La escatología desde el Vaticano II hasta nuestros días
La doctrina del Vaticano II
Considerando la escatología desde el punto de vista de la vida de la Iglesia, el Vaticano II expuso una doctrina escatológica que propiciaba una renovación del tratado llamado De novissimis (De las cosas últimas).
En la Constitución Dogmática Lumen Gentium, el Concilio afirma que la Iglesia alcanza su realización en la gloria del cielo; realización que implica la restauración de todas las cosas, del género humano y también del mundo, en Cristo. La restauración prometida, y que esperamos, "ya ha comenzado en Cristo, continúa impulsada por el envío del Espíritu Santo y por medio de Él persiste en la Iglesia" (n° 48). Es decir que la renovación del mundo está fijada de manera irrevocable y, de manera que podemos llamar real, está anticipada en la Iglesia que vive en la tierra. Puesto que poseemos la primicia del Espíritu, gemimos dentro de nosotros con la esperanza de entrar con Cristo en el banquete nupcial, pero antes de reinar con Cristo glorioso, estamos sometidos al juicio, y por lo tanto, tenemos que estar alerta.
El Concilio destaca la comunión de la caridad entre los que, vivos o defuntos, son de Cristo y forman una sola Iglesia. "La unión de los peregrinos con los hermanos muertos en la paz de Cristo, no está en absoluto interrumpida, sino que, por el contrario, está consolidada, según la fe, por la comunicación de los bienes esprituales" (49). Los bienaventurados del cielo interceden incesantemente por nosotros ante el Padre. El culto dedicado a los santos alienta el recurso de la Iglesia peregrina a sus oraciones, y la estimula a seguir su ejemplo.
En la Constitución Pastoral Gaudium et Spes, el Vaticano II dedica una atención mayor y especial al misterio de la muerte, a través de una reflexión filosófica iluminada por la fe (18). A su vez, echa luz sobre el aspecto cósmico de la escatología, por medio de la expectativa de una tierra nueva y de un cielo nuevo (39), que se identifican con el reino eterno y universal que Cristo ha de entregar al Padre.
Tomando este punto de partida, deseamos emprender el camino de la reflexión sobre distintos temas de la escatología. La Carta de la Congregación de la Doctrina de la Fe (17 de mayo de 1979) y un estudio de la Comisión Teológica Internacional (1992) nos proporcionan una ayuda en esta reflexión.
1. La parusía
La escatología es, en primer lugar, la cristología en la medida en que permite descubrir su evolución última en la vida de la humanidad. La centralidad de Cristo es fundamental y adquiere más propiamente su reconocimiento cuando la afirmación de la parusía hace que nuestra mirada se vuelva hacia el futuro. Parusía quiere decir venida. Jesús ha anunciado su venida como el gran acontecimiento que, de manera misteriosa, habría de realizar su presencia a los hombres.
Muchos se han imaginado una vuelta visible de Jesús sobre la tierra. Sabemos que esta expectativa, que era muy sentida en la Iglesia primitiva, quedó sin realizarse. Es signo de que Jesús concedía un significado distinto a su vuelta.
Tenemos que recordar las palabras que Jesús pronunció durante el proceso ante el Sanhedrín. El sumo sacerdote interrogó a Jesús preguntándole si él era el Cristo, el Hijo de Dios. Jesús no sólo quiso responderle afirmativamente, sino que lo habría demostrado de manera sus adversarios pudieran verlo: "A partir de ahora veréis al hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y viniendo sobre las nubes del cielo" (Mt 26,64). Con esas palabras Jesús no anuncia una llegada establecida para el fin del mundo, sino una llegada muy cercana: "A partir de ahora" (Lc 22,69: "De ahora en adelante"). La llegada es inminente y va a ser duradera.
