Presentación de la encíclica
Introducción
La encíclica Veritatis splendor, del 6 de agosto de 1993, se propone esclarecer algunas "cuestiones fundamentales de la enseñanza moral de la Iglesia", y lo hace a través del necesario discernimiento en las controversias existentes entre especialistas de ética y teología moral (5).
Por ese motivo, no propone una enseñanza completa de la doctrina moral cristiana, sino que trata un reducido número de problemas. Por eso mismo, el documento debe ser leído a la luz de la amplia síntesis del Catecismo de la Iglesia católica. En las encíclicas Evangelium vitae (1995) y Fides et ratio (1998) el documento encuentra significativa continuidad.
La renovación de la teología moral que auguraba el Concilio Vaticano II ha dado frutos notables. Sin embargo, basándose en determinadas concepciones antropológicas y éticas, sin las salvedades necesarias, algunos teólogos han llegado a poner en duda la totalidad del patrimonio moral de la Iglesia.
La competencia del Magisterio en cuestiones morales ha quedado en entredicho, provocando una verdadera crisis. Era necesario, entonces, aceptar el desafío.
La crisis de la teología consiste, en definitiva, a nivel cultural, en la repercusión de la fractura entre libertad y verdad, provocada por la influencia de distintas corrientes intelectuales que juzgan que la libertad, en su autonomía total pueda ser generadora de valores. Ningún teólogo defiende una posición tan extrema, pero algunos han planteado, en el ámbito de los llamados comportamientos "inframundanos", una autonomía de la razón que implica, por parte de la razón, la capacidad de crear normas morales que atañen al "bien humano", prescindiendo de la Revelación y el Magisterio.
La crisis del nexo íntimo entre fe y moral concierne directamente la teología y comporta una serie de consecuencias pastorales evidentes. También en este caso, se debe a la comprensión errónea de la autonomía, desconociendo el hecho que la fe plantea la exigencia de un compromiso coherente que abarca toda la vida y que, por consiguiente, exige el acatamiento de los mandamientos.
La "sequela Christi"
El primer capítulo es una meditación de la Sagrada Escritura. En el joven que se acerca a Jesús y le pregunta: "Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?" (Mt 19,16-22) podemos reconocer a cada uno de los hombres. Para responder a la cuestión moral, debemos dirigir nuestra mirada hacia Cristo.
A medida que evoluciona el diálogo entre Jesús y el joven, la meditación descubre el contenido esencial de la Revelación del Antiguo y el Nuevo Testamento sobre la acción moral: la subordinación del hombre y de su actuación moral a Dios, a Aquel que "solo es el Bueno"; la relación entre el bien moral de los actos humanos y la vida eterna; la necesidad de acatar los mandamientos contenidos en la Ley divina y llevados a su perfección por Cristo; la secuela de Cristo, que abre al hombre la perspectiva de un amor perfecto; y, por último, el don del Espíritu Santo, fuente y recurso de la vida moral de la "nueva creación" (cfr. n° 28). De esta manera se realizan, más allá de toda expectativa, las aspiraciones más profundas del corazón humano a la vida y la felicidad.
Queremos destacar aquí la importancia del tema de la sequela Cristi, que significa, sin duda alguna, imitación, pero también, de manera más radical, participación en su vida, vida de libertad en su obediencia como expresión de su amor al Padre hasta el don de sí en la cruz (cfr. nos. 19-21). De tal manera se revelan la novedad y originalidad de la moral cristiana, como un nexo íntimo que une la fe y la moral; esto es, la fe, como sequela Christi, tiene también un contenido moral: "No se trata sólo de ponerse a la escucha de una enseñanza y de recibir en la obediencia un mandamiento; se trata, de manera más radical, de adherir a la persona misma de Cristo, de compartir su vida y su destino, de participar en su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre" (n° 19).
