SEXTO DOMINGO DE PASCUA
(Ciclo A)
1Pe 3,15-18
Jn 14,15-21
La primera
lectura (Hch 8,5-8.14-17) narra el inicio de la misión evangelizadora fuera de
Jerusalén, en Samaría, de acuerdo a la segunda parte del programa trazado por
el Señor Resucitado a los apóstoles al inicio del libro (Hch 1,8: «serán mis
testigos en Jerusalén, en Judea, en Samaría...»). La expansión misionera hacia
Samaría, en efecto, no fue programada previamente, sino fruto de la persecución
que dispersó a los cristianos de Jerusalén (cf. Hch 8,1). En aquella ocasión
Dios actuaba misteriosamente y se cumplía la palabra de Jesús. Como otras veces
en la historia de la salvación, Dios realizaba sus designios a través de lo
incomprensible y negativo de la historia. Lucas lo subraya diciendo: «los que
se habían dispersado fueron por todas partes anunciando la Buena Nueva de la
palabra» (Hch 8,4). Entre estos se encuentra Felipe, uno de los Siete (Hch 6,5)
y, por tanto, uno de los helenistas que tuvo que abandonar la ciudad santa a causa
de la persecución. Este «bajó a la ciudad de Samaría y estuvo allí predicando a
Cristo» (Hch 8,5). Su labor evangelizadora se describe como «predicación de la
palabra» y realización de «signos» (exorcismos y milagros). La gente de la
ciudad –comenta Lucas– «prestaba atención unánimemente a lo que decía Felipe»
(v. 6). Aunque no se trata todavía de la «escucha» de la fe, los samaritanos se
muestran desde el principio favorables y dispuestos a acoger el evangelio. A
continuación se añade: «escuchaban y veían los signos que realizaba» (v. 6). Es
curiosa la expresión «escuchar y ver los signos». No se ve claro cómo se puedan
escuchar los signos. Las explicaciones que se han dado de la frase han sido
muchas. Probablemente lo que se quiere resaltar es el hecho de que los milagros
hacían que la gente se volviera más atenta hacia la Palabra. El par de verbos
«escuchar» - «ver» es importante en la revelación bíblica: los signos legitiman
la palabra, la palabra interpreta los signos. En el v. 7, en forma de sumario,
se enumeran los dos tipos de milagros que caracterizaban ya el ministerio de
Jesús y que ahora acompañan la predicación de los apóstoles: exorcismos y
curaciones (cf. Lc 7,21; 8,2; 9,1). En sus enviados se manifiesta el poder del
Señor Resucitado que da la vida y libera a los hombres. El reino de Dios
continúa expandiéndose e imponiéndose al dominio del mal. La obra de liberación
iniciada por Jesús continúa en la misión postpascual de la iglesia. El
compromiso de la comunidad de Jesús por la liberación total del hombre y su
servicio por el bienestar integral del ser humano no es algo que se añade a su
ser. Es la razón de su existencia y su gozo más profundo (cf. Evangelii
Nuntiandi). Este primer anuncio del evangelio en Samaría, llevado a cabo por
Felipe, encuentra una acogida inmediata y gozosa: «Y hubo una gran alegría en
aquella ciudad» (v. 8). El gozo es normalmente el signo de la apertura del
hombre a la salvación y, por tanto, un rasgo característico de la experiencia
de la vida y la libertad que dona el Señor Resucitado.
A la misión
inicial de Felipe en Samaría sigue después la intervención de los apóstoles que
se encuentran en Jerusalén: «Al enterarse los apóstoles que estaban en
Jerusalén de que Samaría había aceptado la Palabra de Dios, les enviaron a
Pedro y a Juan» (Hch 8,14-17). El motivo del envío no debe ser interpretado
como un intento de poner de manifiesto una eventual autoridad jerárquica de
Jerusalén o de vigilar la ortodoxia de la predicación, sino –según la
eclesiología del libro de los Hechos– como el deseo de introducir la nueva
realidad eclesial de Samaría dentro de la koinonía de la única iglesia fundada
sobre los apóstoles. Los apóstoles son el fundamento de la comunión entre las
iglesias y el punto de referencia último del testimonio del evangelio del
Resucitado. Pedro y Juan bajan a Samaría para orar en favor de los samaritanos
e invocar sobre ellos el don del Espíritu Santo. Se subraya que la acción de
los apóstoles que confiere el don del Espíritu no tiene ninguna relación con poderes
de tipo mágico, sino que va acompañada de la oración humilde que pide obtener
el don de Dios. Aquella gente de Samaría «únicamente habían sido bautizados en
el nombre del Señor Jesús» (v. 16). No habían tenido la experiencia del
Espíritu, que sólo obtendrán con la oración de Pedro y Juan: «entonces les
imponían las manos y recibían el Espíritu Santo» (v. 17). Es probable que
«bautismo en el nombre de Jesús» e «imposición de manos que comunica el
Espíritu Santo» hagan relación a dos elementos esenciales que formaban parte de
un único rito de la iglesia primitiva. Se pueden considerar como dos momentos
del mismo rito bautismal, que Lucas ahora presenta en forma separada para
mostrar que los samaritanos convertidos entran con pleno derecho a la iglesia fundada
sobre los apóstoles. Se busca resaltar el papel único e insustituible de los
apóstoles y por eso a la obra evangelizadora y bautismal de Felipe se añade el
don del Espíritu, conferido por la oración y la imposición de manos de los
apóstoles. Su intervención hace explícita la plena inserción de Samaría en la
comunión eclesial. De tal forma que un nuevo «pentecostés» sella la fundación
de aquella nueva iglesia (cf. Hch 19,5-6), como al inicio sucedió con la de
Jerusalén. Al final del relato tenemos una iglesia reconocida oficialmente y
que forma parte, con plenos derechos, del nuevo pueblo mesiánico sobre el que
ha descendido el Espíritu, signo de los últimos tiempos.
