulaciones y, mediante nuestra paciencia, pueda ser vencida su arrogancia y, como dijo el Señor, salvamos nuestras almas con nuestra paciencia (cf. /Lc/21/19), porque la tribulación engendra paciencia, la paciencia, virtud probada, la virtud probada, esperanza (Rm/05/03-04)» (Origenes, In Judit. Hom. V11,2).
Este hombre que anuncia el éxodo como la realidad permanente del primer y segundo Israel, la Iglesia, no es un desencarnado, no es un asocial; bastaría tener entre manos ciertos bellísimos textos del Contra Celsum, en los que se analiza con admirable lucidez las relaciones entre el Estado y la Iglesia, y donde se reconoce al Estado, incluso siendo perseguidor, una ordenación divina. Él sabe que, en la medida en que el cristiano diga sí al Estado, queda anclado al cielo y, en la medida en que tenga que decir no, no rehúsa el orden social, porque todo ello viene de las manos del Padre: «Los cristianos hacen más bien a su patria que el resto de la humanidad al educar a los ciudadanos, al enseñarles la piedad hacia Dios que custodia a la ciudad, al elevar a una ciudad divina y celestial a quienes han vivido bien en las ciudades más pequeñas. A éstos, se les podría decir: Tú has sido fiel en una ciudad pequeñísima; pues bien, ¡entra ahora en la grande! (Contra Celsum, Vlll,74).
La actualidad de las Homilías sobre el Éxodo estriba en su ayuda para volver a descubrir nuestro camino cristiano como itinerario, status viae, como se decía en el Medievo, al repetirnos que «es mucho mejor morir en este camino, si fuera necesario, que, por permanecer entre los egipcios, ser entregado a la muerte y ser engullido por saladas y amargas olas» (In Ex. Hom. V,4); al volver al misterio de nuestro sacerdocio bautismal: «el santuario que todos hacemos es quizá la Iglesia» (In Ex. Hom. IX,3); al repetirnos incesantemente que el hombre está llamado a hacerse a Dios y que sus actos tienen un sentido en la medida en que se pliegan a celebrar el misterio de esta divinización: «en el alma puede ejercer el pontificado la parte más preciosa de todas, que algunos llaman la parte principal del corazón, otros el sentido espiritual o la sustancia intelectual, o de cualquier otro modo que se pueda nombrar entre nosotros esta parte que nos hace capaces de Dios» (In Ex. Hom. IX,4).
El éxodo es el retorno al Padre, sobre la base de esta esperanza: ¿No está escrito en vuestra Ley: Yo he dicho: dioses sois?...Y no puede fallar la Escritura (Jn 10,34-35; cf. Ps 82,6).
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1. Me parece a mi que cada palabra de la divina Escritura es semejante a una semilla, a cuya naturaleza pertenece que, una vez arrojada en tierra, regenerada en una espiga o en cualquier otra especie de su género, se multiplique, tanto más cuanto más trabajo haya puesto en las semillas el experto agricultor o las haya entregado al beneficio de una tierra más fecunda. Así ocurre que, gracias a la diligencia en el cultivo, una pequeña semilla, por ejemplo, de mostaza, que es la más pequeña de todas, resulta mayor que todas y se hace un árbol, hasta el punto de que las aves del cielo vienen y anidan en sus ramas 1.
Asi sucede también con esta palabra de los libros divinos que se nos ha proclamado si encuentra un experto y diligente cultivador; aunque al primer contacto parezca menuda y breve, en cuanto comienza a ser cultivada y tratada con arte espiritual, crece como un árbol y se extiende en ramas y brotes, de tal modo que pueden venir los discutidores y oradores de este mundo 2, que como pájaros del cielo, con alas ligeras, esto es, con la pompa de las palabras, persiguen las cosas excelsas y arduas y, prisioneros de sus razonamientos, querrían habitar en esas ramas en las que no hay elegancia de palabras, sino una regla de vida.
¿Qué haremos, pues, nosotros con lo que se nos ha leído? Si el Señor se dignase concederme el talento del cultivo espiritual, si me diese habilidad para cultivar la tierra, una sola palabra de las que se han proclamado podría ser desarrollada a lo largo y a lo ancho, siempre que lo permitiese la capacidad del auditorio, de tal modo que a duras penas nos bastaria un día para terminar.
