Ya soy sacerdote
1
Colección Abbá
Fernando Torre Medina Mora, MSpS.
Ya soy sacerdote
(Logo de la Editorial La Cruz)
Nada obsta
Carlos Castro Tello, MSpS.
México, D.F., 15 de abril de 2001
Imprímase
Jorge Ortiz González, MSpS.
Superior General
México, D.F., 25 de abril de 2001
Diseño de portada: All Design
Formato: María de Lourdes Gómez
© 2001 Fernando Torre Medina Mora
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ISBN: 970-92563-1-9
Impreso y hecho en México
Primera edición: Febrero de 1989 (Temas de Espiritualidad de la Cruz).
Segunda edición: Junio de 2001
Prólogo a la primera edición
¡Soy sacerdote! Con este pensamiento me desperté sobresaltado, como a las 5 de la mañana, el día siguiente de mi ordenación sacerdotal. Quise volver a conciliar el sueño, pero me fue imposible. Ese pensamiento, que no me dejaba, suscitaba en mí fuertes emociones. Sentía ganas de irme a correr y así abrir una válvula de escape y dejar salir algo de lo que en mí bullía. Así lo hice. Mientras corría me seguía repitiendo: "Soy sacerdote. Soy sacerdote". Corrí durante un buen rato.
Hoy, tres años después de la ordenación, sigo asombrado de mí mismo al reconocerme como sacerdote de Cristo. Ciertamente ya no me despierto con ese sobresalto del primer día; el sentimiento se ha ido haciendo más sereno, pero también más profundo. El solo hecho de pensar que soy sacerdote me conmueve. Y en eso he estado pensando a lo largo de todo este día de retiro. He vuelto a leer, como lo he hecho en los otros dos aniversarios y en otras ocasiones, unas páginas que escribí durante la semana preparatoria para la ordenación sacerdotal. Y me he maravillado de nuevo al ver lo que Dios realizó en mí.
Fui escribiendo mis reflexiones y vivencias de esos días, con el objetivo de ir captando mejor las maravillas que Dios estaba realizando en mí; de tener luego la oportunidad de releer lo escrito y así poder recordar (traer de nuevo a la mente y al corazón), profundizar y saborear las gracias que Dios me estaba dando; y de poder compartir con algunas personas significativas lo que yo estaba viviendo durante esos días.
A lo largo de estos tres años que llevo de sacerdote, he tratado de descubrir, con mirada contemplativa, lo que significa ser sacerdote. Algo he vislumbrado, pero es mucho lo que me falta todavía. Ese "algo" que he ido entendiendo me ha llenado de alegría por ser lo que soy; de anhelos por ser, cada día con mayor plenitud, lo que ya soy, y de entusiasmo por colaborar con Jesús en su obra salvadora.
Pero, ¿cómo es que me decidí a que se publicaran mis reflexiones?
Hace unos tres meses, me encontré con el padre Enrique Sánchez, y por segunda vez me invitó a que presentara algún artículo para que fuera publicado en esta colección de Temas de Espiritualidad de la Cruz. Mi respuesta fue la misma que la primera vez que me invitó: que no tenía tiempo para escribir algo especial, pues el ritmo del Noviciado no me lo permitía —tendría que ser algo inédito, es una de las condiciones de estos Temas—. Sin embargo, yo me quedé con la "espinita": ¿por qué no escribir algo? Además, yo tenía otro motivo: desde que apareció el segundo volumen de estos Temas, los formadores del Noviciado hablamos de la posibilidad de que cada uno escribiera un artículo para que fuera publicado. Sin embargo, tener el deseo no significa tener el tiempo.
Entonces me acordé que por ahí tenía guardadas mis reflexiones en torno a la ordenación sacerdotal.
Una de las características de los Temas es que lo que se diera a la publicación tendría que ser fruto de estudio, investigación, reflexión o vivencia. Lo que yo tenía escrito ciertamente cabía en las dos últimas categorías.
Pero… en esas páginas hay mucho de personal, de íntimo. Se me presentó entonces un doble escollo. El primero era la duda de si la persona que fuera a leer eso, realmente podría comprender y compartir lo que yo viví, y si estaría dispuesta a recibir sin prejuicios eso que para mí fue —y sigue siendo— tan importante. El segundo, era una especie de vergüenza o pudor, que me vino al pensar que saldrían a la luz y que serían leídas por no sé quién, cosas que yo escribí para mí y para unas cuantas personas más.