Se trata de la llegada del Hijo del hombre sentado a la diestra del Padre, es decir de Cristo que ha ascendido al cielo, que comparte el poder soberano del Padre. Él ha de venir "sobre las nubes del cielo". No debe entenderse la nube en sentido material: tratándose del signo de una teofanía, expresa una llegada divina. Después de la llegada, que se manifestó visiblemente en una carne humana y llegó a su término junto con la vida terrenal, habrá otra venida de Cristo, que ha de producirse con su poder divino.
Se trata de la llegada que se ha manifestado desde el momento de la Pentecostés, y de la que Pedro dice: tras su resurrección, Jesús, "exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y lo ha derramado; esto es lo que vosotros veis y oís" (Hch 2,34). Pedro atestigua que se ha cumplido el anuncio que Jesús hizo al Sanhedrín. La llegada sobre nubes, inaugurada el día de Pentecostés, es la llegada del Espíritu Santo, que realiza la presencia de Cristo en todo el desarrollo futuro de la Iglesia.
Esta llegada es la parusía anunciada por Jesús, parusía que se extiende a toda la obra de evangelización a lo largo de los siglos y los milenios, hasta el fin del mundo: "Se proclamará esta Buena Nueva del Reino en el mundo entero, para dar testimonio a todas las naciones. Y entonces vendrá el fin" (Mt 24,14). Cuando la llegada espiritual de Cristo en el mundo haya alcanzado su plenitud histórica al cumplirse la realización de la evangelización universal, entonces, la parusía se habrá completado y el mundo terrenal desaparecerá frente al universo del más allá.
2. La muerte
La muerte es una necesidad inherente de la naturaleza humana: el hombre es mortal porque el cuerpo tiene un límite vital necesario. Una exigencia de orden superior, basada en el designio divino de salvación, convierte a la muerte también en un misterio. La muerte de Cristo otorga a nuestra muerte un significado más elevado. Dicho significado está vinculado con el drama del pecado. En la muerte se reconoce una consecuencia del pecado; es más, la muerte habría sido el castigo esencial del pecado, si el Hijo de Dios no la hubiera asumido en su persona como camino de redención. Siendo inocente, Cristo ha transformado la muerte convirtiéndola en una ofrenda de amor para la salvación de la humanidad. Es por eso que la muerte se nos brinda como un don divino que nos une a la ofrenda de Cristo y, con su carácter doloroso, penoso, nos hacer participar de la obra redentora. Es una fuente última de fecundidad al final de la existencia humana.
Cristo ha afirmado los frutos abundantes del grano de trigo que muere (Jn 12,24). Con todo su amor, se compromete con su destino de muerte para cumplir la voluntad del Padre, y le reprocha a Pedro que deseara que el suplicio fuera evitado: "La copa que me ha dado el Padre, ¿no la voy a beber?" (Jn 18,11). Se trata de un don del amor paterno, al cual Él responde con una entrega total de confianza: "Padre, en tus manos pongo mi espíritu" (Lc 23,46).
El Padre dispone de nuestra vida y determina de manera soberana la hora de nuestra muerte para recibirnos en su casa. Y no nos es dado decidir lo más mínimo sobre esa hora.
Algunos teólogos han planteado la hipótesis de la opción final, es decir, de una iluminación espiritual en la hora de la muerte, que consienta una decisión de total verdad y libertad, posibilitada por el hecho de que el último momento de la vida actual es al mismo tiempo el primer momento de la vida angelical. Pero, en realidad, existe sólo un momento, el que concluye la vida presente, y no pertenece a la vida angelical. La opción final, propiciada por la gracia, acontece en condiciones de vida terrenal. La conversión del buen ladrón es, pues, un ejemplo de la opción final que corrige la vida anterior y expresa una nueva disposición última para entrar en la vida eterna (Lc 23,42).
El mismo Jesús ha encomendado la vigilancia constante, durante la vida terrenal, con vistas a su llegada, muchas veces inesperada, en la hora de la muerte. Dichosos los siervos a quienes el amo halle despiertos al llamar a la puerta a su regreso. De regreso de la boda, el amo, que se presenta como esposo, invita a los siervos que lo han esperado despiertos al banquete nupcial; es más, él mismo les servirá en la mesa (Lc 12,35-37). La parábola de las diez vírgenes, en la que cinco de ellas encuentran la puerta cerrada y no pueden entrar con el esposo, encierra la misma enseñanza: "Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora" (Mt 25,13).