No obstante, intentaremos, en la medida de nuestras fuerzas exponer un poco, aunque no podamos explicarlo todo, ni a vosotros os sea posible oírlo todo. Por otra parte, el reconocer que tal conocimiento supera nuestras fuerzas, me parece ya un signo de experiencia no pequeña.
Veamos qué contiene la lectura en el principio del Éxodo, y, con la máxima brevedad posible, expongamos cuanto basta para la edificación de los oyentes; pero sólo si ayudan vuestras oraciones para que la Palabra de Dios nos asista y se digne ser ella misma la guía de nuestra palabra.
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2. Éstos son, dice, los nombres de los hijos de Israel que entraron en Egipto juntamente con Jacob su padre, cada uno con toda su casa: Rubén, Simeón, Leví, Judá y los restantes patriarcas. Pero José, dice, estaba en Egipto. El número de los descendientes de Jacob era de setenta y cinco 3.
Si alguno puede advertirlo, yo considero que este misterio es aquel del que habla el profeta: A Egipto descendió mi pueblo, para habitar allá, y fue llevado por la fuerza al país de los asirios 4.
Si alguno es capaz de comparar entre si estos textos y, gracias a comentarios de nuestros antepasados, o bien de contemporáneos, o incluso de nosotros mismos, y de comprender qué significa el Egipto al que el pueblo de Dios descendió y quiénes son los asirios que los deportaron por la fuerza, podrá comprender, en consecuencia, qué significa el número y el orden de los patriarcas o qué designan su casa y su familia que, según se dice, entraron juntamente con Jacob, su padre, en Egipto 5. En efecto, dice: Rubén, con toda su casa, y Leví con toda su casa 6, y del mismo modo todos los demás. Pero José estaba en Egipto 7, y tomó esposa de Egipto y, aunque sepultado allí, se le cuenta en el número de los patriarcas.
Así, pues, si alguno puede explicar estas cosas en sentido espiritual y seguir la interpretación del Apóstol, cuando al decir que hay un Israel según la carne 8 separa y divide a Israel para indicar, sin duda, que hay otro según el espíritu; y si alguno considera más diligentemente la Palabra del Señor con la que designa esta misma realidad cuando dice de uno: He aquí un verdadero israelita en quien no hay engaño 9, dando a entender que algunos son verdaderos israelitas, pero otros no, entonces podrá, quizá, comparando unas cosas espirituales con otras espirituales 10 y confrontando las antiguas con las nuevas y las nuevas con las antiguas, percibir el misterio de Egipto y del descenso a él de los patriarcas. Contemplará también las diferencias entre las tribus para deducir qué es lo que pareció eximio en la tribu de Leví para que de ella sean elegidos los sacerdotes y ministros del Señor y qué es lo que el Señor consideró especial en la tribu de Judá para que de ella sean tomados los reyes y los príncipes y—lo más importante—de ella naciera según la carne nuestro Señor y Salvador.
Yo no sé si estos privilegios han de referirse a los méritos de aquellos de quienes la estirpe toma el nombre o el origen, esto es, al mismo Judá o a Leví o a cualquiera que diese nombre a una tribu. Me inclina en este sentido lo que escribió Juan en el Apocalipsis sobre este pueblo que creyó en Cristo. Dice así: De la tribu de Rubén, doce mil hombres y doce mil de la tribu de Simeón 11 y lo mismo de cada una de las doce tribus; en total son ciento cuarenta y cuatro mil 12, que no se mancharon con mujeres, sino que permanecieron vírgenes. Porque, a buen seguro, el hecho de que esto pueda ser referido a las tribus de los judíos, de Simeón, de Levi y de las otras que tienen su origen en Jacob no puede ser una conjetura vana o inconveniente.
A qué padres haya de referirse este número de vírgenes tan igual, tan íntegro, tan armonioso que ninguno es superior o inferior a otro, yo no me atrevo a seguir examinándolo, pues ya he corrido algún riesgo en llegar hasta aquí. No obstante, el Apóstol sugiere algunas conjeturas a los capaces de una inteligencia más profunda, cuando dice: Por esto doblo mis rodillas ante el Padre de quien toma nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra 13.
Ciertamente no parece difícil de entender en lo que se refiere a la paternidad terrena: es a los padres de las tribus o de las casas—a los que se remite la sucesión de la posteridad—a quienes designa conjuntamente la expresión «toda paternidad»; pero por lo que se refiere a lo que se dice del cielo, conocer cómo o de qué clase son padres o con respecto a qué posteridad se habla de paternidad celestial, es propio sólo de aquel a quien pertenece el cielo del cielo 14, pero la tierra se la dio a los hijos de los hombres 15.