A pesar de estas dificultades, me decidí a que estas páginas fueran publicadas, pues el padre Enrique, que ya las había leído, me dijo que él creía que podrían ser un medio de promoción vocacional. Y pensé que bien valía la pena no ser entendido o pasar vergüenza, si, a través de la lectura de mis reflexiones y vivencias, el Espíritu Santo suscitaba en el corazón de algún joven el anhelo de ser sacerdote; o bien, si este mismo Espíritu esclarecía un poco, en la mente de quien leyera esto, el misterio del sacerdocio, o suscitaba en su corazón el deseo de orar y sacrificarse por los sacerdotes.
Tú, que lees este folleto, aquí tienes algo de lo que entonces reflexioné y viví. Espero que a través de la lectura te vayas encontrando, no conmigo, sino con el Dios que realizó tales maravillas en mí; y que vayas conociendo mejor, no a este sacerdote concreto que soy yo, sino a Cristo Sacerdote y Víctima.
24 de agosto de 1988
Ojo de Agua, Méx.
Prólogo a la segunda edición
Hace tiempo que se agotó la primera edición de esta obra (el núm. 8 de la colección Temas de Espiritualidad de la Cruz). Y puesto que varias personas aún la buscan, con gusto la vuelvo a publicar. Respetando el texto original, he precisado algunos detalles para darle mayor claridad (como los nombres de algunas personas, la puntuación) y he añadido alguna frase que me pareció necesaria.
Para hacer esta edición tuve que releer mi escrito. Me dio gusto recordar lo que, hace más de quince años, sentía y pensaba respecto del sacerdocio, de mi sacerdocio; suscitó en mí una nueva gratitud hacia Dios por el maravilloso don de mi vocación, y me impulsó a luchar por ser cada día mejor sacerdote.
14 de enero de 2001
México, D.F.
Lunes 19 de agosto de 1985
El próximo sábado seré ordenado sacerdote. Hace poco más de doce años comencé mi formación; ahora sólo cinco días me separan del sacerdocio. ¡Qué cercano y qué lejano me encuentro de esa meta! Cercano en el tiempo; lejano en la preparación, en la santidad de vida requerida, en las capacidades necesarias para ejercer el ministerio.
Me siento en paz, tranquilo. Hace unos meses, estando todavía en Roma, donde mis compañeros y yo estudiábamos, cuando pensaba en los días anteriores a mi ordenación, me imaginaba que iba a estar muy nervioso. Y sin embargo, no. Ahora que estamos en ejercicios espirituales, en Jesús María, S.L.P., me parece una desfachatez estar tan tranquilo. ¿Será que no estoy plenamente consciente del paso que voy a dar? ¿O será que he dejado todo en las manos de Dios? Creo que ambas cosas.
La liturgia de hoy me invita a reflexionar sobre el llamado: ven y sígueme (Mt 19,16-22). No se trata de cosas por "hacer", sino de una nueva manera de "ser". Ser seguidor de Jesús; en definitiva, ser Jesús (cf Ga 2,20). Y para esto es necesario "venderlo todo", dejarme a mí mismo.
Celebramos la memoria de san Juan Eudes. Él dijo: "El sacerdote requiere tres eternidades: la primera, para prepararse; la segunda, para ofrecer dignamente el santo sacrificio de la Misa; la tercera, para agradecerle a Dios su gracia".
Éste es nuestro tercer día de ejercicios espirituales de preparación para recibir el orden sacerdotal. Hoy reflexionamos sobre el Espíritu Santo y el sacerdote. Leyendo las confidencias hechas por Jesús a Conchita (Concepción Cabrera de Armida), encontré estas palabras: "Si mis sacerdotes quieren transformarse en Mí, el gran transformador, el único que transforma, purifica y santifica es el Espíritu Santo".
Hoy, como los otros días de los ejercicios, como último acto de nuestra jornada, hicimos un "ensayo" de la celebración de la Eucaristía. Nos juntamos por parejas; uno dizque celebra y el otro hace la crítica. Hacemos todo como si fuera "la pura verdad". El primer día de ensayo, por equivocación, dije: "Del mismo modo, acabada la cena, tomó el cáliz, lo partió…". En caso de que las cosas hubieran sido así, Jesús debería haber sido bastante fuerte. El ensayo tuvo que interrumpirse a causa de la risa. Una vez reanudado, la contagiosa risa nos acompañó hasta el final.
Solamente me quedan cinco días para ensayar. Después ya no dependerá de mí. Yo haré exactamente lo mismo que hice hoy, pero entonces será Él quien diga sus palabras por mi boca: "Éste es mi Cuerpo. Ésta es mi Sangre". Y el milagro se realizará.
Martes 20
Después del desayuno, el padre Roberto González Colunga nos pidió que fuéramos a la Cruz del Apostolado, para tomarnos allí la foto del recuerdo. Estábamos los 5 diáconos, el padre Luis Ruiz, quien fue nuestro Maestro de novicios, y el padre José Guzmán, que era el Superior General cuando ingresamos a la Congregación. Fue él quien, después de vernos actuar en una "chorcha", dijo al Maestro de novicios que estábamos "muy broncos".
