El "DIOS TRINIDAD"

Bruno Forte

La entera existencia cristiana puede ser considerada en el "Amén" pronunciado con la vida en la doble confesión de la fe trinitaria, aquella expresada con la señal de la Cruz, como memoria del bautismo y la que pasa por la "dosología", que resume todo la orientación de la existencia y de la historia a la Trinidad y, por lo tanto, la vocación última de todo bautizado: "Gloria Patri et Filio et Spiritu Sancto...". Justamente por esto, resulta todavía más dolorosa la constatación de una suerte de "exilio de la Trinidad" de la práctica y del pensamiento de los cristianos: ya Karl Rahner había observado que "si se debiese suprimir, como falsa, la doctrina de la Trinidad, después de una intervención de este tipo, gran parte de la literatura religiosa podría mantenerse casi inalterada" y, lo que es peor, la vida de los creyentes no cambiaría sino mínimamente.

En los últimos decenios la teología católica ha actuado un verdadero y propio "retorno a la patria trinitaria", también favorecido y expresado por el Magisterio con un fuerte sello trinitario por parte de Juan Pablo II. En los textos de teología, la tradicional separación esquemática de los dos tratados: -"De Deo Uno" y "De Deo Trino", el primero consagrado al Dios disponible, incluso a la especulación filosófica, mientras que el segundo, a lo específico de la revelación cristiana - ha sido superada en favor de una fecunda integración de las dos perspectivas. Moviéndose del evento pascual se ha contemplado la Trinidad en su comunicarse en la "economía" de la salvación, alcanzando a reconocer que si la Cruz del Hijo es la "narración" de la Trinidad, la confesión trinitaria es el "concepto" de la Cruz (así afirma Eberhard Jüngel ). Esto es, entre otras cosas, el mensaje que la tradición iconográfica del Occidente ha expresado, representando la Trinidad mediante la imagen del madero de la Cruz, del cual cuelga, abandonado en el infinito dolor y en la suprema soledad de la muerte, el Hijo, tenido entre los brazos del Padre, mientras la paloma del Espíritu une y separa a quien Abandona y a quien es Abandonado. Esta escena, de la cual la Trinidad de Masaccio en Santa María Novella en Florencia representa, quizás el testimonio más alto, deja entender como la Cruz no sea solamente un evento de la historia de este mundo. El Crucificado muere entre los brazos de Dios. Su muerte no es la atea "muerte de Dios", sino la "muerte en Dios": Trinidad divina, o sea, es profundamente alcanzada en su misterio de Padre, de Hijo y de Espíritu, por el evento que se cumple en el silencio del Viernes Santo. La fe cristiana no profesa un Dios imperturbable, espectador del dolor humano desde lo alto de su infinita lejanía, sino un Dios "compasionado" como decía el italiano del siglo XIV, un Dios que, habiendo amado Su criatura y aceptando el riesgo de la libertad, la amó hasta el final. Es este amor "hasta el final" (Jn 13, 1) el que motiva ¡el dolor infinito de la Cruz!

Antes que nada, en la Cruz se ofrece al Hijo de Dios, como decían los Concilios de la Iglesia antigua: "Unus de Trinitate passus est". "Deus crucifixus", afirmaba Agustín. ¿Qué significan estas formulas paradójicas? ¿qué quiere decir que en la Cruz la muerte toca al Hijo de Dios? Es Pablo a explicarlo en la Carta a los Gálatas: "Todo lo que vivo en lo humano lo vivo con la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí" (2, 20 ). La Cruz es la revelación del amor, por la cual el Hijo se ha entregado a la muerte por nosotros. El Hijo de Dios no ha estado "de paseo" con los hombres: Él se ha convertido en el compañero de nuestro dolor, ha compartido nuestra fatiga de vivir, nuestros cansancios, ha llorado el llanto del amor. "Mirad como la amaba (Jn 11, 36), dicen de Él, viéndolo llorar frente a la muerte del amigo Lázaro,. Él ha muerto en la Cruz por amor nuestro. La Cruz es la historia del Hijo eterno que sufriendo nos ha revelado Su infinito amor: es desde la Cruz que el Hijo pronuncia la palabra reportada por los místicos: "No por broma te he amado" (Angela de Foligno). Si los hombres pensasen verdaderamente en estas palabras "los amó hasta el final", cuántas resistencias y miedos caerían frente al Amor, que se ha hecho humilde, crucificado, abandonado ¡en el infinito dolor de la Cruz!