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3. Descendieron, pues, los padres a Egipto, Rubén, Simeon, Leví, cada uno con toda su casa 16. ¿Por qué detalla que entraron en Egipto con toda su casa? Se añade además: Y todas las almas que entraron con Jacob, setenta y cinco 17. Al hablar de almas aquí, ya casi la palabra profética habla desvelado el misterio que había ocultado por todas partes, mostrando que no dice esto de los cuerpos, sino de las almas. Aunque queda aún algo de velo. Porque es costumbre—según se cree—decir almas en lugar de hombres. Así, setenta y cinco almas descendieron con Jacob a Egipto. Éstas son las almas que engendró Jacob. Yo no creo que cualquier hombre pueda engendrar un alma, a no ser que sea de la misma calidad que aquel que pudo decir: Pues aunque tengáis muchos miles de pedagogos en Cristo, no muchos padres. Pues yo os engendré en Cristo Jesús por el Evangelio 18
Tales son los que engendran almas y las alumbran, como dice en otro lugar: Hijitos míos, a los que alumbro de nuevo hasta que Cristo sea formado en vosotros 19. Los otros o no pueden o no quieren llevar la carga de semejante generación. Por último, ¿qué dice Adán ya desde el principio? Esto sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne 20, pero no añade: y alma de mi alma. ¿Querrías decirme, oh Adán, si has reconocido al hueso de tus huesos y has sentido la carne de tu carne, por qué no has entendido que el alma procedía de tu alma?
Si entregaste todo lo que en ti había, ¿por qué no haces mención, junto con todo lo demás, del alma que es la mejor parte del hombre? Parece dar un indicio a los inteligentes: al decir hueso de mis huesos y carne de mi carne, confiesa como suyas las cosas de la tierra, pero no se atreve a llamar suyas las que sabe que no son de la tierra. Del mismo modo Labán cuando dice a Jacob: Hueso mio y carne mía eres tú 21, él mismo no se atreve a llamar suyo más que lo que reconoce perteneciente a la consanguinidad terrena. Muy otra es la parentela de las almas que acompaña a Jacob en su descenso a Egipto o que es adscrita a los restantes patriarcas y santos bajo la enumeración de mística posteridad. Pero no sé cómo un ataque violento de las olas nos ha conducido a alta mar, a nosotros, que nos habíamos propuesto navegar con un curso cercano a la tierra y ceñirnos de algún modo al litoral. Ea, pues, volvamos a lo que sigue.
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4. Murió—dice—José, y todos sus hermanos y toda aquella generación. Los hijos de Israel crecieron y se multiplicaron, se expendieron en una gran multitud y se hicieron muy poderosos; en efecto, la tierra los multiplicó 22. Mientras vivía José no se dice que se multiplicaron los hijos de Israel, ni se recuerda nada de este crecimiento en gran número. Yo, creyendo las palabras de mi Señor Jesucristo, pienso que no hay en la Ley y los profetas una iota o un ápice vacío de misterios, y pienso que no pasará uno de ellos, hasta que todos se cumplan 23. Pero, puesto que somos de exigua capacidad intentémoslo sólo hasta donde estemos seguros.
Antes de que muriese nuestro José, aquel que fue vendido por treinta monedas por uno de sus hermanos, Judas, eran muy pocos los hijos de Israel. Pero cuando por todos gustó la muerte, por la cual destruyó al que tenía poder sobre la muerte, esto es, al diablo 24, fue multiplicado el pueblo de los fieles, y se extendieron los hijos de Israel y los multiplicó la tierra y crecieron muchísimo 25. Pues, como él mismo dijo, si el grano de trigo no hubiese caído en tierra y hubiese muerto 26, la Iglesia no habría dado este gran fruto sobre todo el orbe de la tierra. Pero después de que el grano cayó en tierra y murió, de El resucitó toda la mies de los fieles y se multiplicaron los hijos de Israel y se hicieron muy poderosos 27. A toda la tierra, en efecto, se ha extendido la voz de los apóstoles y hasta los límites del orbe sus palabras 28 y por medio de ellos, como está escrito, la Palabra del Señor crecía y se multiplicaba 29. Esto por lo que se refiere al sentido místico. Pero no olvidemos aquí el sentido moral, ya que edifica las almas de los oyentes.