De aquellos 17 broncos que iniciamos el Noviciado, esta mañana, en Jesús María, estábamos cuatro —quizá ya no tan broncos—: Marcos Alba, "Archi" (Antonio G. Saravia), Luis Carlos Cervantes y yo. Jesús Curiel, que también se ordenará con nosotros, entró al Noviciado un año más tarde. Esta foto del recuerdo me hizo recordar a los 13 ausentes. Siete de ellos salieron durante el Noviciado: otros cuatro, durante el período de los votos temporales. Los otros dos: Gustavo García y Carlos Quiñones, se ordenaron hace un año. José Luis Gálvez es el otro sacerdote compañero nuestro; ingresó con nosotros al Noviciado y luego salió; se volvió a juntar con nuestro grupo al iniciar la teología, y hace más de año y medio recibió la ordenación sacerdotal. ¡De 17 broncos, 7 sacerdotes!
La única explicación de por qué nosotros siete seremos sacerdotes y los otros diez no, es la misericordia de Dios, su libre y gratuito amor que llama "a los que quiere" (Mc 3,13).
La vocación, cada día lo comprendo más claramente, no es un premio que se nos da por nuestras buenas obras o por "buena conducta" como en el colegio (yo creo que sólo en kinder saqué ese premio). Tampoco es una conquista que realizamos por nuestros esfuerzos. Menos aún es algo a lo que tengamos derecho por lo que somos. No. La vocación sacerdotal es un don, un regalo. Nosotros no hemos hecho nada para merecerlo o conquistarlo. Simplemente hemos recibido el regalo.
Pero, ¿por qué nosotros siete sí, y los otros diez no? ¿Por qué yo? En definitiva, porque Dios así lo quiso; porque a Dios le pegó la gana de que así fuera. ¡Y ya!
Son las 12 del día. Se escucha por Jesús María el canto de las campanas que nos invita a rezar el Angelus. "María, Madre del Sumo y Eterno Sacerdote. María, Madre de los sacerdotes. María, Madre mía".
Con emoción leo lo que Jesús decía a Conchita: "Si los sacerdotes son otros Yo, no sólo a la hora de la misa, sino siempre, siempre María estará a su lado. María los amará con la ternura misma que a Mí me ama. María será más su Madre, en grado y calidad… Por tanto, los sacerdotes deben amar a María con el mismo amor, con la misma ternura, respeto, obediencia y fidelidad, gratitud y pureza con que Yo la amé".
María me ama como ama a Jesús. Debo amar a María como Jesús la ama. Ser sacerdote es ser Jesús.
Celebramos hoy el aniversario de la entrada en la Vida de san Bernardo de Claraval, ese enamorado de María. Aún resuenan en las naves de nuestros templos los ecos de su "Acordaos, oh piadosísima Virgen María…". Al orar con esas palabras se abren nuestros corazones a la confianza en la Madre del Todopoderoso. Yo, "animado por esta confianza", siento la imperiosa necesidad de poner en las manos y en el corazón de la Virgen Santísima, mi sacerdocio, mi ministerio, mi vida toda; y poner allí también a todas las personas a quienes serviré como sacerdote, a todos los que acudan a mí buscando a Dios, a todos los que el Padre me ha dado (cf Jn 17,6).
Recuerdo una estrofa de unos versos que le hice a María, hace nueve años, cuando estudiaba filosofía —y me sentía un poco poeta—:
Para mañana quiero pedirte
cuides las almas que en mi camino
el Padre Eterno, por el destino,
ponga en mis manos de sacerdote.
Eso de "almas" ahora ya no me gusta, pero así lo escribí. Hoy más bien diría "personas", aunque se perdiera la métrica.
Rezando el rosario en el atrio de la Cruz del Apostolado, pude ver las lápidas de las tumbas del padre Chemita (José María González) y del padre Salvador Sánchez. "Quinto misterio doloroso: Jesús muere en la cruz". Ellos también murieron crucificados por amor a Cristo en favor de los demás. Yo no espero otra cosa. Sé que seguir a Cristo implica negarme a mí mismo y tomar cada día la cruz (cf Lc 9,23). Tengo miedo, pero mi confianza es mayor.
Miércoles 21
"Yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo". Acabo de escuchar, con gratitud y alegría, estas palabras de labios del padre Luis Ruiz. Hice con él una confesión general. Puse ante el Padre misericordioso mis heridas y enfermedades, y Él, como médico celeste, me ha curado: "Vete en paz y no vuelvas a pecar".
Lo que me ha impulsado a recurrir al sacramento de la Reconciliación es la conciencia de la grandeza del sacerdocio, por una parte; y la conciencia de mi pequeñez, miseria, pecado e indignidad, por la otra.
