Moral y espiritualidad
Nuestra vida cristiana es una vida en el Espíritu. San Pablo escribe: "Si vivimos por el Espíritu, sigamos también al Espíritu" (Ga 5,25). Esto nos recuerda que la vida moral no es simplemente un esfuerzo humano o un ejercicio de la voluntad por respetar un conjunto de normas y valores, sino que es la presencia verdadera del Espíritu de Dios quien, como "Señor y dador de vida" (Credo de Nicea), renueva nuestra frágil humanidad, nos guía a la verdad, nos incita con suavidad al camino del Señor y nos llena del deseo de las cosas de Dios.
Dios vive en nosotros espiritualmente (Ef 2,22). Cada uno está llamdo a colaborar con el Espíritu Santo para desarrollar su persona interior (Ef 3,16). En el poder del Espíritu somos renovados, de día en día, para que podamos encontrar nuestro camino en un mundo dominado por el mal y el miedo y podamos llevar la fe, la esperanza y el amor a aquellos cuyas vidas han sido vulneradas por los peligros, la enfermedad y la muerte.
Jesús prometió que el Espíritu de Dios sería otro consejero que nos guiaría a toda la verdad (Jn 16,13). Como consejero, el Espíritu Santo nos permite profundizar nuestra comprensión de la presencia de Cristo y del misterio de la salvación en nuestras vidas y nuestro mundo. De esta manera, por medio de la fe podemos ver y comprender lo que se nos pide en las distintas situaciones humanas que debemos enfrentar cada día (DmV 6).
Por consiguiente, una parte de la vida moral consiste en la capacidad de desarrollar la sensibilidad a la presencia del Espíritu. Es lo que llamamos discernimiento espiritual. Ahora bien, el discernimiento espiritual es una especie de sentido espiritual, dado en el bautismo al recibir el Espíritu Santo. Como todos los sentidos, debe ser solicitado por el uso para que no se atrofie. Es necesario discernir la presencia del Dios en todas las situaciones humanas para que podamos percibir el bien, el mal y la voluntad de Dios para con nosotros.
Esto es lo que se entiende como papel de defensor del Espíritu Santo, cuando es presentado como aquel que convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia (justificación) y en lo referente al juicio (Jn 16,7). Los acontecimientos humanos y las experiencias humanas contienen en general aspectos del bien y del mal. Una vida moral buena exige la capacidad de reconocer esos aspectos, para que no seamos engañados ni tentados. Los cristianos y todos los que defienden la verdad muchas veces están llamados a ejercer un papel profético en la sociedad humana, que suele preferir lo fácil y placentero.
El Espíritu Santo nos da también el poder y el valor para vivir según nuestras convicciones. Jesús fue llevado al desierto para enfrentarse por medio del poder del Espíritu con el poder de Satanás (Lc 4,1-13). El mismo Espíritu se posa sobre los apóstoles en el día de Pentecostés y les confiere el poder para dejar la casa en la que se encontraban reunidos y proclamar las obras poderosas de Dios por las calles de Jerusalén (Hch 2). El poder del Espíritu empuja a Felipe a llegar hasta el funcionario etíope y luego lo arrebata a Azoto para que proclame allí la buena nueva (Hch 8,29.39-40). La habitación del Espíritu nos permite "fortalecernos" interiormente (Ef 3,16). Sólo entonces nuestra vida y nuestro comportamiento se convierten en una vida "guiada por el espíritu", que manifiesta "el fruto del Espíritu" (Ga 5,22-26). De esta manera, desarrollamos una espiritualidad cristiana que gobierna nuestras elecciones morales.
DmV: Dominum et Vivificantem. Encíclica de Juan Pablo II, Vaticano 1986.
RM: Redemptoris Missio. Encíclica de Juan Pablo II sobre la validez permanente de la Misión de la Iglesia y del mandato misionero de la Iglesia, Vaticano 1990.