3. El juicio
Inmediatamente después de la muerte, llega el juicio. Muchas veces Jesús se presentó como juez supremo. En la antigua alianza, Dios había sido reconocido como único juez. Al enviar a su Hijo sobre la tierra, el Padre le confió ese mismo poder, como "hijo del hombre" (Jn 5,27). El Hijo encarnado ha vivido personalmente la vida humana, conoce por experiencia sus dificultades y aprecia concretamente los méritos de cada uno. Su papel decisivo en la obra de salvación le permite juzgar, discerniendo con amor generoso a quienes son dignos de ser salvados. En el juicio, Él actúa como "Esposo", que intenta demostrar en su manera de juzgar, el afecto intenso que lo une a toda la humanidad. El título de Esposo no impide que el juicio se realice según los principios de la justicia, una justicia ésta que forma parte de una amplia obra de amor. Además, Cristo ha venido en auxilio de la inmensa miseria humana, se ha mostrado sensible a la misericordia, una misericordia que ha recibido del Padre y que ejerce concretamente en un ámbito que llama a compasión, lleno de llagas. Con Jesús como juez, el juicio adquiere el aspecto de una benevolencia tranquilizadora. Implica siempre autoridad soberana y preocupación por la verdad, y en su totalidad está inspirado por una mirada llena de simpatía y comprensión.
La descripción más amplia del juicio, en Mt 25,31-46, se inserta en un marco apocalíptico, que no debe ser interpretado literalmente sino según la verdad revelada. El juicio es universal: todos los hombres son juzgados, pero no al mismo tiempo, porque el juicio, que abre las puertas del cielo o condena al infierno, acontece en el momento de la muerte. Pues, por lo demás, el juicio es individual, porque cada uno es juzgado por su conducta personal, y recibe por ello recompensa o castigo. El juicio universal y el juicio particular coinciden.
El juicio es único y definitivo. Es sí el último para cada uno, pero no queda relegado al final del tiempo.
El juicio abarca toda la conducta. En Mt 25 se refiere al socorro concedido a los desventurados. Pero hay otros textos evangélicos que se refieren a otros temas del juicio: por ejemplo el testimonio de la fe (Lc 9,26, etc.); la explotación de los talentos (Mt 25,14-30).
No se debe olvidar que la intención fundamental del juicio es la salvación. "Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él" (Jn 3,17). Cristo es esencialmente Salvador y no se le puede adjudicar en el juicio simplemente el papel del que condena.
La finalidad del juicio no es poner al descubierto las culpas cometidas por los hombres, culpas canceladas por el perdón divino, sino mostrar las maravillas de la gracia y la victoria obtenida sobre los poderes del mal.
4. El destino del alma inmortal
¿En qué consiste el destino del hombre después del juicio? En los últimos tiempos, se ha desarrollado la tendencia de concentrar la mirada sobre la resurrección del hombre, descuidando quizás la proclamación de la inmortalidad del alma. Al concepto, considerado griego, de alma distinta del cuerpo, algunos han opuesto el concepto, llamado semítico, de un ser viviente más unitario. Sin embargo, la distinción entre el alma y el cuerpo aparece en la Biblia y es afirmada explícitamente por Jesús (Mt 10,28). La inmortalidad del alma, señalada ya por el Libro de la Sabiduría (3,1; 5,15), no empece la supervivencia propiciada por la resurrección de Cristo. Comunicada a los hombres, dicha resurrección tiene dos efectos distintos: la espiritualización del alma y la reanimación del cuerpo.