Pues si también en ti muere José, es decir, si recibes en tu cuerpo la mortificación de Cristo y haces morir tus miembros al pecado 30 entonces se multiplican en ti los hijos de Israel. Por hijos de Israel se entienden los sentimientos buenos y espirituales. Pues si son mortificados los sentidos de la carne, crecen los sentidos del espíritu y cada dia, muriendo en ti los vicios, se aumenta el número de las virtudes; pero también la tierra te multiplica en obras buenas, cumplidas por medio del cuerpo. Si quieres que te muestre a partir de las Escrituras quién es aquel a quien la tierra ha multiplicado, contempla al apóstol Pablo cuando dice: Si vivir en la carne supone para mi el fruto de las obras, no sé qué elegir. Me siento apremiado por las dos partes: deseo morir y estar con Cristo, que es con mucho lo mejor, pero permanecer en la carne es más necesario por vuestra causa 31. ¿Ves cómo lo multiplica la tierra? Mientras permanece en la tierra, esto es, en la carne, se multiplica fundando Iglesias, se multiplica adquiriendo un pueblo para Dios y predicando el Evangelio de Dios desde Jerusalén y en todas direcciones hasta el Ilírico 32. Pero veamos qué es lo que sigue.
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5. Se levantó entonces otro rey en Egipto, que no conocía a José. Y dijo a su pueblo: mirad, el pueblo de los hijos de Israel se ha convertido en una gran multitud y ha llegado a ser más poderoso que nosotros 33. Antes que nada quiero examinar quién es en Egipto el rey que conoce a José y quién el que no lo conoce. Mientras reinaba el que conocía a José no se dice que fueran afligidos los hijos de Israel ni que estuviesen agotados de trabajar el barro y el ladrillo 34, ni que sus hijos fueran asesinados y sus hijas dejadas con vida 35. Pero sólo cuando se levantó el que no conocía a José y comenzó a reinar, se narran todas estas cosas. Veamos quién es este rey.
Si es el Señor quien nos conduce y si el sentimiento de nuestra alma, iluminado por el Señor, guarda siempre memoria de Cristo, haciendo lo que el apóstol Pablo escribe a Timoteo: Acuérdate de Jesucristo resucitado de entre los muertos 36, entonces, nuestro espíritu —mientras recuerda estas cosas en Egipto, esto es, en nuestra carne—, posee el reino con justicia y no cansa con el trabajo del barro y el ladrillo a los hijos de Israel, que antes hemos llamado sentimientos espirituales o virtudes del alma, ni los debilita con preocupaciones e inquietudes terrenas. Pero si nuestro entendimiento ha perdido la memoria de estas cosas, si se ha alejado de Dios y ha desconocido a Cristo, entonces la sabiduría de la carne, que es enemiga de Dios, hereda el reino 37 y habla a su pueblo, las pasiones corporales y, convocados a consejo los jefes de los vicios, se inicia la deliberación contra los hijos de Israel, sobre cómo rodearlos, cómo oprimirlos, afligirlos con el barro y los ladrillos, de modo que abandonen a sus hijos varones, no crien más que a las niñas y construyan ciudades y fortalezas de Egipto.
Esto no se nos ha escrito para hacer historia, ni hay que pensar que los libros divinos narran las gestas de los egipcios; sino que, lo que ha sido escrito, para instruirnos y advertirnos ha sido escrito 38, para que tú, que lo oyes, que quizá has obtenido ya la gracia del bautismo, que has sido contado entre los hijos de Israel y has recibido en ti a Dios como Rey, y después de esto te has querido apartar del recto camino, hacer las obras del mundo y cumplir acciones de tierra y trabajos de barro, sepas y reconozcas que ha surgido en ti otro rey, que no conoce a José 39, un rey de Egipto, y él te obliga a hacer sus obras, te fuerza a hacer para él ladrillos y barro. Es él el que, habiéndote impuesto jefes y vigilantes, te obliga a obras terrenas con látigos y azotes para que le construyas ciudades 40. ÉI es quien te hace recorrer el mundo, y agitar por la concupiscencia los elementos del mar y de la tierra. Es él, este rey de Egipto, quien te hace interponer querellas, y por una pequeña pradera de tierra fatigar a los vecinos con litigios, por no decir el resto: poner insidias a la castidad; abusar de la inocencia; hacer en casa cosas vergonzosas; fuera de casa, crueldades, y en lo intimo de la conciencia, villanías. Cuando veas que tales son tus actos, sabe bien que combates por el rey de Egipto, que actúas según el espirito de este mundo. Si uno quiere tener sobre esto un pensamiento más profundo, puede ver en este rey que no conoce a José al diablo, ese necio que ha dicho en su corazón: no hay Dios 41, que declara y dice a su pueblo, esto es a los ángeles apóstatas: Mirad: el pueblo de los hijos de Israel —se trata de los que pueden ver a Dios en espíritu— es una gran multitud y es más poderoso que nosotros. Venid, pues, contengámoslos para que no crezcan, no sea que, en caso de guerra, se alíen con los enemigos, y se vayan de nuestra tierra 42.
