Errores en la escatología contemporánea
El Concilio Vaticano II no trató sobre la escatología por sí misma. Pero, como la escatología está indisolublemente ligada a la Cristología, la soteriología y la eclesiología, los Padres, no han podido dejar de expresar algunas enseñanzas escatológicas, en particular al discutir sobre la Iglesia en Lumen gentium (nos. 48-51) y Gaudium et spes (nos. 38-39) y también en los principios fundamentales de Nostra aetate, Dignitatis humanae y Ad gentes divinitus.
Tradicionalmente, el catolicismo romano hablaba de De novissimis, designación que fue sustituida gradualmente por el término "escatología", esto es, el estudio de las "cosas últimas" (ta éschata): muerte, juicio, cielo e infierno. Es verdad que, en los años posteriores al Concilio, fueron surgiendo una multitud de errores y de ambigüedades en relación a lo escatológico y muchos de ellos perduran hasta nuestros días. No podemos mencionarlos uno a uno en los límites de esta presentación. En 1979 la Congregación de la Doctrina de la Fe ha reiterado sintéticamente las enseñanzas fundamentales de la Iglesia sobre las cosas últimas. En su puntualización ha destacado la importancia de la escatología en la especulación teológica contemporánea, una importancia duradera, en especial en este momento en que comenzamos un nuevo milenio. Los cristianos se preocupan constante, y justamente, por las cosas últimas. Por medio de ellas las promesas de Cristo llegan a su cumplimiento definitivo. No debe, pues, sorprender el hecho de que puedan surgir ambigüedades y errores en este ámbito, a pesar de que la Iglesia enseñe con firmeza y coherencia las verdades reveladas sobre la muerte, el juicio, el cielo y el infierno.
Como es de esperar, la escatología se refiere a estas cuatro realidades y a sus relaciones recíprocas. Actualmente dos de ellas, la muerte y el cielo, presentan pocas dificultades. La muerte es, quizás, una realidad demasiado evidente para nosotros: cada uno de nosotros encara la inmanencia de su propia muerte y de la muerte de aquellos que ama. Aunque podamos poner en tela de juicio sus razones y su finalidad, no podemos poner en duda su actualidad e inevitabilidad. Lo que nos acompaña en medio del horror y las tinieblas de la muerte es la promesa de la vida eterna, la promesa de una vida ulterior. El cielo es, al mismo tiempo, una esperanza innata y una realidad revelada: cada uno de nosotros desea trascender la amenaza de su aniquilación y la de los seres queridos. El cielo es la derrota de la muerte. "Luego de un breve sueño, velaremos para siempre, // Y no habrá más muerte; Tú, muerte, morirás". De alguna manera, la muerte y el cielo marchan juntos. La previsión del cielo expresada en Juan 14 y la resurrección tal como la explica San Pablo (1 Ts 4,13; 5,11; 1 Cor 15) representan dificultades menores en la escatología contemporánea.
El juicio y el infierno son, en cambio, problemas fundamentalmente distintos. Al entrar en el siglo XXI, llevamos con nosotros gran parte del equipaje de los siglos XIX y XX. En particular, llevamos el peso de una indiferencia religiosa que se ha transformado en pluralismo religioso. No sólo están los que sostienen que la afiliación religiosa, en especial el bautismo en Cristo, carece de relevancia, sino que no faltan tampoco los que afirman que es posible alcanzar la justificación a través de personas o medios distintos de Jesucristo y su Iglesia. Está estrechamente ligado a dicho modo de pensar el conjunto de teorías deterministas psicológicas, sociológicas y sociobiológicas que desacreditan la responsabilidad humana. Tales teorías afirman que fundamentalmente el ser humano no es responsable de sus opciones. La malas acciones -o el pecado, si nos atreviésemos a usar la palabra- son el resultado de personalidades desequilibradas, relaciones inadecuadas o herencia genética. La idea de un juicio que no sea de tipo médico y transeunte es hoy anatema para muchos. La consecuencia es que no puede existir un infierno o que, de existir, se trataría de un lugar en el que, a lo sumo, no habría nadie. Entonces, el juicio y el infierno, de alguna manera, están emparejados. Los principales errores vinculados a la escatología arraigan, al cabo, en una negación del juicio o una negación de toda consecuencia de tal juicio que no sea purgativa o compensativa, es decir, en una negación del infierno.