En el rito de la ordenación hay una pregunta que espanta: "¿Sabes si son dignos?" Esta pregunta es parte del diálogo que se entabla entre el Obispo y el Superior de quienes se van a ordenar. Éste pide al Obispo que ordene como presbíteros a los diáconos que antes le han sido presentados. Luego viene la preguntita: "¿Sabes si son dignos?" De la respuesta del Superior depende que el Obispo, en nombre de Dios y de la Iglesia, elija a esos hombres para ser sacerdotes.
Pero, ¿quién es realmente digno para ser sacerdote? Ni yo, ni mi Superior, y ni siquiera el Obispo. Y aunque el Superior diga que sí han sido considerados dignos, todos —el Obispo, el Superior, los allí presentes y, sobre todo, los que van a ser ordenados— saben que nadie es digno de tal elección. El ser elegido por Dios para ser sacerdote no depende de la dignidad de la persona, sino de la libre iniciativa de Dios. Dentro de tres días, cuando el Obispo pregunte si soy digno para el presbiterado, aunque el padre Manuel Castillo responda que sí lo soy, yo, en lo profundo del corazón, gritaré: "Señor yo no soy digno…, pero una palabra tuya bastará para sanarme".
Si hoy busqué acercarme a Dios mediante el sacramento de su misericordia, es porque quiero ser menos indigno de ser depositario del don del sacerdocio que Dios, a través de mí, quiere dar a su Iglesia.
El sacerdocio es un don, un regalo; pero no para mí. Es un don de Dios para la Iglesia. Por el amor que Dios tiene a su Iglesia, ha querido regalarle un servidor. Y ese servidor es el sacerdote, soy yo. Él me ha elegido para ser regalo suyo para la Iglesia. El motivo de esta elección es el amor que Él siente por su Iglesia.
Cuando damos un regalo, lo hacemos, en primer lugar, por el amor que le tenemos a la persona. Pero también por el significado o utilidad del regalo. Como sacerdote, como regalo de Dios a la Iglesia, tendré un nuevo significado: ser sacramento de Cristo Sacerdote, ser su representante, re-presentarlo, esto es, hacerlo presente aquí y ahora, realizando la salvación.
Como sacerdote, como regalo de Dios, mi utilidad será continuar el servicio al hombre que Cristo ha comenzado, estar al servicio de su mediación entre Dios y los hombres.
La Iglesia celebra hoy la memoria de san Pío X, el Papa que dio el permiso para que se fundara nuestra Congregación. Fue él quien, por sugerencia de Mons. Ibarra, nos dio el nombre de Misioneros del Espíritu Santo. Mi futuro ministerio sacerdotal deberá estar impregnado del carisma de la Congregación: debo realizar el ministerio profético principalmente por medio de la predicación de ejercicios y retiros espirituales; el ministerio pastoral, mediante la dirección espiritual; el ministerio sacerdotal, por la celebración de la Eucaristía y del sacramento de la Reconciliación. Mi servicio a la Iglesia deberá ser concretizado en el servicio prioritario a sacerdotes y religiosos.
Jueves 22
Hoy, 22 de agosto, la Iglesia celebra a María como Reina de cielos y tierra. Me he habituado a decirle con frecuencia: "Mi Reina, tuyo". Recuerdo un pequeño santuario que hay en Roma dedicado a María Reina de los corazones; me gustaba mucho ir allí.
Nos trasladamos de Jesús María a Guadalajara. Ya estamos en el lugar donde, pasado mañana, seré ordenado sacerdote.
Esta mañana, en Jesús María, concluimos nuestros ejercicios espirituales con una Eucaristía que celebramos en la casa de las Madres de la Cruz. ¡Qué consuelo y qué fortaleza da el tenerlas como apoyo de nuestra vida y ministerio sacerdotal! Su oración y sacrificio, su vida entregada generosamente a Dios en favor de los sacerdotes, nos han ayudado a llegar hasta este momento. Y nos ayudarán a perseverar fielmente.
Recuerdo que hace casi trece años, después de haberme decidido a ingresar a la Congregación, cuando iba ya de camino al Noviciado para hacer un retiro, el hermano Miguel Mier hizo una "parada técnica" en el Noviciado de las Hermanas de la Cruz, en Tlalpan. Hicimos una visita a la capilla donde dos novicias estaban en adoración. A la salida, lacónicamente me dijo: "Estas mujeres piden por nosotros". Estas palabras hicieron que el miedo —o pavor— que sentía, disminuyera un poco.
Y fue su oración y sacrificio, y el de otras muchas personas, lo que hizo que fuera posible nuestro sacerdocio. Si bien la vocación sacerdotal es un don que Dios da a su Iglesia, Él quiere que la Iglesia colabore activamente en el desarrollo de ese don.