Puede observarse también en qué medida la tendencia a la secularización de la moral puede ser motivo de desorientación: la respuesta de Jesús a la pregunta del joven muestra que la cuestión moral es, radicalmente, una pregunta religiosa (cfr. n° 9). Por último, es necesario destacar la dimensión eclesial de la moral cristiana y la misión del Magisterio de la Iglesia (cfr. nos. 25, 26).
Libertad y verdad
El capítulo 2 enuncia algunos principios gracias por medio de los cuales es posible juzgar algunas de las tendencias actuales de la teología moral que se oponen a la "sana doctrina". No se trata de un rechazo global sino de un examen crítico, que, al indicar sus ambigüedades, peligros y errores, permite reconocer lo que en tales tendencias es legítimo, útil y valioso (cfr. n° 34). La encíclica se propone recordar algunos supuestos de la teología moral católica.
El problema fundamental radica en la relación entre la libertad humana y la verdad. Algunas tendencias de nuestra cultura han llegado a debilitar yen algunos casos, a negar la dependencia de la libertad de la verdad (ibid.).
Por lo tanto, el problema moral remite al problema antropológico y, a su vez, la antropología es iluminada por el misterio del Verbo encarnado, según la doctrina desarrollada por Gaudium et Spes (n° 22). Bajo esta luz percibimos, pues, toda la riqueza del tema de la imagen de Dios. La moral y sus exigencias pueden ser comprendidas sólo a partir de la visión del hombre como imagen de Dios.
Es obvio que la manera de entender la relación entre la libertad y la verdad incide directamente en la manera de concebir la relación entre la libertad y la ley.
Algunas corrientes intelectuales han llegado a mantener la autonomía absoluta de la libertad: la autonomía moral sería equivalente a una soberanía completa. En tal caso, la libertad sería creadora de verdad y de "valores" (cfr. n° 35). A menudo, dicha soberanía se atribuye a la razón humana. Tales tendencias culturales han ejercido influencia en el ámbito de la moral católica: atribuyen al hombre la facultad de dictarse a sí mismo leyes morales referentes al recto ordenamiento de la vida en este mundo (cfr. n° 36). Se ha introducido una constante distinción entre un orden ético, de origen exclusivamente humano, y un orden de la salvación, para el que sólo serían relevantes algunas intenciones y actitudes interiores ante Dios y el prójimo (cfr. n° 37).
Urge, pues, la necesidad de hablar del sentido verdadero de la autonomía moral, que puede ser definida como teonomía participada. El hombre, creado libre, participa del señorío divino, porque es llamado a gobernarse a sí mismo. Su autonomía es, por lo tanto, una autonomía participada.
La doctrina de la ley natural explica este aspecto importante. La ley natural es la participacion de la criatura racional de la ley eterna, puesto que subraya la subordinación esencial de la razón y la ley humana a la Sabiduría de Dios y su Ley (cfr. n° 44).
La encíclica esclarece los malentendidos causados por la expresión ley natural. Se trata de la naturaleza humana de la que forma parte esencialmente la razón; a su vez, la razón, tomando como punto de partida la percepción de la finalidad de las inclinaciones grabadas en el hombre por su Creador, da a aconocer a la voluntad los imperativos de la ley. No hay, pues, ni fisicismo ni naturalismo (cfr. nos. 47-48).
Una concepción adecuada de la ley natural conduce a la afirmación de su universalidad e inmutabilidad, ignoradas por aquellas teorías que preconizan la oposición entre la libertad y la naturaleza, o entre la historicidad y la cultura. "Dicha universalidad no prescinde de la singularidad de los seres humanos, como tampoco se opone a la unicidad e irrepetibilidad de cada persona; por el contrario, abraza en su raíz cada uno de sus actos libres, que deben ser testimonio de la universalidad del bien verdadero. Al someterse a la ley común, nuestros actos edifican la verdadera comunión de las personas..." (n° 51): oportunamente, la encíclica recuerda que, en sí, la idea de historicidad presupone elementos estructurales permanentes; la referencia que Jesús hace al "principio" lo atestigua. El hombre se sitúa siempre en una determinada cultura, pero no se agota en ella. "Por lo demás, el mismo progreso de las culturas demuestra que en el hombre existe algo que trasciende las culturas", y es precisamente, la naturaleza del hombre, que otorga a la cultura su medida y afirma en la persona su dignidad (cfr. n° 53).
