EI sacramento del Orden
P. Jean Galot, S.I., Roma

Origen y finalidad del sacramento

El sacramento del Orden tiene origen en la voluntad de Cristo al promover a algunos de sus discípulos, haciéndoles participar de su misma consagración y misión como ministros para que cumplieran en su nombre las funciones sacerdotales.

El hecho fundamental es que Cristo sacerdote, el Hijo "a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo" (Jn 10,36). En él se cumplió un sacerdocio nuevo, único y perfecto, y quiso comunicar su participación a los que Él había llamado para que lo siguieran, en especial a un grupo de doce llamados Apóstoles. Cuando el evangelista Marcos dice que "instituyó a los Doce" (3,14.16) quiere presentar la constitución del grupo como una creación que inaugura el nuevo pueblo de Dios.

Como Jesús quería fundar una Iglesia duradera, el llamado de los doce implicaba su intención de que tuvieran sucesores. Quiso así que hubiera obispos para apacentar a su Iglesia, como también ha querido que hubiera perpetuamente sucesores en la autoridad pastoral universal confiada a Pedro. El Vaticano II ha reconocido plenamente las consecuencias de la voluntad de Cristo, al enseñar la sacramentalidad del episcopado: "Por la consagración episcopal se recibe la plenitud del sacramento del Orden. De hecho se lo llama, tanto en la liturgia de la Iglesia como en los Santos Padres, sumo sacerdocio o cumbre del ministerio sagrado" (LG 21).

No obstante, perdura el problema del origen del presbiterado. El concilio no afirma que el presbiterado haya sido explícita voluntad de Cristo, sino que dice tan sólo que "La función ministerial de los obispos fue encomendada, en grado subordinado, a los presbíteros, para que, constituidos en el Orden del presbiterado, fueran los colaboradores del orden episcopal para realizar adecuadamente la misión apostólica confiada por Cristo" (PO 2).

Afortunadamente, los relatos evangélicos echan más luz sobre el problema al mostrar a Jesús rodeado por numerosos discípulos. Entre ellos fueron elegidos los Doce. Los discípulos no son, pues, meros creyentes: son los que han seguido a Cristo y quieren dedicarse a su reino. Ése es el sentido que, en el lenguaje de los evangelios, tiene siempre al palabra "discípulo". Así se explica que los discípulos hayan sido enviados por Jesús a una misión. El evangelio de Lucas se refiere, distintamente a la misión de los Doce y a otra misión: "El Señor designó a otros setenta y dos y los envió de dos en dos, a todas las ciudades y sitios adonde él había de ir" (10,1). Como antes hiciera con los Doce, Jesús les dirige a aquellos discípulos un discurso de misión.

Si comparamos las dos misiones, vemos que ambas tienen el mismo objetivo: la predicación de la buena nueva. Los setenta y dos discípulos reciben, como los Doce, la autoridad de Cristo en su enseñanza. Pero reciben una garantía: "Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; y quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado" (10,16). Los poderes conferidos a los dos grupos son semejantes. En especial, el poder de expulsar los demonios, explícitamente concedido a los Doce (Mc 3,15), es ejercido también por los setenta y dos, y el mismo Jesús proclama su eficacia: "Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad, os he dado el poder de pisar sobre serpientes y escorpiones y sobre todo poder del enemigo..." (Lc 10,17-19).

Allí aparece clara la voluntad de Cristo de instituir, junto con los Doce, a muchos discípulos para que les ayuden en el cumplimiento de su misión. Los Doce mantienen una autoridad superior, pero la misión es semejante. Jesús quiso que los Doce se rodearan de numerosos cooperadores, cuyo oficio sacerdotal fuera similar al de ellos. Fundó así la jerarquía, que debía contar no sólo con obispos, sino también con numerosos presbíteros.

Si en la vida actual de la Iglesia los presbíteros ejercen el poder formidable de pronunciar el perdón de los pecados y, sobre todo, el poder de ofrecer el cuerpo y la sangre que alimentan a la humanidad para la vida eterna, es debido a la voluntad de Cristo, que ha llamado a un gran número de discípulos a un auténtico y elevado ministerio sacerdotal.

El sacerdocio de Cristo

Dado que el sacramento del Orden hace que el hombre participe del sacerdocio de Cristo, es siempre Cristo el centro de toda reflexión sobre el sacerdocio. Se trata, pues, de entender, ante todo, en qué sentido Cristo es sacerdote.

Jesús no se definió nunca como sacerdote, porque quería evitar toda identificación con el sacerdocio levítico. Lo vemos en la parabola del Buen Samaritano, en la que reprocha a los sacerdotes de su tiempo un legalismo que eximía de la caridad. La parábola expresa que la caridad ha de ser el centro del nuevo sacerdocio.