Como declara la Congregación de la Doctrina de la Fe (AAS 71, 1979, p. 941) "la resurrección se refiere al hombre entero", pero existe también la supervivencia y la subsistencia, después de la muerte, de un elemento espiritual dotado de conciencia y libertad, el "yo humano" que subsiste sin el complemento del cuerpo; para designar a este elemento, la Iglesia recurre a la palabra "alma". La existencia de esta alma "racional e intelectiva" ya había sido definida por el Concilio de Vienne (DS 902).
El problema de la retribución del alma de los difuntos, retribución anterior a la resurrección final de los cuerpos, provocó en la edad media una crisis doctrinal. En distintas homilías pronunciadas entre 1331 y 1334, el Papa Juan XXII había afirmado que las almas de los santos no ven la esencia divina y los condenados no van al infierno antes del fin del mundo. Pero él mismo, poco antes de morir, revocó su posición. Su sucesor, Benedicto XII, publicó la Constitución Benedictus Deus en 1336, que definía la doctrina de fe: las almas de todos los santos, inmediatamente después de la muerte (y la purificación de quienes la necesitaran) están en el cielo y, después de la pasión y la muerte de Cristo, ven la esencia divina con una visión intuitiva y, a la vez, directa, cara a cara: "la esencia divina se les manifiesta inmediata, directa, clara y abiertamente" (DS 1000). De esta manera, el alma separada del cuerpo recibe, por medio de la visión beatífica, el beneficio de la vida de Cristo resucitado.
5. La vida eterna: el cielo
Según la Constitución promulgada por Benedicto XII, la vida gloriosa del más allá, tiene como propiedad distintiva, la de poseer una visión inmediata de Dios: "estar en el cielo" equivale a ver la esencia divina. Esta visión expresa una intimidad plena: Dios no esconde nada de su ser; hace que el alma del santo penetre en la profundidad de su misterio divino. Los cuatro adverbios utilizados expresan la intención de una transparencia absoluta: inmediata, directa, clara y abiertamente. En nuestra existencia terrenal no podemos comprender el valor de tal visión, porque podemos conocer a Dios sólo por medio de las criaturas y no entendemos qué significa ver a Dios sin recurrir a esa mediación. Es por eso que el acceso a la visión beatífica se revela siempre como una inmensa sorpresa para los elegidos.
La visión intuitiva obra una transformación plena del alma. Es lo que dice Juan: "Cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es" (1 Jn 3,2).
Pablo subraya la diferencia entre el conocimiento de la fe y la visión cara a cara: "Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido" (1 Cor 13,12). Se trata de un conocimiento perfecto, semejante al conocimiento que es propio de Dios.
Jesús había establecido una relación entre la pureza del corazón y la visión: "Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios" (Mt 5,8). El corazón puro torna clara la mirada.
El aspecto contemplativo no es el único rasgo distintivo de la vida celestial. Algunos teólogos han observado recientemente que deben tenerse en cuenta otros aspectos. El cielo significa, en primer lugar, una vida nueva, vida que surge de Cristo resucitado. Jesús reserva a la fe la posesión de esa vida, posesión que es inaugurada en la tierra y está destinada a desarrollarse plenamente en el más allá: "Quien cree en el Hijo, ya posee la vida eterna" (Jn 3,36). La eucaristía proporciona, de manera muy especial, esa vida: "Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo lo resucitaré el último día" (Jn 6,54).
Otro apecto, también importante, consiste en la unión íntima con Cristo. Jesús les promete a sus discípulos una vida con él: "Os tomaré conmigo, para que donde esté yo también estéis vosotros" (Jn 14,3). Al buen ladrón le ofrece esa misma unión: "Hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23,43). Las palabras de Pablo son muy significativas: "Estaremos siempre con el Señor" (1 Ts 4,17) y también su deseo supremo: "Deseo irme y estar con Cristo" (Flm 1,23).
Decir: "en la casa de mi Padre hay muchas moradas" (Jn 14,2) es como invitar a los discípulos a entrar en una familiaridad completa con el Padre. No se trata sólo de ver al Padre en el cielo, sino de vivir en un continuado contacto con él, compartiendo el amor filial de Jesús.