La conciencia moral
Siguiendo los conceptos ya mencionados sobre la relación entre verdad y libertad, encontramos las teorías de la conciencia moral que se sitúan en oposición a la tradición del Magisterio y conducen a una interpretación "creativa" (cfr. nos. 54 ss.). Dicha interpretación presenta distintas modalidades.
En sentido negativo, representa una reacción a la explicación, difundida en los manuales preconciliares, en los que la acción de la conciencia se definía como la mera aplicación de normas morales generales. Por otra parte, éstas no pueden acoger y respetar la totalidad de la especificidad irrepetible de cada acto de la persona. La ley no puede reemplazar a la persona en su decisión. Es más, según esta teoría, existe oposición entre la ley y la decisión personal. Por ese motivo, la conciencia ya no puede ser considerada como una instancia del juicio, sino como una instancia de la decisión, que, por sí misma, sería ley.
La elección debería basarse en motivos razonables. Repecto de las normas del Magisterio, su validez estaría dada sólo por las fundamentaciones que las sustentan.
Más que ser criterios objetivos y vinculantes, tales normas deberían proporcionar una perspectiva general que ayude al hombre en su vida personal y social. En definitiva, debería tomarse una decisión en base a la convicción racional de la validez de dichas normas. Por eso, se considera que las posiciones demasiado categóricas del Magisterio obstaculizarían la maduración moral del hombre.
Para otros teólogos, las normas enunciadas por el Magisterio tendrían valor especulativo. La praxis exigiría una consideración existencial más concreta que volvería legítimas las excepciones. El criterio decisivo sería la coherencia entre elección y buena intención. Una elección, favorable a un acto calificado como intrínsecamente malo por la ley a nivel abstracto, podría estar justificada a nivel concreto. De esta manera, la conciencia individual decidiría lo bueno y lo malo. Se establece, pues, una separación desastrosa entre la ley y la elección, cuyos motivos serían "pastorales" (cfr. nos. 55-56).
La encíclica esboza las grandes líneas de la doctrina cristiana sobre la conciencia. Ésta es para el hombre testigo de su fidelidad o infidelidad ante la ley: es el único testigo del diálogo íntimo del hombre consigo mismo y, aun más, de su diálogo con Dios. Es un juicio práctico que, después de los razonamientos, conmina al hombre a hacer lo que debe o dejar de hacerlo, o evalúa una acción que ha hecho.
La ley natural destaca las exigencias objetivas del bien moral. La conciencia es la aplicación de la ley a un caso determinado; se convierte así en una voz interior, un llamado a hacer el bien, hic et nunc, en una situación concreta. Es el recononcimiento, no la negación, del carácter universal de la ley y de la obligación. Es lo que constituye la norma próxima de la moralidad personal.
Es necesario comprender el sentido verdadero de la palabra aplicación, que no se refiere en absoluto a algo mecánico: es la interiorización de la ley, cuya fuerza luminosa puede iluminar cada acción como acción de la persona.
La conciencia puede errar, no es infalible. Según los casos, su error será invencible o culpable. La formación de la conciencia, para que pueda enunciar juicios verdaderos es, pues, un grave deber para todos. En esta formación, la Iglesia y el Magisterio pueden ser de gran ayuda.
La opción fundamental
La reflexión examina luego las teorías cuyo centro es la "opción fundamental". El hecho de que una elección fundamental, la de la fe "que actúa por la caridad" (Ga 5,6) y la obediencia de la fe (cfr. Rm 16,26), califica la vida moral e implica radicalmente la libertad del hombre ante Dios, es un tema que tiene profundas raíces bíblicas. Es, pues, acertado que la teología destaque su importancia.