La vocación sacerdotal es una gracia que Dios da, pero no la da ya terminada, sino como en semilla. En la semilla está contenido todo lo que se requiere para que la planta germine, crezca, florezca y fructifique. Así también, la gracia de la vocación lleva consigo todas las demás gracias que necesita para desarrollarse. Pero, así como la semilla no puede llegar a ser árbol maduro y dar fruto, si no está plantada en la tierra, y si no tiene suficiente agua, aire y sol, así tampoco la gracia de la vocación sacerdotal puede desarrollarse si carece de un ambiente adecuado.
La vocación sacerdotal es un don de Dios. Su pleno desarrollo es fruto de la Iglesia. El sacerdote es de la Iglesia. Pero esta "Iglesia" tiene rostros y nombres concretos. Para cada uno de los sacerdotes Dios quiere valerse de personas que, como tierra, agua, aire o sol, colaboren al desarrollo de su vocación. Espontáneamente mi memoria evoca a mis papás y hermanos, a mis familiares, en especial a mis abuelitas, ambas cristianas ejemplares; a las Madres Reparadoras, donde acolitaba la misa de 7 de la mañana, cuando yo tenía unos seis años; a las Hijas del Espíritu Santo —las Madres del colegio—, quienes me contagiaron el amor a la Santísima Virgen, y me enseñaron a valorar y amar el sacerdocio; a los padres y hermanos de la Apostólica, en especial al Fre Valencia (Ernesto), quien, con su entrega generosa y su alegría, hizo aparecer, ante mis ojos de adolescente, el sacerdocio como un bello ideal, que luego yo lo transformé en el ideal de mi vida; y al hermano Miguel Mier —ahora sacerdote—, que fue quien me dio el último empujón en mi proceso de búsqueda vocacional y me ayudó a madurar mi decisión de seguir a Jesús. También me vienen a la mente los compañeros del grupo Labor Social, mis compañeros de escuela y mis amigos.
De manera concreta he visto los cuidados de la Iglesia por hacer germinar la semilla de mi vocación sacerdotal, en todos aquellos que durante estos doce años de preparación para el sacerdocio han sido mis formadores. Recuerdo a cada uno con afecto y gratitud; en especial al padre Luis Ruiz, que fue mi Maestro de novicios, quien me recibió "bronco" y supo domarme y domesticarme para Dios.
Pienso también en tantos otros que de un modo u otro han colaborado con Dios en la obra de dar un sacerdote a la Iglesia.
Agradezco a Dios que me haya sembrado en esa tierra buena. Pido a Jesús que recompense abundantemente a cada uno. De manera especial le pido por todos aquellos que no conozco ni me han conocido, pero que oran y se sacrifican por los sacerdotes y las vocaciones. A todos ellos debo mi sacerdocio. Soy de la Iglesia. La intención de la Eucaristía del domingo 25, la aplicaré por ellos.
Viernes 23
"¡Mañana seréis sacerdotes!". Así comienza una carta del padre Félix de Jesús Rougier escrita en 1929 a los estudiantes de teología que se encontraban en Roma. Hoy he reflexionado sobre ésta y otra carta que Nuestro Padre escribió en 1934 a los Misioneros del Espíritu Santo que se preparaban para el sacerdocio. Copiaré algunas frases:
"¡Mañana seréis sacerdotes!
Deberán vivir más adheridos a Dios, los más entregados a Jesús, y LOS MÁS DADOS de todos los hombres.
¡Tantos años, aquí y en Roma, han esperado con ansia y con mucho amor esta "consagración"! Se han preparado con todo el corazón… ¡y qué profunda alegría, ahora, de verse a punto de ser ordenados, mañana!…
Creo firmemente que serán Santos Sacerdotes, y verdaderos Misioneros del Espíritu Santo.
¡ADELANTE Y ARRIBA, SACERDOTES NUEVOS!
El próximo día de su Ordenación al Sacerdocio, los acompañarán, por lo menos estarán presentes por el pensamiento, todos los que os aman:
Allí estará el Divino Padre, de quien viene el sacerdocio de cada uno de vosotros… derivado y comunicado del Sacerdocio de su Divino Hijo, el Eterno Sacerdote…
Allí estará Jesús, NUESTRO JESÚS, para hacer de cada uno de vosotros otro Jesús, otro Cristo, otro Mediador, otro Sacerdote como Él… "Sacerdos alter Christus"…
Allí estará el Espíritu Santo, para infundir en sus almas "la fuerza de la gracia sacerdotal…"
Allí, los acompañará al Altar de su Consagración MARÍA, la Madre del Divino Sacerdote y la Madre de cada uno de vosotros… y ¡con qué maternal ternura!…
Allí estarán sus excelentes padres, su papá, su mamá… sea que estén en el cielo, sea que vivan todavía, y que, dentro de pocos días, antes de su Primera Misa, les darán, de cerca o de lejos, los ojos bañados en lágrimas de alegría y de agradecimiento a Jesús, su más cariñosa bendición.