La imagen del banquete nupcial muestra que la vida eterna es una fiesta del amor. El Esposo es Cristo (Mt 22,1-14; 25,1-13). Él es fuente de felicidad, que difunde el gozo de su amor y crea un ambiente de amor fraternal.
"Muchos son los llamados", es decir, los invitados que asisten al banquete, después del rechazo por parte de algunos "elegidos". Ante ese rechazo, el Padre ha reaccionado con una generosidad más universal, dirigiendo a todos la invitación.
La generosidad aparece también en el hecho de que hay "muchas moradas": muchos caminos distintos de santidad convergen en la casa del Padre, y todos pueden encontrar un sitio según su espiritualidad. Ello explica que cada santo sea distinto de los demás, y que la visión y la posesión de Dios adquieran una gran variedad de formas y de modelos de comportamiento.
Aunque el objeto de la visión sea el mismo para todos, el concilio de Florencia (1439) ha proclamado una diversidad de grados en la visión beatífica: las almas puras o purificadas "son acogidas inmediatamente en el cielo y contemplan abiertamente a Dios tal como es, uno y trino, pero unos lo hacen más perfectamente que otros, según sus méritos" (DS 1305). La perfección de la visión es, pues, proporcional a los méritos.
La afirmación de esa proporcionalidad no puede, pues, ofuscar una verdad aún más fundamental. La generosidad divina proporciona a todos una felicidad que excede los límites del mérito personal, como lo muestran las palabras del señor al siervo que ha hecho fructificar cinco talentos: "¡Bien, siervo bueno y fiel!; en lo poco has sido fiel, al frente de lo mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor" (Mt 25,21).
6. El infierno: la muerte eterna
En contraposición al cielo y la vida eterna, está el infierno con la muerte eterna. El concepto de infierno deriva del sheol hebreo, que designaba primitivamente el lugar de todos los muertos, y luego pasó a designar, de manera más específica, el castigo de los impíos. La imagen del fuego eterno es expresada también por la palabra "gehenna". Jesús subraya la separación entre buenos y malos y alude al castigo eterno: "Los ángeles separarán a los malos de entre los justos y los echarán en el horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes" (Mt 13,49-50).
La Constitución Benedictus Deus formula una definición de fe del infierno paralela a la del cielo: "Definimos además que, según la magna disposición de Dios, las almas de quienes mueren en pecado mortal actual descienden, inmediatamente después de la muerte, al infierno, donde son atormentadas con penas infernales" (DS 1002). No se especifica cuáles son esas penas infernales. Algunos las han interpretado como penas sensibles diferentes de la pena de la privación de Dios, pero sólo se menciona expresamente la separación: es la pena propia del infierno.
A lo largo de los siglos, se han realizado distintos esfuerzos por eludir la amenaza del infierno. Ya en el siglo III, Orígenes había propuesto la doctrina de un infierno no eterno, con amenazas pedagógicas; según su doctrina, el condenado, arrepentido y purificado, podía participar de la restauración total de todas las cosas en Dios. Pero tal interpretación fue rechazada por el segundo Concilio de Constantinopla (553; DS 411).
En los últimos tiempos, han sido intentadas otras interpretaciones que van en la misma dirección, por ejemplo la de la idea de un infierno de tipo quirúrgico, que asegura la victoria de Dios sobre las fuerzas del mal. Pero también la interpretación quirúrgica está impugnada por la declaración, que condena a aquellos que dicen o piensan que "el castigo de los demonios o de los impíos es temporal y un día llegará a su fin" (DS 411).
Ha sido propuesta también otra manera de eliminar las dificultades derivadas de la afirmación del infierno: el infierno existe como posibilidad, pero, en realidad, nadie es realmente condenado. Aunque esta hipótesis consienta la subsistencia de los demonios, merma la eficacia de las advertencias de Jesús, que figuran repetidas veces en el evangelio. Debemos tomar en seria consideración las advertencias evangélicas.