En la perspectiva escatológica, el primer problema se conecta con la condición de los no bautizados en el momento del juicio. A pesar de admitir los bautismos de sangre y de deseo, es enseñanza constante de la Iglesia -emanada por las mismas palabras del Señor a Nicodemo: "En verdad, en verdad te digo, el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios" (Jn 3,5)- el reconocimiento de que desconocemos el destino de los no bautizados después de su muerte. Aunque confiemos en la misericordia de Dios en esos casos, no podemos afirmar la salvación de los que no están bautizados. El segundo problema se conecta con la condición de los culpables en el momento del juicio. Aun suponiendo que cristianos y no cristianos comparezcan unos junto a otros en el tribunal del juicio, no podemos saber si el pecador no arrepentido será perdonado. También en este caso, confiamos en la misericordia de Dios.
¿Son todos cristianos? ¿Tiene importancia?
Algunos sectores de la reflexión teológica contemporánea, influenciados seguramente por las teorías políticas del igualitarismo y la democracia, como también por interpretaciones erróneas de Dignitatis humanae, muestran, con respecto de la salvación, un deseo de que exista, más que igualdad de oportunidades, mayor igualdad de resultados. Es decir que algunos están disconformes con el hecho de que todos los hombres sean iguales en su libertad humana ante Dios; éstos desean, en cambio, que todos los hombres sean iguales ante Dios en la justificación. Sin embargo, al negar las consecuencias de la libertad del hombre de aceptar al Salvador y la cooperación del hombre en su misma salvación, niegan los efectos del bautismo y afirman que todos los hombres, estén o no bautizados, son dignos de las promesas que Cristo ha hecho a los bautizados. En otras palabras, aunque algunos rechacen a Cristo en esta vida, estarán igualmente con él en el reino de Dios. Conscientes de que estas ideas contradicen la Escritura y la Tradición, tratan de resolver el problema de la incorporación a Cristo y a su Iglesia de una de las dos maneras que siguen. La primera es la de afirmar que todos los seres humanos son cristianos, sea en el caso de que lo escojan, sea que no lo escojan, sea que lo sepan o que no lo sepan. La segunda es la de rechazar las exigencias del cristianismo, afirmando que éstas son verdaderas para unos, pero no para otros y que existen otros caminos de salvación, que no pasan por Cristo.
La noción de "cristianos anónimos" está estrechamente ligada a la obra de Karl Rahner. En pocas palabras, Rahner propuso la tesis de que algunos hombres, que no están bautizados y que no manifiestan devoción o ni siquiera conocimiento alguno del cristianismo, son, de alguna manera, cristianos anónimos. Dado que todos los hombres, por su naturaleza, están ordenados a Dios y son capaces de sentir la gracia santificante que actúa en ellos, quienes aceptan esa gracia en el orden existencial expresan un deseo implícito de incorporación a Cristo y a su Iglesia. Puesto que viven como justos y según su propia conciencia, son, de hecho, cristianos y, por ello, están redimidos. A pesar de que Rahner se haya esmerado en aclarar que no todos los no cristianos son cristianos anónimos y que todos y cada uno de los que se salvan son salvados a través del misterio pascual de Cristo, en muchos se ha difundido el concepto de que todo el que fundamentalmente tenga buena voluntad esté orientado hacia Cristo y se salve: en realidad, todos, en lo más profundo de su corazón, serían cristianos.
Por muy reconfortante que pueda ser, para algunos, el concepto de cristianos anónimos, para otros es repugnante, pues su pensamiento ha avanzado tanto que consideran que el cristianismo anónimo es arbitrariamente triunfalista por su presunción de colocar al cristianismo por encima de las demás religiones. Esencialmente, las teorías del cristianismo anónimo intentan mantener las exigencias de la Iglesia incorporando al mayor número posible dentro de sus confines (in)visibles. Sin embargo, es fácil franquear la breve distancia que separa al cristianismo implícito como camino de salvación, de las religiones no cristianas como caminos de salvación. ¿Por qué Cristo sería el mediador exclusivo de la salvación? Cuando se trata de la salvación, ¿es realmente importante si se es cristiano o no? No es sorprendente, pues, que esa breve distancia haya sido franqueada por quienes consideran el cristianismo como una especie de primus inter pares entre las religiones, como por ejemplo lo hace Jacques Dupuis. El libro de Dupuis ya ha sido examinado atentamente por la Congregación de la Doctrina de la Fe, y no nos detendremos en él, sobre todo porque la declaración Dominus Iesus de la Congregación ya ha respondido a las dificultades en cuestión.