En efecto, la Cruz no es sólo la historia del Hijo: éste es entregado a la muerte por Dios, Su Padre. Es Él quien tiene entre los brazos el madero de la vergüenza; el árbol del abandono. Y es todavía Pablo quien lo afirma en su Carta a los Romanos: "Dios ni siquiera perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros (8, 32).Y Juan dice: ¡Así amó Dios al mundo! Le dio al Hijo Único por todos nosotros (3, 16). Dios no es imperturbable. Él sufre por amor nuestro. Es el Dios que Juan Pablo II en la Encíclica Dominun et vivificantem, muestra como el Padre es capaz de ejercer un infinito amor, justamente porque es capaz de tener un infinito dolor: "El 'convencimiento del pecado' no deberá significar también el revelar el dolor, inconcebible e inexpresable que, a causa del pecado, el Libro sagrado… parece entrever en las 'profundidades de Dios' y, en un cierto sentido, ¿en el corazón mismo de la sublime Trinidad?… En las 'profundidades de Dios' hay un amor de Padre que, frente al pecado del hombre, según el lenguaje bíblico , reacciona hasta el punto de decir: 'Estoy arrepentido de haber hecho el hombre'… se tiene, de esta manera, un paradójico misterio del amor: en Cristo sufre un Dios rechazado por la misma criatura… pero, al mismo tiempo, desde las profundidades de este sufrimiento, el Espíritu consigue una nueva medida del don hecho al hombre y a la creación desde el inicio. "En las profundidades del misterio de la Cruz actúa el amor" (n. 39 y 41). Si est es verdad, nadie es un número delante de Dios Padre: Él nos conoce uno a uno y nos ama con un amor eterno, infinito y sufre por nuestro pecado, con un sufrimiento de cuya profundidad no conseguimos ni siquiera a entrever el sentido. Dios es Amor: es así que nos lo presenta la Primera carta de Juan: "Queridos míos, amémonos unos a otros, porque el amor viene de Dios. Todo el que ama a nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, pues Dios es amor". (1 Jn 4, 7-8). El modo en el que Juan llegase a decir que Dios, el Padre es Amor, lo explican los versículos que siguen "Miren cómo se manifestó el amor de Dios entre nosotros: Dios envió a su Hijo Único a este mundo para que tengamos vida por medio de él. En esto está el amor: no es que nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó primero y envió a su Hijo como víctima por nuestros pecados" (1 Jn 4, 9-10).He aquí la revelación del infinito Amor: Dios sufre por amor nuestro; Dios se compromete con el dolor humano y no nos deja solos en la noche del dolor. "¡El Padre mismo no es sin dolor!… sufre a través del amor" (Orígenes).

Tambi0n el Espíritu Santo está presente en la hora de la Cruz en un modo misterioso y real. Dice el cuarto Evangelio que Jesús "inclinado la cabeza entregó el Espíritu" (19, 30), ¿Qué puede significar ésta entrega del Espíritu Santo en el silencio del Viernes Santo? Puede ser entendido a la luz de una lectura "vétero -testamentaria" del Nuevo Testamento. En los textos de la espera hay una ecuación clara: cuando Israel va en exilio, Dios retira su Espíritu del pueblo elegido; el exilio equivale a la ausencia del Espíritu. Cuando Israel volverá en la tierra de la promesa de Dios, que es su patria, Dios derramará su Espíritu en cada carne y todos profetizarán. Es el anuncio de las profecías del Espíritu, que vienen a realizarse en el día de Pentecostés. Si el exilio es la dolorosa ausencia del Espíritu, la Patria es la nueva efusión de Él, es la alegría de la vida del Consolador que entra en el corazón de nuestro corazón y, quitándonos el corazón de piedra nos dona el corazón de carne. Cuando Jesús entrega el Espíritu, Él, el Hijo de Dios, entra en el exilio de los "sin Dios" de los "malditos de Dios". Dice Pablo "Dios lo trató como pecado a nuestro favor" (2 Cor 5, 21); "Cristo se ha convertido en maldición para nosotros" (Gál 3, 13). La Patria ha entrado en el exilio: ¡Ésta es la buena novela de la Cruz! Ahora ya, no habrá más situación humana de dolor, de miseria y de muerte, en la que la criatura humana pueda sentirse abandonada por Dios. Si el Padre ha tenido entre Sus brazos el Abandonado del Viernes Santo, tendrá entre Sus Brazos a todos nosotros, cualesquiera que sea la historia de pecado, de dolor y de muerte de la cual nosotros provenimos. A quien advierta el peso del dolor de la muerte, el Evangelio de la Cruz, "locura" para los griegos y "escándalo" para los judíos, dice que no es solo. "Con amor eterno te he amado" (Jer 31, 3). "Te he tenido entre mis brazos" (Sal 131, 2). "Te tengo grabada en la palma de mis manos" (Is 49, 16): y si aunque una madre se olvidase de su niño, "Yo nunca me olvidaría de ti" (Is 49, 15).