¿De dónde le viene al diablo este pensamiento? ¿Por qué sabe que Israel es un gran pueblo y más grande que ellos, sino porque a menudo se ha enfrentado a él, a menudo ha tenido luchas y a menudo ha sido derrotado? Sabe también que Jacob mismo ha luchado, y que con la ayuda del ángel, ha derrotado a su adversario y ha sido fuerte contra Dios 43. No dudo de que también ha luchado con otros santos y que ha mantenido frecuentemente combates espirituales; por eso dice que el pueblo de Israel es muy grande y más poderoso que nosotros. Incluso su temor de que cuando venga una guerra contra él, ellos se alíen con sus adversarios, y después de su victoria, se marchen de su tierra 44, da a entender que, gracias a lo que había sido indicado por los patriarcas y por ello sabe que la guerra le amenaza. Siente que ha de venir aquel que despojará sus principados y potestades, que triunfará con osadíá y los clavará en el leño de su cruz 45. Por ello, convocado todo su pueblo, quiere oprimir y limitar en los hombres el sentido espiritual, aquí figuradamente llamado Israel; y por eso les impone capataces46, que les obliguen a aprender las obras de la carne, como se dice en los Salmos: Se mezclaron con las gentes y aprendieron sus obras 47.
Les enseña a construir ciudades para el Faraón: «Phiton», que en nuestra lengua significa «boca que traiciona» o «boca del abismo»; Ramesse, que quiere decir «erosión de la polilla» y «On» o «Heliópolis», que significa «ciudad del sol». ¡Ya ves qué ciudades se manda edificar el Faraón! Dice: «boca que traiciona»; la boca traiciona cuando miente, cuando falta a la verdad y a las pruebas. En efecto, él fue mentiroso desde el principio 48 y por eso quiere que así sean edificadas sus ciudades. O también «voz del abismo», porque el abismo es el lugar de su perdición y de su muerte. Otra de sus ciudades es «erosión de la polilla». En efecto, todos los que le siguen congregan sus tesoros allí donde la polilla corroe y los ladrones socavan y roban 49. Edifican también la ciudad del sol, con nombre falso, por aquel que se hizo como ángel de luz 50. Con estas cosas frustra y ocupa las mentes que han sido hechas para contemplar a Dios.
Prevé con todo que la guerra contra él es inminente, y siente que está próxima la inminente desgracia de su pueblo. Por eso dice que el pueblo de Israel es más poderoso que nosotros51. ¡Ojalá diga eso también de nosotros! ¡Ojalá sienta que somos más poderosos que él! ¿Cómo podrá sentirlo? Si cuando lanza contra mí malos pensamientos y pésimos deseos, yo no los consiento, sino que los rechazo con el escudo de la fe y sus ardientes dardos 52, si en todo lo que él sugiere a mi mente, yo recuerdo a Cristo mi Señor cuando dice: Apártate, Satanás. Está escrito: al Señor tu Dios adorarás, y a Él sólo servirás 53.
