Trinidad y moral cristiana
En Jesucristo, revelación gratuita del Dios trinitario, se desvela el enigma de la existencia y se alcanza el pleno cumplimiento del destino humano; al mismo tiempo, es hecho posible el desarrollo de una vida moral nueva, correspondiente con la dinámica misma del corazón, que busca la plenitud del bien y de la felicidad, que busca a Dios mismo.
A la luz de la revelación, descubre el creyente la unidad del eterno designio sabio y amoroso (lex aeterna), con el que Dios predestina a los hombres a reproducir la imagen de su Hijo.
La vida moral aparece entonces inmersa en la gratuidad del amor de Dios, como respuesta a la iniciativa divina, que ya desde la Creación ordena al hombre a un destino de gloria, dándole la libertad y la luz de la inteligencia, para que sepa lo que debe hacer o evitar (ley natural). El camino de la Revelación significará el progresivo desvelarse del amor como núcleo de esta ley del corazón humano; todos los mandamientos, así como las bienaventuranzas y el mandato propio de Jesús, están al servicio de la única e indivisible caridad, a la que está llamado el corazón del hombre y cuya medida es Dios mismo.
Ante la grandeza y profundidad de este diálogo de amor, el hombre reconoce el propio pecado; y comprende igualmente que no logrará cumplir con sus propias fuerzas esta Ley del amor perfecto a Dios y a los hombres.
De hecho, la manifestación definitiva del Dios trinitario en la historia pondrá como fundamento de la vida y de la moral cristiana un misterio de misericordia y de redención.
En efecto, en la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios se hace carne, para ser, por su don pleno de sí hasta la cruz, la perfecta realización del hombre, el cumplimiento vivo de la Ley. En Cristo no sólo reconocen los hombres al Dios Padre, Hijo y Espíritu como su verdadero origen y destino, sino que encuentran el camino, la verdad y la vida. De modo que toda persona está llamada a insertarse en el movimiento de donación total de Jesucristo, reviviendo su amor, haciéndose conforme a Él por la gracia del Espíritu, para que le sea posible caminar, aún en la fragilidad de la condición humana, con la libertad de los hijos de Dios.
Pues el amor y la vida según el Evangelio, el camino moral que conduce a la comunión con el Dios trinitario, supera las fuerzas del hombre y no puede proponerse sólo como doctrina externa o puro precepto; sólo es posible como fruto del Don de Dios, que sana, cura y transforma el corazón del hombre por medio de su gracia.
Así pues, el camino y el contenido de la perfección moral consisten en la sequela Christi, en la adhesión a la persona misma de Jesús, compartiendo su vida y su destino, participando de su Espíritu de obediencia libre y amorosa al Padre. Esta inserción en Cristo acontece históricamente a través del sacramento del Bautismo, por el que el Espíritu constituye al hombre miembro del Cuerpo de Cristo, y culmina en la participación en la Eucaristía.
La vida de comunión de la Iglesia es pues el ámbito propio del obrar moral del cristiano, que, en seguimiento de Jesucristo, se deja transformar por su gracia y ser renovado por su misericordia, hasta llegar "al estado de hombre perfecto, a la plena madurez en Cristo".