Allí estará presente, con mucho amor, su padre que les escribe estas líneas, allí estaremos todos… envolviéndolos en nuestro profundo cariño, como a Hermanos amadísimos.
Allí estará la Iglesia, Nuestra Madre, para pedir Ella Misma vuestra promoción al sacerdocio.
En vosotros, como en Jesús, el Padre ha puesto "sus complacencias" y también el Eterno Sacerdote y también el Espíritu de Amor, y también María, Nuestra Madre.
Adelante, pues y Arriba, mis amados hijos, arriba hasta las cimas…
¡Adelante, hacia el Altar, hacia el Calvario, hacia el Tabor, hacia la Eterna Gloria!… Adelante con María, que tanto os ama y que os acompañará al altar de vuestra consagración sacerdotal".
Sábado 24
¡Hoy!
"Éste es el día en que actuó el Señor,
sea nuestra alegría y nuestro gozo.
Dad gracias al Señor porque es bueno,
porque es eterna su misericordia" (Sal 118,24.29).
Mientras escribía mis reflexiones de ayer me dieron las 12 de la noche. Dejé de escribir unos momentos y recé el ofrecimiento del Verbo Encarnado. Pensé que unas horas más tarde ofrecería al Padre a su Hijo Jesucristo bajo las especies de pan y vino, consagradas por mí por vez primera: "Por Cristo, con Él y en Él…".
Dormí un poco mal. La cercanía de la gracia de Dios me hizo despertarme varias veces. Además, los mosquitos no dejaron de dar lata toda la noche.
Recuerdo las palabras de Jesús a Nuestra Madre Conchita, refiriéndose a la Santísima Virgen: "Ella comienza a recrearse en los corazones que se preparan al sacerdocio, y los cubre con su manto. La fiesta más grande para Ella en la tierra es el día de la ordenación del sacerdote".
Qué alegría me ha dado el saber que para Ella, como para mí, hoy es la fiesta más grande; ¡hoy es nuestra fiesta!
Son las 9:30 de la mañana, estoy en la capilla, frente a Jesús. Siento dentro de mí un hervidero de emociones. Siento profunda alegría por estar a unas cuantas horas de la ordenación, y por constatar la fidelidad incansable de Dios en mi vida: hace más de doce años me llamó, y hoy me sigue llamando.
Experimento una inmensa gratitud para con Dios porque libremente me ha llamado a ser su sacerdote, su representante ante la Iglesia.
Tengo mucho miedo, pues sé de qué barro estoy formado, y conozco —un poco, al menos— la grandeza de la misión que Dios me dará con el sacerdocio. Tengo miedo de mí mismo.
Me preocupa el ser un don de Dios para su Iglesia, pues tanto Dios como la Iglesia esperan que yo haga presente a Cristo Sacerdote. Me preocupa de veras.
Siento vergüenza de haber sido llamado por Dios para ser depositario y administrador de sus gracias. Pondrá sus tesoros en un vaso de barro (cf 2Co 4,7).
Confío en que la gracia de Dios es más fuerte que mi debilidad. Confío en que Él es fiel.
1:30 p.m. De nuevo en la capilla y "en capilla". Hace unos momentos tuvimos un como ensayo de la celebración. Ya se me fue la calma que hasta hace unas horas tenía. Siento profundamente mi miedo. Estoy como asustado.
Dentro de unos momentos mi vida cambiará, o mejor, yo seré cambiado. Seré el mismo, pero ya no seré lo mismo:
"Te invadirá el Espíritu de Yahveh…
y quedarás transformado en otro hombre" (1S 10,6).
¡Virgen Santísima, Madre mía, prepárame Tú!
10:30 p.m. ¡Ya soy sacerdote! ¡Sacerdote para siempre! ¡Bendito seas, Señor!
Hace unos momentos que llegué a mi cuarto. Al mirarme en el espejo del baño sentí una extraña sensación de asombro de mí mismo. Sin creerlo aún, le repetía a mi imagen reflejada en el espejo: "eres sacerdote", y me daba cachetadas, como queriendo asegurarme de que estaba despierto. El sueño dorado del sacerdocio es ahora una realidad para mí: soy sacerdote. El solo hecho de escribir estas dos palabras me hace vibrar.