Jesús revela su intención de instituir otro sacerdocio, de naturaleza trascendente, definido como el sacerdocio de Melquisedec. En el juicio ante el sanhedrín, respondiendo a la pregunta del sumo sacerdote acerca de su identidad, Jesús cita el principio del Salmo 110: "Siéntate a mi diestra", con el objeto de referir a sí mismo las palabras que siguen: "Tú eres por siempre sacerdote, según el orden de Melquisedec". La alusión vuelve, con mayor extensión, en la Carta a los Hebreos, en la que Melquisedec es interpretado como un personaje "sin comienzo de días, ni fin de vida, asemejado al Hijo de Dios", que es superior a Abrahán y permanece sacerdote para siempre (7,3).

En Cristo se manifiestan perfectamente los dos aspectos esenciales del sacerdocio: la consagración, que abarca la totalidad de su ser humano y su entera su existencia humana con la santidad propia del Hijo de Dios encarnado, y la misión, consumada en la ofrenda del sacrificio de redención y en la elevación a la gloria celestial, con el fruto de la vida nueva para la humanidad.

Para expresar esta misión en el marco visible de la vida terrenal, Jesús se define como el buen pastor, especificando que el buen pastor "da su vida por las ovejas" (Jn 10,11). Por medio de la ofrenda personal de su vida, cumple en sí mismo la figura profética ideal del siervo: "El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate para muchos" (Mc 10,45; Mt 20,28). El servicio humilde califica, en el sentido del amor más sincero, la misión del pastor.

El sacerdocio de los apóstoles y los discípulos

Con su enseñanza, Jesús quería llegar a todos los hombres y conceder a todos una participación en su mismo sacerdocio, una participacion en la santidad que Él personalmente poseía. Al fundar el nuevo pueblo de Dios, Jesús instituía un sacerdocio universal, común a todos, que tenía la capacidad de ofrecer sacrificios espirituales, asociados al único sacrificio de la cruz.

A través del llamado a los discípulos fundaba otra participación en su mismo sacerdocio, que consiste en el sacerdocio ministerial. Esperaba de aquellos a quienes llamaba una disposición al servicio del reino de Dios, que Él quería establecer en la tierra. Al final de su existencia terrenal especificó algunos de los deberes esenciales que formaban parte de ese servicio. Se trataba de un ministerio de la palabra: "Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación" (Mc 16,14). El ministerio implicaba también el culto y los sacramentos. Además de la orden de bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28,19), les confirió el poder de perdonar los pecados (Jn 20,22-23) y los apóstoles recibieron el llamado a celebrar la cena eucarística en memoria de Cristo. El ministerio que les fue confiado era también pastoral, con autoridad, según las palabras: "Dispongo de un Reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí" (Lc 22,29). Tres funciones sacerdotales fueron, pues, formuladas por Jesús, con vistas al futuro de la Iglesia: la palabra, el culto y el cuidado pastoral.

Ha habido, en la reflexión teológica algunos intentos de reducir las tres funciones a una sola, con el riesgo de mermar todo su valor. El concilio ha subrayado particularmente el valor del servicio de la palabra, para los obispos y los presbíteros (LG 25; PO 4), pero ha insistido también en la excelencia de la eucaristía, manteniendo que los obispos "ejercen su verdadera función sagrada sobre todo en el culto o en la comunidad eucarística" (LG 28) y que "en el misterio del sacrifico eucarístico, los sacerdotes realizan su función principal" (PO 13). Cronológicamente, antes está el ministerio de la palabra, porque es necesario para la difusión de la fe; pero, ejercido en la celebración eucarística, el ministerio cultual es más importante.

En lo que se refiere al concepto de pastor, el concilio le atribuye dos sentidos, según los textos. A veces designa sólo la función de dirección o de gobierno. Más a menudo, se refiere al conjunto de la misión del obispo y del presbítero. La finalidad de los ministerios es la de "asegurar pastores para el pueblo de Dios" (LG 18). Los obispos "presiden en nombre de Dios el rebaño como pastores, como maestros que enseñan, sacerdotes del culto sagrado y ministros que ejercen el gobierno" (LG 20).

Las primeras ordenaciones

El papel decisivo de la iniciativa de Jesús se evidencia en la formación de los primeros sacerdotes. sin embargo, es lícito plantear el interrogativo de si hubo una suerte de primera ordenación para los apóstoles o la voluntad de Cristo fue suficiente.

Los evangelios parecen referir palabras y gestos de Jesús que podrían indicar la existencia de una primera ordenación. Antes de su partida, había definido la misión y los poderes destinados a sus discípulos; en la oración sacerdotal, había rezado para pedir al Padre que los consagrara: "conságralos en la verdad" (Jn 17,17). También la imposición de las manos, que forma parte del rito de la ordenación, aparece en el gesto final de Jesús, que, antes de su ascensión, alza las manos sobre los apóstoles para bendecirlos, después de haberles prometido el poder de lo alto por medio del don del Espíritu (Lc 24,48-50).