Pero lo que es necesario rechazar es cierta interpretación de la elección fundamental basada en una concepción errónea de la relación entre la persona y los actos, que lleva a desvincular la opción fundamental y las elecciones particulares. Se trata de una libertad fundamental, por medio de la cual la persona decide de manera global sobre sí misma, no por medio de una elección exacta y consciente, sino de manera "transcendental" y "atemática". A su vez, las elecciones particulares, llamadas "categoriales", serían sólo tentativas parciales y nunca definitivas de expresar dicha opción de manera adecuada; serían solamente sus "signos" o síntomas. Las elecciones deliberadas y los comportamientos concretos de la libertad "categorial" referentes a bienes parciales, pertenecerían a la esfera "intramundana".
Da esta manera, la distinción propuesta se convierte en una disociación entre dos tipos de libertad de elección, y distingue dos niveles de moralidad. Cuando se atribuye a la elección fundamental la distinción entre el bien y el mal, las elecciones particulares "intramundanas" son definidas como "justas" o "equivocadas". Determinados comportamientos son considerados moralmente justos o equivocados "según un cálculo técnico de la proporción entre lo bueno y lo malo "premoral" o "físico" que es fruto de la acción" (n° 65). La calificación propiamente moral de la persona queda reservada a la opción fundamental. Se introduce así en la acción humana una escisión entre dos niveles de moralidad.
A las teorías mencionadas es necesario replicar que la opción fundamental se realiza siempre a través de elecciones conscientes y libres. Por ese motivo, cuando la persona compromete conscientemente su libertad en elecciones de sentido contrario en asuntos morales graves es anulada.
Dichas teorías se apoyan en una antropología dualista que no respeta "la integridad substancial o la unidad personal del agente moral en su cuerpo y en su alma. La opción fundamental, entendida sin considerar explícitamente las potencialidades que pone en movimiento y las determinaciones que la expresan, no da cuenta cabal de la finalidad racional inmanente en la acción humana y cada una de sus elecciones deliberadas". La moralidad de los actos no deriva sólo de la intención. "Toda elección implica siempre una referencia de la voluntad deliberada a lo bueno y lo malo, indicados por la ley natural como bienes que se deben escoger y males que se deben evitar" (n° 67). En realidad, el hombre escoge al Bien absoluto como su fin último a través de la elección de bienes determinados, en conformidad con el orden establecido por Dios.
La encíclica subraya también que "gracias a una opción originaria por la caridad, el hombre podría mantenerse moralmente bueno, perseverar en la gracia de Dios, alcanzar su salvación, aunque algunos de sus comportamientos concretos fueran deliberada y gravemente contrarios a los mandamientos de Dios, presentados por la Iglesia"
Ahora bien, según la enseñanza del Concilio de Trento (cfr. DS 1544, 1469), "una vez recibida la gracia de la justificación, es posible perderla no sólo por la infidelidad, que pierde la fe misma, sino por cualquier otro pecado mortal" (cfr. n° 68).
De hecho, no hay pecado mortal solamente cuando se rechaza de manera consciente a Dios y su amor. Como dice la citada Exhortación postsinodal Reconciliatio et paenitentia: "El pecado mortal existe también cuando el hombre, sabiendo y queriendo, por cualquier motivo, escoge algo gravemente desordenado. En efecto, esa elección encierra un desprecio del precepto divino, un rechazo del amor de Dios hacia la humanidad y hacia toda la creación: el hombre se aleja de Dios y pierde la caridad. La orientación fundamental puede ser, pues, modificada radicalmente por actos particulares" (n° 70).
La moralidad del acto humano
En definitiva, se trata de la naturaleza de los actos humanos o morales, que son tales "porque expresan y deciden la bondad o la malicia del hombre que realiza esos actos" (n° 70). Se puede decir, sin forzar el sentido de los términos, que la encíclica presenta una concepción personalista, que destaca la unidad, de cuerpo y alma, del agente moral. Por otra parte, la moralidad significa ordenación racional y voluntaria del hombre a su fin último, Dios, bien verdadero del hombre. Tal ordenación deliberada de los actos a Dios lleva, pues, a afirmar el carácter teleológico de la ley moral.