Es, entonces, la Cruz la buena nueva, el Evangelio del amor de Dios: ¡es a los pies de la Cruz que nosotros descubrimos que Dios es Amor! Este es el Evangelio de la salvación: nosotros hemos creído en el amor. Nosotros no creemos sólo que Dios exista: para creer en esto, ¡basta contemplar en profundidad el misterio del mundo! Nosotros creemos en un Dios personal, en un Dios que es amor y que nos ama de un amor siempre nuevo y personalizado, de un amor impulsado hasta el infinito dolor de la Cruz. Es este el Dios de la Cruz: el Dios de la caridad sin fin… Es, sin embargo, la resurrección a iluminar la Cruz de eternidad, para decirnos que la historia que en esa se ha consumado, no se ha cerrado en el pasado, porque, más bien, continuará a escribirse en todas las historias del dolor del mundo que querrán abrirse al don de la vida, acogiendo el Espíritu entregado por Jesús a la hora de la Cruz y a Él restituido en la hora de la Pascua. Este Espíritu es, por lo tanto, donado al Resucitado (cf. Rom 1, 4) y de Él a nosotros como Espíritu de resurrección y de vida. Por esto, la Pascua es la buena nueva del mundo, el fundamento de la esperanza, que no frustra. En el don de la reconciliación de que se cumple en la Pascua, el Espíritu es ganado para nosotros: y nosotros podemos por esto entrar en el en el corazón divino de la Trinidad y el mundo entero está llamado a convertirse en la Patria de Dios, cuando el Hijo entregará todas las cosas al Padre y Dios será "todo en todos" (1 Cor 15, 28). Por lo tanto, tres son las figuras del Amor eterno, que actúan a la hora de la Cruz y en la de la Pascua, tres divinas Personas - como lo indicará la teología, aunque sea balbuceando. Estas deben contemplarse en la propiedad específica de cada una, teniendo siempre presente que uno y único es el Dios amor, la Trinidad en la única esencia de la divinidad. Este Dios, uno y único, según el testimonio del Nuevo Testamento es amor: para el cristiano creer en Dios significa confesar con los labios y con el corazón que Dios es Amor. Esto quiere decir, reconocer que Dios no es soledad: para amar se necesita, al menos, ser dos; en una relación en manera tan rica y profunda que pueda ser abierta, en cuanto es otra respecto a los dos. Dios Amor es comunión de los tres, el Amante, el Amado y el Amor recibido y donado, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Creer en este eterno amor significa creer que Dios es uno en Tres Personas, en una comunión tan perfecta, que los Tres son uno en el Amor, y juntos según relaciones tan reales, subsistentes en la única esencia divina, que estos son verdaderamente Tres en el dar y recibir amor, en el encontrarse y en el abrirse al amor,: "En verdad ves la Trinidad, si ves el amor" (Agustín, De Trinitate, 8, 8, 12). "He aquí tres: el Amante, el Amado y el Amor (ibíd 8, 10, 14).

El primero de los Tres, el Padre, es - como se afirma en la primera carta de Juan - el Dios que es "Amor" (1 Jn 4, 8, 16). Es Él que ha iniciado desde siempre a amar y ha entregado Su Hijo a la muerte por amor a nosotros: "no ha perdonado siquiera a su propio Hijo" (Rm, 8, 32). El Padre es la eterna Fuente del Amor, es Él que inicia desde siempre a amar, el principio sin principio de la caridad eterna, la gratuidad del amor sin fin: "Dios no ama porque somos bellos y buenos; Dios nos hace buenos y bellos porque nos ama" (Lutero). Dios Padre es el amor que no terminará jamás, la gratuidad eterna del Amor. Es Él que inicia en nosotros lo que nosotros no seremos jamás capaces de iniciar solos. Es así que Dios nos ha hecho capaces de amar: nos ha amado en primer lugar y no se cansará jamás de amarnos. Amados comenzamos a amar: "Los hombres nuevos cantan el cántico nuevo" (Agustín). El Padre es el eterno Amante que desde siempre ha iniciado a amar: y que suscita en nosotros la historia del amor, contagiándonos de Su gratuidad. Si el Padre es el eterno Amante, el Hijo es el eterno Amado, Aquél que desde siempre se ha dejado amar, El Hijo nos hace entender que no es divino sólo el amor: es divino también el dejarse amar, el recibir el amor. No es divina sólo la gratuidad: es divina la gratitud. ¡Dios sabe decir gracias! El Hijo, el Amado es la acogida eterna, es Aquél que desde siempre sabe decir sí al Amor, la obediencia viviente del Amor. El Espíritu hace presente en nosotros al Hijo, cada vez que sabemos decir gracias, porque sabemos acoger el amor ajeno. No basta comenzar a amar, se necesita dejarse amar, ser humildes frente al amor ajeno, hacer espacio a la vida, acoger al otro. Es así que se deviene icono del Hijo: en la acogida del amor. Donde no se acoge al otro, sobre todo, al diverso, no se acoge Dios, no se es imagen del Hijo eterno. Para terminar, en la relación del Amante, y del Amado se coloca el Espíritu Santo.