La segunda
lectura (1 Pe 3,15-18) presenta los sufrimientos de la iglesia como semejantes
a los de Cristo: «padecer por obrar el bien» (v. 17). El misterio pascual ha
revelado que Cristo, «muerto en la carne» es ahora «vivificado en el Espíritu»
(v. 18). La iglesia vive de esta misma esperanza en medio de la historia,
realizando su misión sin violencia ni imposición, sino con «dulzura y respeto»
(v. 16), y siempre dispuesta al testimonio universal «dando respuesta a todo el
que le pida razón de su esperanza» (v. 15).
En el
evangelio (Jn 14,15-21) escuchamos la promesa inicial de Jesús acerca del
«Paráclito». Vuelve a aparecer el tema del Espíritu al que hacía alusión la
primera lectura de los Hechos de los Apóstoles. Es la primera mención del
Espíritu Paráclito en el evangelio de Juan: «Y yo pediré al Padre y os dará
otro Paráclito para que esté con vosotros para siempre». Implícitamente Jesús
mismo se presenta como Paráclito y habla de otro que continuará su obra en los
discípulos y que él enviará desde el Padre. El término griego parákletos
(literalmente: «llamado», del verbo griego kaleo, «llamar, interceder por»)
proviene del mundo jurídico y designa a alguien que es llamado como defensor en
un tribunal, una especie de abogado. Juan interpreta el ministerio de Jesús y
el de la iglesia como un gran juicio o proceso judicial delante del mundo
pecador o de las tinieblas. En este difícil proceso la Iglesia no está sola.
Tiene junto a ella a un abogado defensor, a un Paráclito que «estará con
vosotros para siempre» (Jn 14,16).
Este
Paráclito se llama también en Juan «el Espíritu de la Verdad» (Jn 14,17). Es
decir, una presencia divina que es fuerza y es vida (=Espíritu), y que está en
íntima relación con la revelación de Jesús (=la Verdad). Una persona divina
destinada a permanecer con los creyentes para testimoniar la Verdad que es
Jesús y hacer que los discípulos la acojan y la interpreten al contacto con los
acontecimientos cambiantes de la historia (Jn 16,13: «Cuando venga él, el
Espíritu de la Verdad, os guiará hacia la verdad completa»; cf. Jn 15,26). El
Espíritu es una realidad concreta y potente que sólo pueden percibir y
experimentar los creyentes: «Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, el
Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni le
conoce. Pero vosotros le conocéis porque mora en vosotros y en vosotros está»
(Jn 14,17). Para acoger al Espíritu Paráclito es necesaria la fe. Sin ella no
se le ve ni se le conoce. Es a los discípulos a quienes se les hace la promesa
de la fuerza divina del Paráclito como presencia familiar en medio de ellos y
dentro de cada uno: «en vosotros» (v. 17).
Jesús se
presenta como un padre de familia, del cual son hijos los discípulos: «No os
dejaré huérfanos, volveré a vosotros» (Jn 14,18). Era una forma corriente de
trato entre los rabinos y sus discípulos. El regreso del que habla Jesús es, en
primer lugar, la resurrección. A través de la presencia pascual, permanente y
cercana, los discípulos no serán nunca huérfanos. Después de la experiencia
pascual, en efecto, «el mundo no me verá, pero vosotros sí me veréis, porque yo
vivo y también vosotros viviréis» (v. 19). El mundo no podrá ver a Jesús porque
su presencia vivificante solamente se experimenta por medio de la fe. Los
discípulos, en cambio, verán nuevamente a Jesús porque continuará viviendo y
será el fundamento de la nueva vida de fe de los creyentes. «Aquel día» –en el
tiempo escatológico que inaugura la resurrección de Jesús– comprenderéis que yo
estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros» (v. 20). El creyente –«el
que tiene mis mandamientos y los guarda«, es decir, «el que me ama» (v. 21)– ,
a través del don de sí mismo a Jesús por medio del cumplimiento de sus
mandamientos y a través del don de sí mismo a los otros, a imagen de Jesús,
obtendrá una nueva revelación del Padre en el Hijo y alcanzará una más viva
comunión con él (v. 21). El texto concluye presentando, por tanto, una visión
del discipulado y de la vida de fe en clave de encuentro y de relación de amor.
La vida cristiana en la nueva alianza es descrita utilizando aquellas
categorías que dominan la historia bíblica y la relación del hombre con Dios
desde el inicio: el encuentro, la alianza, la comunión.