Refiriéndose precisamente a este aspecto, algunas interpretaciones ponen en tela de juicio el sentido de la moralidad, al valorar de manera exclusiva la intención subjetiva y las circunstancias (o, más exactamente, las consecuencias) del acto moral, en perjuicio de su objeto. Las teorías éticas teleológicas (proporcionalismo, consecuencialismo) someten, de alguna manera, al sujeto agente a un doble deber, pues crean una distinción entre el orden moral, referido a valores propiamente morales, como el amor a Dios, la benevolencia para con el prójimo, la justicia, y un orden premoral, capaz de medir las ventajas y los inconvenientes que el sujeto acarrea a otras personas. En otras palabras, "la especificidad moral de los actos, es decir, su bondad o malicia, quedaría decidida exclusivamente por la fidelidad de la persona a los valores más altos de la caridad y la prudencia, sin que dicha fidelidad sea necesariamente incompatible con elecciones contrarias a determinados preceptos morales particulares" (n° 75). O, en otras palabras, la bondad moral del acto estaría evaluada a partir de la intención del sujeto en relación a los bienes morales, mientras su "rectitud" estaría evaluada "a partir de la consideración de los efectos o las consecuencias previsibles y su proporción" (ibid). Según semejante concepción, que nace de una antropología dualista, el sujeto podría decidir la validez de actuar contra una norma universal negativa.
Tal concepción de las cosas no es compatible con la doctrina de la Iglesia, porque cree poder justificar como aceptables elecciones deliberadas contrarias a los mandamientos de la Ley divina. "Cuando el apóstol Pablo resume en el precepto de amar al prójimo como a sí mismo el cumplimiento de la ley (cf. Rm 13,8-10), no atenúa los mandamientos, sino que, por el contrario, al subrayar sus exigencias y su gravedad, los confirma" (n° 76).
En la teología moral, el objeto indica el término de la voluntad deliberada. La razón presenta a la voluntad algunos objetos de elección como conformes o contrarios a la ley moral. Ésta ilumina sobre la compatibilidad o incompatibilidad del objeto elegido con el amor de Dios, fin último. Y puesto que la persona realiza su perfección en la unión con el amor de Dios con su voluntad, la libre elección compromete a la persona. La ley dada a la razón presenta a la voluntad el carácter de conformidad o disconformidad de la elección o de un comportamiento con el amor de Dios. Por lo tanto, "la moralidad del acto humano depende, en primer lugar y fundamentalmente, del objeto razonablemente elegido por la voluntad libre". Al decir que el acto humano depende de su objeto, se afirma "Si éste puede ser o no ordenado a Dios, a Aquel que "es el solo Bueno", y de esa manera realiza la perfección de la persona" (cfr. n° 78). La moralidad es, pues, una realidad interior de la persona y no sería posible, sin caer en un dualismo contrario a la naturaleza de las cosas, instaurar en el objeto una suerte de escisión entre el aspecto moral y el aspecto "físico". El objeto, en la medida en que está conforme al orden de la razón, es la causa de la bondad de la voluntad.
La encíclica no disminuye en absoluto la importancia de la intención y las consecuencias, sino que éstas, sencillamente, no pueden eliminar el objeto o colocarlo entre paréntesis.
Es posible ahora comprender la doctrina de los actos intrínsecamente malos. En su objetividad, se trata de actos "no ordenables" a Dios porque son contrarios al bien de la persona y la intención no puede convertirlos en buenos. Si una intención es buena o determinadas circunstancias pueden atenuar su maldad, no pueden, en cambio, suprimirla (cfr. n° 81). Las normas que prohíben esos actos son válidas en toda circunstancia, semper et pro semper. "Como se ve, en la cuestión de la moralidad de los actos humanos y, en particular, en la de la existencia de los actos intrínsecamente malos, se concentra, de alguna manera, la cuestión misma del hombre, de su verdad y de las consecuencias morales que de ella derivan" (n° 83).