En la contemplación del misterio de la Tercera Persona divina existen dos grandes tradiciones teológicas, la de Oriente y la de Occidente. En la tradición occidental - posterior a Agustín - el Espíritu es contemplado como el vínculo del Amor eterno, que une el Amante y el Amado. El Espíritu es la paz, la unidad, la comunión del Amor divino. Por esto, cuando el Espíritu entra en nosotros nos une en nosotros mismos, reconciliándonos y nos une a Dios y a los demás. El Espíritu dona el lenguaje de la comunión y hace tejer pactos de paz, nos hace capaces de la unidad, porque entre el Amante y el Amado es su amor personal, el vínculo de la caridad eterna, donado por el Uno y recibido por el otro. Junto a esta tradición está aquella de Oriente, donde el Paráclito es llamado "éxtasis de Dios": según esta concepción el Espíritu es Aquél que rompe el cerco del Amor, y viene a realizar en Dios la verdad que "amar no significa mirarse en los ojos, sino mirar juntos hacia la misma meta" (A. de Saint-Exupéry). Es así que el Espíritu obra en Dios: Él no sólo une el Amante y el Amado, sino que hace "salir" Dios de si, en cuanto es el dono divino, el "éxtasis", el "estar fuera" de Dios, el éxodo sin retorno del Amor. Cada vez que Dios sale de si, lo hace en el Espíritu: así es en la creación ("el Espíritu se libraba sobre las aguas…": Gén 1, 2); así en la profecía; así en la Encarnación ("la potencia del Altísimo te cubrirá con su sombra": Lc 1, 35); así en la Iglesia sobre la cual se derrama el Espíritu en Pentecostés (cf. Ac 2, 1-13). El Espíritu es, entonces, la libertad del amor divino, el éxodo, el don del Amor. Cuando nos habremos dejado alcanzar y transformar por el Espíritu, no podremos más quedarnos a mirarnos en los ojos: tendremos la necesidad de salir y de llevar a los demás el don del amor con el que hemos sido amados. Solo donde hay esta urgencia del amor, quema el fuego del Espíritu: un creyente o una comunidad que hubiese acogido el don del Espíritu, pero que no viviese este éxtasis del amor, esta necesidad incontenible de llevar a los demás el don de Dios con el testimonio de la palabra y en el servicio de la caridad, no habría realizado la plenitud del amor, no sería plenamente la Iglesia "icono de la Trinidad"…

La unidad del Dios vivo, no es un muerto dado, sino el vivir el uno en el otro recíproco y total de las tres Personas en la caridad. Es la unidad del eterno evento del amor, del cual hemos sido partícipes en el don de la revelación. Es Su eterno y recíproco darse, per el cual cada uno vuelve a encontrar a si mismo "perdiéndose" en el Otro. Una unidad que es "pericoresi", para usar el lenguaje de los Padres griegos, recíproco estar el uno en el otro, recíproco moverse de si al otro, del otro restituido a si mismo. Y esto a un nivel tan profundo que la "esencia" de los Tres, lo que estos son en lo más profundo, no es sino el único ser divino. Se comprende a los pies de la Cruz en la luz de la Pascua, qué pueda significar en nuestra vida esta contemplación del Amor trinitario. Si la caridad nace de Dios, si es Él que nos ha amado primero, se necesita saber que se aprende a amar solamente dejándose amar, haciendo espacio a la vida, escuchando en profundidad el don de Dios, viviendo la loa del Otro. La dimensión contemplativa de la vida es aquella que, antes que nada, corresponde al don de la Trinidad y es, por esto, la verdadera escuela de la caridad. Es este el camino que resplandece en la creyente ejemplar, la Virgen María que se ha hecho silencio, en la que ha resonado la Palabra de Dios, en el tiempo, y ha sido el vientre en el que ha tomado cuerpo la luz que ilumina cada ser humana: cubierta por Dios Trinidad, ha sido el terreno del adviento de la Trinidad en la historia. El amor viene de Dios y quien ama ha nacido de Dios y conoce Dios. En quien ama con este amor se ofrece la anticipación de la eternidad en el tiempo. Y el horizonte del Misterio último que nos acogerá al final, se revela por lo que será plenamente entonces: el abrazo del "Deus Trinitas", la custodia silenciosa y recogida del Dios que es Amor…