En efecto, no todos los hombres son cristianos, ni explícita ni implícitamente. Y el cristianismo, la incorporación a Cristo y a su Iglesia por medio del sacramento del bautismo, es importante definitivamente y al final de los tiempos. Es un error concebirlo de otra manera. ¿Hasta dónde puede llegar ese error? ¿Hasta qué punto puede afectar los esfuerzos misioneros de la Iglesia? Tomemos en consideración las observaciones de un sacerdote misionero en Bangladesh sobre las gentes a quienes sirve: "No tengo interés en que se hagan cristianos. Quiero que sean los mejores musulmanes posibles". Mal se aviene este concepto con el mandamiento del Señor: "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,19-20).
¿Todos se salvan?
Aunque admitiéramos, en teoría, que todos los hombres, sean o no cristianos, estuvieran justificados, persiste siempre el problema de los condenados. Aunque los distintos determinismos parecerían eximir toda responsabilidad, los Stalin del siglo pasado y los Domicianos del primer siglo suscitan perplejidades. Igualmente, la teoría de la salvación universal, por la que todos los hombres acabarían gozando de la visión beatífica, está seguramente de moda. Esa noción se arraiga en el concepto de una apokatastasis panton (restauración de todas las cosas) en el tiempo final. Mencionada por primera vez por Clemente de Alejandría, que la considera herética, se afirma, con frecuencia, que esa doctrina fue sostenida por Orígenes. En pocas palabras, la teoría de la apokatastasis es partidaria de la renovación final de todas las personas y las cosas en Cristo; hasta los ángeles caídos serán restaurados y el infierno terminará. Por razones obvias, la apokatastasis fue condenada muchas veces por la Iglesia antigua.
Actualmente, la noción de una salvación universal está asociada sobre todo a la obra de Hans Urs von Balthasar, cuyo universalismo sigue siendo objeto de discusión. A pesar del cuidado con que estableció los deslindes entre sus ideas y la apokatastasis, el pensamiento de Balthasar se le asemeja bastante. Según Balthasar, la misericordia de Dios nos obliga a esperar que todos se salven y que el infierno quede reservado sólo para los ángeles caídos. Hablando de los seres humanos, que son distintos en el orden creado e incapaces de las decisiones finales de los ángeles, Balthasar sostiene la posibilidad de que el infierno sea sólo una teoría (aunque una teoría necesaria, porque contribuye a motivar a los hombres hacia el bien). Balthasar afirma: "El amor muy misericordioso puede, pues, descender sobre todos. Creemos que así sea. Luego, ¿podemos imaginar acaso que haya almas que permanezcan eternamente cerradas a ese amor? Por principio, y en cuanto posibilidad, no podemos rechazarlo. En la realidad, puede ser algo infinitamente improbable -justamente por lo que la gracia preveniente es capaz de obrar en el alma". Es decir, la gracia seguirá actuando en el alma, en esta vida y en la próxima, hasta que el alma se disponga para la redención. Dado que la misericordia y el amor divinos no tienen límites, no puede haber límites a nuestra esperanza de redención para todas las almas. Según Balthasar, es un deber mantener la esperanza teológica de que ningún alma se condene. Sin embargo, aunque podemos tener simplemente una esperanza humana de que todas las almas se salven, la revelación divina excluye una esperanza teológica. Como preguntaba C.S. Lewis: "Pagaría cualquier precio por poder decir verdaderamente "Todos se salvarán". Pero mi razón replica, "¿sin su voluntad o con ella?" Si digo: "sin su voluntad", inmediatamente percibo una contradicción; ¿cómo puede ser involuntario el acto supremo de entrega de sí mismo? Si digo "Con su voluntad", mi razón replica "¿Qué pasa si no se rinden"".