Las palabras y los gestos de Jesús son el prólogo de lo que sucede el día de pentecostés. En el acontecimiento, los apóstoles recibieron el Espíritu Santo que les dio la capacidad para cumplir con la misión que habían recibido de Cristo. El descenso del Espíritu sobre ellos ha implicado un efecto semejante al de la ordenación sacerdotal.

En la pentecostés, el Espíritu Santo ha dado nacimiento a la Iglesia con los dones espirituales que convenían a cada uno de sus miembros. Llegó a María para darle los dones necesarios para el ejercicio de su maternidad espiritual. Bajó sobre los apóstoles a manera de ordenación, introduciéndolos plenamente en su participación en el sacerdocio de Cristo. En esta primera ordenación, única en su género, las palabras fueron pronunciadas por Jesús, la oración y la imposición de las manos llegan por él y la transformación espiritual para la misión fue obrada por el Espíritu Santo.

Los Hechos de los Apóstoles nos dan algunas informaciones sobre la primera ordenación sacerdotal en la vida de la Iglesia (6,1-6). El relato de la ordenación de los Siete ha sido interpretado por una larga tradición como la institución de los diáconos. Pero dicha interpretación ha sido tan discutida que el concilio no ha querido citar ese pasaje para fundamentar la restauración del diaconado permanente.

Había surgido entre los Judíos de lengua griega cierto malestar porque sus viudas eran desatendidas en la "asistencia cotidiana". La asistencia ha sido interpretada como una distribución de comida a los pobres. Pero numerosos indicios se oponen a dicha interpretación. No se trataba de una distribución de comida, sino más bien de una entrega semanal de dinero a los pobres, para catorce comidas. ¿Por qué fueron designados a este servicio siete hombres, si tan sólo tres hubieran sido suficientes para toda la ciudad de Jerusalén? ¿Por qué convocar a toda la comunidad cristiana para poner remedio a un problema tan insignificante? ¿Por qué se requerían hombres "llenos de Espíritu y de saber" para asegurar la distribución de comidas?

Como sugiere el contexto, el "servicio de las mesas" debe ser interpretado no en sentido social, sino religioso: se refiere a la fracción del pan que se hacía todos los días en las casas (Hch 2,46). Las "viudas" no son personas necesitadas, sino mujeres que se dedican al servicio de la Iglesia (cf. 1 Tim 5,5). Se quejaban por el descuido en que se las tenía, al no poder participar siempre en la eucaristía, puesto que faltaban celebrantes que hablaran griego.

El problema era, pues, el de establecer un número suficiente de celebrantes, y la solución fue imponer las manos a siete hombres de lengua griega. La primera ordenación sacerdotal tuvo lugar a raíz del pedido de mujeres piadosas, las "viudas", que deseaban beneficiarse de la participación cotidiana en la eucaristía, celebrada en su propio idioma.

El "carácter" sacerdotal

El ministerio sacerdotal es un servicio, pero no es un servicio como los demás. Quien se dedica a este servicio lo hace porque está consagrado. El sacerdocio de Cristo significa consagración y misión; en el sacerdocio de cada sacerdote se dan siempre una consagración y una misión, vividas en la participación en la consagración y la misión de Cristo .

La consagración personal del sacerdote es distinguida por la doctrina del "carácter". Dicha doctrina ha sido definida como doctrina de fe por el concilio de Trento, que sostiene que en los sacramentos del bautismo, la confirmación y el orden "se imprime en el alma un carácter, es decir cierto signo espiritual e indeleble, y por lo mismo no pueden ser reiterados" (DS 1609). La impresión del carácter es subrayada de manera más especial con referencia al sacramento del orden (DS 1767:1774).

El carácter significa que toda la persona es consagrada de manera definitiva y que el sacerdote jamás volverá a ser un laico. Por medio de la ordenación sacerdotal, Cristo se ha apropiado de todo el ser del sacerdote. Ha hecho de ese ser su propiedad orientando toda su actividad hacia el crecimiento de su reino, con un vínculo perpetuo de amor recíproco.

Algunos teólogos medievales han reconocido en el carácter sacramental no sólo un signo de consagración, que implica la pertenencia más íntima a Cristo, sino también un signo de configuración, que imprime la figura de Cristo en la realidad más profunda del alma. La persona humana es plasmada según un modelo divino; más exactamente, el sacerdote es configurado según Cristo pastor. La imagen del buen pastor se imprime en el alma del que es ordenado, como principio y proyecto esencial del ministerio que ha de cumplir.