7. La purificación final o Purgatorio
Algunos de los que mueren en la gracia de Dios necesitan una purificación, después de la muerte, para entrar en la felicidad celestial. Han recibido de Cristo resucitado el don de la salvación y la vida divina, pero tienen que adquirir una santidad más profunda, porque aún no están listos, en sus disposiciones personales, para la intimidad completa con Cristo y con Dios.
La doctrina que afirma esa purificación, llamada purgatorio, ha sido expuesta por el Concilio de Florencia. Beneficiosa ha sido la discusión con los ortodoxos porque dio en eliminar dos elementos imaginativos: la doctrina calla sobre el "lugar" y el "fuego" ante las objeciones de los Orientales. El purgatorio, como el cielo y el infierno, no es un lugar, sino una condición, y no consiste en un fuego sensible.
Se trata, en cambio, de la purificación de quienes, habiendo hecho penitencia, mueren en la caridad de Dios antes de haber reparado con frutos dignos de penitencia los pecados de obra y omisión: "sus almas, después de la muerte, son purificadas con penas purgatorias; y para que sean liberados de tales penas, son útiles los sufragios de los fieles vivos" (DS 1304).
La condición del purgatorio ha sido concebida, a veces, según el modelo del infierno, pero hay una diferencia radical: la salvación y la santidad están presentes en las almas que son purificadas, sin que se trate de castigo o de pena. Se trata de una condición dolorosa, pero motivada por una purificación que impone un cambio en el fondo de la persona.
No se trata de un castigo infligido, porque el alma que es purificada, habiendo sido salvada y encontrándose en estado de gracia, ya ha obtenido el perdón divino, perdón completo, que exclude todo castigo. Esta alma está en relación de amistad con Dios. El hecho de que pueda recibir una ayuda eficaz por medio de las oraciones y la ofrenda del sacrificio eucarístico confirma la benevolencia divina que la ha acompañado y pone de manifiesto la responsabilidad de los fieles hacia la condición de esas almas.
8. La resurrección de los cuerpos
Hablando del poder que el Padre ha dado a su Hijo, poder de poseer en sí la vida y poder de juzgar, Jesús anunció la resurrección general de los cuerpos como manifestación de su poder soberano: "No os extrañéis de esto: llega la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y saldrán, los que hayan hecho el bien para una resurrección de vida, y los que hayan hecho el mal, para una resurrección de juicio" (Jn 5,28-29). La voz del Hijo de Dios hace salir a los muertos de los sepulcros.
En otra ocasión, al anunciar la eucaristía, Jesús se presenta también como el autor de la resurrección en el último día (Jn 6,54), pero se trata de la resurrección de quien ha participado en la cena eucarística, sin que se afirme la resurrección general que concierne a malos y buenos.
La resurrección general expresa la intención divina de que el cuerpo participe plenamente del destino, de felicidad o de condena, de cada individuo. El cuerpo estaba comprometido en el bien o el mal en la vida terrenal, compromiso que vuelve a aparecer en la resurreción del último día.
Según el plan divino, el cuerpo resucitado es idéntico al cuerpo terrenal. Semejante identidad no pone en dicusión el cuerpo de Cristo resucitado, como tampoco el de María, porque ambos han resucitado después de la muerte. Pero para los demás cuerpos, la manera de explicar la identidad puede ser objeto de discusión. Es el soberano poder divino que garantiza la identidad de manera misteriosa.
Con la resurrección de los cuerpos se garantiza una supervivencia del mundo material, que está ligada esencialmente al mundo espiritual de las almas.
En los últimos tiempos, ha aumentado el número de quienes intentan reemplazar la fe en la resurrección por una doctrina de la reencarnación. Según dicha doctrina, el hombre, al final de su vida, debería reencarnarse en otro ser, humano o animal, para librarse del peso de sus culpas y volver a empezar una vida mejor. Se trata de una doctrina que desvaloriza la vida terrenal, en busca de una identidad personal distinta, mientras que en la verdad de la resurrección se fortalece la identidad al colmarla con la vida de Cristo resucitado.
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