Siento la incapacidad de expresar lo que viví en esas dos horas que duró la ordenación. Pienso en esas boas que se tragan a sus presas y que duran semanas para digerirlas. Así me siento yo. Necesito semanas, o mejor, una vida, para alcanzar a digerir lo que hoy Dios ha hecho en mí. Por el momento, solamente puedo enumerar algunos de los muchos momentos que me llenaron de asombro.
Después del Evangelio el padre Luis Wagner, vicesuperior de la comunidad de Roma, leyó algunos datos biográficos de cada uno. Cuando leyó los míos, me puse de pie y me volví hacia la asamblea, para que vieran la cara, y no sólo la espalda, del que estaban presentando. Me impresioné al ver la cantidad de gente que allí estaba. Era la Iglesia que se hacía presente. La Iglesia que había hecho germinar en mí la semilla de la vocación sacerdotal; la Iglesia a la cual Cristo me enviaba como servidor. La Iglesia para la cual soy un regalo de Dios.
Me invadió una profunda alegría al escuchar a Mons. Ricardo Watty decir eficazmente, con gran claridad y solemnidad: "Con el auxilio de Dios y de Jesucristo, Nuestro Señor, elegimos a José Marcos, Luis Carlos, Jesús Javier, Antonio Pío y Fernando para el orden de los presbíteros". Era la palabra de la Iglesia que confirmaba como auténtica mi vocación sacerdotal, mi decisión de ser sacerdote. Sin esa elección por parte de la Iglesia, yo no hubiera tenido vocación sacerdotal. Todo habría quedado en un deseo mío de ser sacerdote; deseo que es sólo una parte de la vocación. Hasta hoy puedo decir que tengo vocación para el sacerdocio. Antes creía tenerla: yo estaba seguro de lo que yo quería, y fui adquiriendo una certeza moral de lo que yo creía que Dios quería de mí. Pero esto no bastaba; pues todo quedaba en el plano subjetivo. Faltaba la confirmación, por parte de la Iglesia, de que Dios realmente me llamaba. Confirmación que hoy el Obispo expresó.
La cuarta pregunta del interrogatorio me impresionó: "¿Quieres unirte cada día más estrechamente a Cristo, Sumo Sacerdote, que por nosotros se entregó al Padre como víctima pura, y consagrarte a Dios junto con Él para la salvación de los hombres?". Consciente de mi decisión y de mis limitaciones, respondí: "Sí, quiero, con la gracia de Dios".
Durante las letanías de los santos, postrado —adherido a la tierra—, invocaba la ayuda de los amigos de Dios que le fueron fieles hasta la muerte. Pedí a Dios que me hiciera crecer siempre en la correspondencia a su gracia, que me hiciera fiel hasta el día en que mi cuerpo, ya sin vida, estuviera nuevamente unido a la tierra.
El momento que más me impactó fue cuando el Obispo impuso sus manos sobre mi cabeza. De los cinco que nos ordenamos, yo fui el último en pasar. Así que pude observar bien lo que Mons. Watty hacía: primero se preparaba orando, con la mirada hacia lo alto y con las palmas de las manos hacia arriba —como queriendo atrapar al Espíritu Santo—; luego, continuando su oración en silencio, imponía las manos sobre la cabeza del que estaba arrodillado ante él, para comunicarle el Espíritu. Puso sus manos sobre mi cabeza y presionó con fuerza; así estuvo unos momentos. Yo, lleno de emoción, le repetía al Espíritu Santo: "¡Ven, ven!"
Después regresé a mi lugar y, de rodillas, recibí la imposición de las manos de mis hermanos en el sacerdocio. Fueron muchos los que me impusieron las manos; unos lo hacían con gran fuerza y hasta presionando, otros con ternura, otros tímidamente… todos con amor fraternal. Al único que distinguí fue al Tío Lico (P. Federico Garibay), pues con su inconfundible tono de voz, cerca del oído me dijo: "Muchachito". Hubo uno que me jaló el copete (el poco que me queda); pensé que sería Eugenio Sánchez. Mientras nos estaban imponiendo las manos el coro entonaba el Veni Creator. En mi interior le decía sin cansarme: "¡Ven, Espíritu Santo!" Renové mi consagración al Espíritu Santo y a la Santísima Virgen, y les encargué mi vida y ministerio sacerdotal. Ellos irán perfeccionando en mí la imagen de Cristo Sacerdote y Víctima; Ellos harán que mi vida sea complacencia para el Padre. Allí, de rodillas, escuché cantar Tú eres sacerdote para la eternidad. Se me enchinó el cuero y lloré.
Todavía de rodillas escuché la oración con la que el Obispo nos consagraba sacerdotes: "Te pedimos, Padre todopoderoso, que confieras a estos siervos tuyos la dignidad del presbiterado, renueva en su corazón el Espíritu de santidad, reciban de Ti el sacerdocio de segundo grado, y sean, con su conducta, ejemplo de vida".