Si el hombre quisiera decidir, en virtud de su intención, la bondad o la malicia de sus actos, se colocaría "más allá del bien y del mal", intentaría escapar a su condición de criatura. Se presentaría como creador de valores a partir de su intención subjetiva y del cálculo, por demás discutible, de sus consecuencias.
Consecuencias pastorales
A la luz de lo dicho anteriormente, el capítulo tercero llega a conclusiones pastorales importantes.
La formación de la conciencia moral pertenece al gran proyecto de la nueva evangelización, que debe ser obra de toda la Iglesia, "pueblo profético". En este marco, los teólogos morales tienen su misión propia.
La formación de la conciencia moral es esencial para la santidad de la persona (cfr. nos. 88-94), es una condición de una vida social digna del hombre (cfr. nos. 95-101).
Los cristianos están llamados a volver a descubrir "lo novedoso de su fe y su capacidad de juicio ante la cultura dominante e invasora" (n° 88). La fe posee un contenido moral, comporta la recepción de los mandamientos divinos. En la vida moral, la fe se vuelve "confesión", se hace testimonio (cfr. n° 89). Es importante subrayar la hermosa referencia al martirio cristiano, suficiente en sí para confirmar el carácter inaceptable de las teorías éticas que niegan la existencia de normas morales determinadas y válidas sin excepciones (cfr. n° 90). Hay verdades y valores morales por los que se debe estar dispuestos a dar la vida (cfr. n° 94). Por otra parte, no sólo los cristianos lo saben.
"La firmeza de la Iglesia en la defensa de las normas morales universales e inmutables, no es, de ninguna manera, mortificante" (n° 96). Ante las leyes morales, todos los hombres son iguales, sin excepción alguna. Dichas leyes constituyen una garantía de la dignidad del hombre y de una justa convivencia social, sea en lo económico que en lo político.
La enseñanza de la moral se comprende a la luz de la misericordia de Dios.
Con la ayuda de la gracia de Dios y los medios de santificación que brotan del misterio de la Redención, siempre es posible observar la ley de Dios. La comprensión de la debilidad humana no debe comprometer y falsificar la medida del bien y del mal (n° 104). Por el contrario, aceptar la desproporción entre la ley y la capacidad de las meras fuerzas, predispone para acoger la gracia (cfr. n° 105). Cuando, por la dignidad y la verdadera libertad del hombre, la Iglesia anuncia la ley moral, su mirada se dirige a Cristo en la cruz. Participa, entonces, de la misión con la certidumbre de que la verdadera libertad se encuentra en el amor que se entrega.
El ejemplo de María Madre de misericordia, citado en la conclusión, recuerda la "extraordinaria sencillez" de la vida cristiana, que consiste en "seguir a Cristo, abandonarse a Él, dejarse transformar por su gracia y renovar por su misericordia, que llegan hasta nosotros en la vida de comunión de su Iglesia" (n° 119).
Conclusión
Para elaborar un concepto adecuado de la acción moral, es necesario tomar en consideración la verdad del hombre contenida en la doctrina de la "imagen de Dios": "La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Pues Dios quiso "dejar al hombre en manos de su propia decisión" (cfr. Sir 15,14), para que, de esa manera, busque sin coacciones a su Creador y, en la adhesión a Él, llegue libremente a la plena y feliz perfección" (Gaudium et spes, n° 17).
De hecho, el conocimiento de sí como imagen de Dios es el fundamento de los juicios morales.
Estamos encaminados hacia Dios, nuestro fin último, por medio de la mediación de actos individuales que atañen a bienes particulares, que, en sí mismos pueden estar o no ordenados a Dios. Pero hay actos (actos intrínsecamente malos) que, por sí mismos, son contrarios al amor de Dios.
Es así que Veritatis splendor (n° 83) puede afirmar, como hemos dicho, que, en lo que se refiere a la moralidad, se concentra, de alguna manera, en la "existencia de actos intrínsecamente malos, la cuestión misma del hombre, de su verdad y de las consecuencias morales que de ella derivan...".