Así pues, si actuamos así, con toda fe y con recta conciencia, también dirá de nosotros que el pueblo de Israel es grande y más poderoso que nosotros 54. Y cuando dice: No sea que venga contra nosotros una guerra y ellos se unan a nuestros adversarios 55, prevé, gracias a voces proféticas, que vendrá contra él una guerra y será abandonado por los hijos de Israel; que se unirán a su adversario y marcharán hacia el Señor. En efecto, esto es lo que de él había predicho el profeta Jeremías: Ha gritado la perdiz. Ha congregado lo que no ha parido, ha amasado sus riquezas, pero no con justicia. En medio de sus días la han de dejar y, en sus últimos días, resultará un necio 56. Él percibe que es nombrado en la perdiz, que ha congregado lo que no ha parido, y que aquellos que sin justicia han congregado en medio de sus dias lo abandonarán y seguirán a su Creador y Señor Jesucristo, que los ha engendrado. Pues él ha congregado a los que no engendró. Y por ello, en sus últimos dias resultará un necio, cuando toda la creación, que ahora gime 57 por su tiranía, se refugie junto a su creador y padre 58 y por eso se indigna y dice: No sea que atacándonos salgan de nuestra tierra 59. No quiere que salgamos de su tierra; lo que pretende es que siempre llevemos la imagen de lo terreno 60 En efecto, si nos refugiamos en su adversario, en Aquel que ha preparado para nosotros el Reino de los cielos, es necesario que abandonemos la imagen de lo terreno y acojamos la imagen de lo celestial 61.
Por eso el Faraón ha establecido capataces que nos enseñen sus artes, que hagan de nosotros artífices de maldad y que nos ofrezcan el magisterio del mal. Y porque son muchos estos maestros y doctores de maldad que ha establecido el Faraón, y porque es ingente la multitud de los exactores de este tipo que a todos exigen, ordenan y que de todos obtienen obras terrenas, por eso ha venido el Señor Jesús y ha establecido otros maestros y doctores que, luchando contra aquellos y sometiendo todos sus principados, potestades y poderes 62, defiendan de sus violencias a los hijos de Israel y nos enseñen las obras de Israel, y de nuevo nos enseñen a contemplar a Dios en espíritu, a dejar las obras de Faraón, a salir de la tierra de Egipto, a despreciar a los egipcios y sus bárbaras costumbres, a deponer completamente al hombre viejo con sus obras y a revestirnos del nuevo, que ha sido creado según Dios 63, a ser renovados siempre de día en día 64 a imagen del que nos ha creado, Jesucristo nuestro Señor, a Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén 65.
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1 Cf. Mt 13,31-32.
2 Cf. 1Co 1,20
3 Cf. Ex 1,1-5.
4 Cf. Is 52,4.
5 Ex 1,1.
6 Cf. Ex 1,1-2.
7 Cf. Ex 1,15.
8 Cf. 1Co 10,18.
9 Jn 1,47.
10 1Co 2,13.
11 Ap 7,5
12 Ap 7,4
13 Ep 3,14-15
14 Hebraísmo. Se trata de un tipo de superlativo: lo más alto del cielo.
15 Ps 115,16 (113),16.
16 Cf. Ex 1,1
17 Ex 1
18 1Co 4,15.
19 Ga 4,19
20 Gn 2,23
21 Gn 29,14
22 /Ex/01/06-07.
23 Cf. Mt 5,18.
24 Cf. He 2,9-14.
25 Cf. Ex 1,7
26 Cf. Jn 12,24
27 Cf. Ex 1 Ex 7.
28 Cf Ps 19,5 (18),5.
29
30 Cf.
31 Ph 1,22-24
32 Cf. Rm 15 Rm 19.
33 Ex 1,8-9.
34 Cf. Ex 1,14.
35 Ex 1,16.
36 2Tm 2,8.
37 Cf. Ex 1,8 ss.
38 Cf. 1Co 10,11
39 Cf. Ex 1,8
40 Cf. Ex 1,11
41 Cf. Ps 14 (13).
42 Cf. Ex 1,9-10
43 Cf. Gn 32,34.
44 Cf. Ex 1,9-10.
45 Cf. Col 2,14-15
46 Cf. Ex 1,11.
47 Ps 106,35 (105),35.
48 Cf. Jn 8,44.
49 Cf. Mt 6,19.
50 Cf. 2Co 11,14.
51 Cf. 2Co 11,14.
52 Cf. Ep 6,16.
53 Mt 4,10 Dt 6,13.
54 Ex 1,9.
55 Cf. Ex 1,10
56 Jr 17,11.
57 Cf. .
58 Cf. 1S 17,7.
59 Cf. Ex 1,10.
60 Cf. 1Co 15,49.
61 Cf. 1Co 15,49
62 Cf. Col 1,16.
63 Cf. Ep 4,22 Ep 24 Col 3,9.
64 Cf. 2Co 4,16.
65 Cf 1P 4,11.
Origenes Exodo 40