El padre Luis Ruiz me ayudó a revestirme con los ornamentos sacerdotales. Era el ornamento del padre Vicente Monroy; se lo había pedido prestado. Tenía bordado un Espíritu Santo que en ese momento relucía sobre mi pecho. Pensé que este revestimiento no era sino la manifestación exterior del milagro interior de haber sido revestido de Cristo, el Hombre Nuevo (cf Ef 4,24), sobre quien descendió y permaneció el Espíritu Santo (cf Jn 1,32).
Me maravillé al ver que mis manos brillaban por el óleo consagrado con el que el Obispo me estaba ungiendo. Mis manos eran manos sacerdotales. Después, al irnos a lavar las manos, no resistí la tentación de probar aquel aceite de oliva, perfumado y consagrado, con el que había sido ungido. Estaba sabroso.
Mis papás llevaron en procesión las ofrendas de pan y vino; su ofrenda sería transformada en el sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo; después, yo les entregaría a ellos mismos, para que lo comieran, el alimento que da vida eterna. Así también, la ofrenda de su hijo que hacía doce años ellos habían hecho a Dios, se acababa de transformar en sacramento de Cristo Sacerdote; y era entregado por el Padre como don para la Iglesia.
Recibí las ofrendas de manos de Mons. Watty, quien, al entregármelas, me dijo con timbre brillante y pronunciando casi sílaba por sílaba —como para que yo cayera en cuenta de lo que ya era—: "Fernando, sa-cer-do-te: Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Advierte bien lo que realizas, imita lo que tendrás en tus manos, y configura tu vida con el misterio de la cruz del Señor".
Apliqué la intención de esta mi primera misa por todas las personas a las que serviré como sacerdote, por todos aquellos que el Padre pondrá en mi camino, para que, a través de mí, lleguen a Él.
Por primera vez invoqué al Espíritu Santo sobre la ofrenda de la Iglesia, para que la convirtiera en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Por primera vez pronuncié eficazmente las palabras de Jesús: "Éste es mi Cuerpo. Ésta es mi Sangre". Tuve que hacer un explícito acto de fe en la presencia real de Jesús en la Eucaristía, en la realidad de mi transformación por medio del sacramento del Orden, y en la eficacia de mis balbucientes palabras sacerdotales.
Después de la comunión comenzó el canto de acción de gracias. Eran las palabras de María, su himno de alabanza y gratitud a Dios por la obra que en Ella había realizado. Qué bien me vinieron sus palabras para expresar los sentimientos que se agolpaban dentro de mí:
"Mi alma glorifica al Señor,
mi espíritu se alegra en Él;
admirables maravillas
ha hecho en mí el Dios fiel.
Santo es su Nombre" (Lc 1,46-49).
Antes de irme a dormir, quiero terminar este día, el más grande de mi vida hasta hoy —después del de mi bautismo—, con una idea que me sirva de proyecto para mi sacerdocio. Tomo para esto aquellas palabras de Jesús a Nuestra Madre Conchita, que tanto me impresionaron cuando las leí por primera vez, y que me las sé de memoria (y "de corazón"):
"Así quiero sacerdotes:
poseídos del Espíritu Santo,
y olvidados de sí mismos,
todos para Dios,
todos para las almas".
OTRAS OBRAS DEL MISMO AUTOR
Colección Abbá
1. Ya soy sacerdote. México, Editorial La Cruz, 2001.
2. Hablar con autoridad. México, Editorial La Cruz, 2001.
3. Ni soltero, ni estéril, ni sin amor. México, Editorial La Cruz, 2001.
Libros
Tu nombre en mi carne. México, Editorial La Cruz, 1993.
La Cruz del Apostolado: Una experiencia compartida. México, Editorial La Cruz, 1996.
Encarnar el Evangelio 1. Tlaquepaque, Editorial Alba, 2000 (4ª edición).
Encarnar el Evangelio 2. Tlaquepaque, Editorial Alba, 1999 (3ª edición).
Encarnar el Evangelio 3. Tlaquepaque, Editorial Alba, 2000 (2ª edición).
Grítale a Dios: Cómo orar cuando sufres o sientes rabia. México, Editorial La Cruz, 2000 (2ª edición).
Folletos
Conchita en su tierra potosina. México, Concar, 1992 (3ª edición). En colaboración.
La Cruz del Apostolado: Un símbolo. México, Editorial La Cruz, 1996 (2ª edición).
Esta segunda edición de la obra
Ya soy sacerdote
se terminó de imprimir
en junio de 2001
en los talleres de
Encuadernación Técnica Editorial, S.A.
Calz. San Lorenzo 279, local 45
Col. Granjas Estrella
09880 México, D.F.
Se imprimieron 3,000 ejemplares.