En síntesis, Balthasar afirma la existencia del infierno pero, al definir que tal posibilidad es sumamente improbable, niega que alguien pueda acabar allí. Todo ello equivale a rechazar la doctrina del infierno y a negar el libre arbitrio del ser humano. Balthasar elude el problema de la existencia del infierno, dejando allí a los ángeles caídos. Enfrenta el problema de la voluntad humana hablando de una yuxtaposición de la voluntad divina de que todos se salven y el libre arbitrio del hombre, pero lo hace manera sumamente insatisfactoria. Balthasar afirma: "La libertad humana no puede ser ni infringida ni ignorada por la libertad divina, pero podría ser, por así decir, burlada". ¿Burlada? Por muy ingeniosa que pueda ser esa afirmación, no explica ni aclara nada. Parecería que el concepto de Balthasar sobre la misericordia y el amor divinos se burlara de la justicia divina y la libertad humana. No tiene sentido hablar de la libertad humana si el fin último de cada ser humano está determinado de antemano, y es casi un engaño divino pensar que los hombres sean manipulados hábilmente en su elección más decisiva (aunque sólo sea por medio de una suerte de purificación divina perpetua). Además, la pretensión de Balthasar rechaza una perspectiva expresada de manera muy elocuente por John Henry Newman al comentar Hebreos 12,14: "aun suponiendo que un hombre que no haya conducido una vida pía estuviera obligado a entrar en el cielo, no sería feliz allí; no sería, entonces, un gesto de misericordia permitirle que entrara". La divina misericordia, así como Balthasar parece hablar de ella, o aniquila la libertad del hombre o desprecia su voluntad. Newman continúa: "No, me atrevería a decir más que eso; -es tremendo, pero es justo decirlo- que si quisiéramos imaginar un castigo para un alma impía, condenada, quizá no podríamos imaginar algo más terrible que obligarla a ir al cielo".
De hecho, existe un infierno -no sólo para los ángeles caídos sino para los pecadores que no se arrepienten, cristianos y no cristianos, que toman sus decisiones en esta vida- y algunos escogerán su lugar allí. La parábola de Jesús de Lázaro y el rico (Lc 16,19-31) es una advertencia suficiente sobre la posibilidad del infierno, y las observaciones de Jesús sobre la puerta estrecha (Mt 7,13-14) no hacen más que aumentar esa posibilidad. Aunque Balthasar y quienes sostienen la teoría de la salvación universal tengan razón al recordar que la Iglesia nunca ha declarado formalmente que una determinada persona esté en el infierno, a diferencia de lo que hace al afirmar en los procesos de canonización que alguien está en el cielo, eso no significa que se pueda sostener que no haya nadie allí. La "segunda muerte" (Ap 2,11; 20,6.14; 21,8) es una posibilidad real. Como dice nuestro Santo Padre, "las palabras de Cristo no tienen ambigüedad. En el Evangelio de Mateo habla claramente de los que irán al castigo eterno (cfr. Mt 25,46)". Es erróneo concebirlo de otra manera. ¿Hasta dónde puede llegar ese error? ¿En qué medida puede afectar al ministerio pastoral de la Iglesia? Piénsese en las homilías de los funerales cristianos, tan comunes en la actualidad, en las que se afirma que el difunto ha pasado directamente de este mundo al cielo -sin mencionar siquiera el pecado, el juicio particular o el infierno, y ni siquiera el purgatorio. Ese modo de pensar no se concilia con las palabras del Señor respecto de los réprobos: "E irán al castigo eterno, pero los justos irán a la vida eterna" (Mt 25,46).
Conclusión
La amonestación del Señor de que los que hayan hecho el bien resucitarán para una resurrección de vida y los que hayan hecho el mal resucitarán para una resurrección de juicio (Jn 5,29) es un artículo de fe. Nos corresponde recordar que nuestra religión deriva de la revelación divina y no es una racionalización humana. Aunque nosotros nos esforcemos por conciliar la misericordia y la justicia divinas, Dios no lo hace. En cuanto "sacramento de salvación", la Iglesia no puede vacilar en su misión de salvar al mundo por medio de la proclamación de la verdad sobre Jesucristo como único y universal Salvador y Juez del género humano. En nuestros días han surgido muchas ambigüedades sobre los tiempos últimos, pero ninguna es más peligrosa y más errónea que la que niega la necesidad del bautismo para la salvación y afirma la salvación de todos. Semejante negación es nociva para el ministerio pastoral de la Iglesia. Debemos recordar, en todo momento, que la fe en Cristo y el comportamiento moral en esta vida están unidos inseparablemente a la vida futura y al éschaton. Debemos recordar, en todo momento, que lo que creemos y lo que hacemos tendrá su importancia en el momento final. De otra manera, corremos el riesgo de diluir la Fe en un pluralismo y una presunción que nos harán temer la peor de las respuestas a la pregunta del Señor en Lucas 18,8: "Cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?".