Si el sacerdote es llamado, específicamente, "otro Cristo", no lo es gracias una simple delegación jurídica, sino por la figura de Cristo sacerdote y pastor impresa en su alma, figura llamada a iluminar toda la actividad sacerdotal.

El estado de vida del sacerdote

El carácter sacerdotal, signo de consagración y configuración con Cristo, exige al sacerdote un estado de vida especial. Dicho estado de vida ha sido inaugurado por el mismo Jesús en su existencia sacerdotal terrenal; él ha querido compartirlo con sus discípulos.

Entre las exigencias para que una vida que sea total propiedad de Cristo, dedicada al desarrollo de su Reino, hay algunas muy importantes que han sido objeto de numerosas objeciones: la renuncia a la familia y al matrimonio, la renuncia al trabajo o a la profesión profana, la abstención de todo compromiso activo en la política.

En las recientes controversias, el ejercicio de una profesión profana, el compromiso activo en la política y la elección del matrimonio, han sido defendidos como derechos inalienables del hombre que el ministerio sacerdotal no puede abolir. Pero quizás un derecho no se una necesidad: el hombre tiene derecho a comprometerse en una profesión o una actividad que excluya otras; tiene derecho a renunciar a una actividad política o sindical; tiene derecho a escoger el celibato de preferencia al matrimonio. Quien se compromete en el ministerio sacerdotal ejerce derechos propios de su persona y no es privado de manera alguna de su dignidad ni de la responsabilidad por su mismo destino.

El llamado a una vida consagrada, dedicada Cristo y a su reino, respeta la libertad de quienes han sido llamados. El episodio evangélico del rico, a quien se le propone personalmente renunciar a sus bienes para seguir a Cristo, demuestra dicha libertad. Jesús le dirigió una mirada de profundo amor (Mc 10,21), ofreciéndole la posibilidad de vivir con él y de unirse a su misión, pero, al mismo tiempo salvaguardó su libertad de tal manera que la invitación, aun siendo seductora, es rechazada con un gesto sombrío.

Ante las vacilaciones de ese hombre en el momento del llamado, Jesús no retrocede para obtener con mayor facilidad su consentimiento; no disminuye en nada sus exigencias, demostrando así que el llamado está inspirado sólo por las exigencias de un amor más elevado.

En oposición a un rico demasiado apegado a sus riquezas, Pedro aparece como el modelo de quienes han acogido por entero todas las exigencias del llamado. Le pregunta a Jesús: "Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué recibiremos pues?". El Maestro responde haciendo uso de la autoridad, que luego confiaría a los apóstoles sobre el nuevo pueblo de Dios, y subrayando la amplitud de la renuncia: "Todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o campos por mi nombre, recibirá ciento por uno y heredará la vida eterna" (Mt 19,27-29).

Este texto se completa con el de Lucas (18,29; 14,26), que menciona la renuncia a la esposa. La renuncia a la madre y al padre, a los hermanos y a las hermanas, son paralelas a la renuncia a la esposa y a los hijos, confirmada por el elogio del celibato voluntario (Mt 19,12).

Discernimos, en las palabras de Jesús, una triple renuncia fundamental: renuncia a la familia y al matrimonio, renuncia a los bienes, renuncia a la profesión. Dichas renuncias abarcan las dimensiones esenciales de la existencia humana: el ser relacional del hombre que, con la familia y el matrimonio, se inserta en la sociedad; la posesión del hombre, pues, al poseer bienes, extiende su poder sobre el mundo y asegura su porvenir material; el quehacer del hombre que, por medio de la actividad profesional, abastece su existencia y colabora en el desarrollo del bienestar social. De esta manera, con su llamado, Cristo reivindica la posesión de la persona con todas su facultades.

Dejarlo todo para seguir a Cristo: la fórmula utilizada por Pedro muestra que ha comprendido la exigencia de una renuncia universal, ínsita en el llamado, y que la ha aceptado plenamente. El amplio horizonte de la renuncia ayuda a comprender el sentido del celibato, que no es sólo una renuncia a las cosas de la carne, sino que quiere establecer una adhesión más profunda a Cristo, reconociéndolo como la finalidad absoluta de la vida humana y el amigo siempre presente que da un valor superior a cada momento de la existencia. Ese "dejarlo todo" es inseparable del "seguir a Cristo"; y debe ser vivido en su totalidad para que la unión con Cristo, esencial para toda la actividad sacerdotal de la predicación, el culto, el testimonio de vida y de solicitud pastoral, pueda dar sus frutos.

El estado de vida de los Apóstoles

Opiniones muy distintas han sido expresadas sobre el estado de vida de los Apóstoles. A menudo, estas opiniones se han fundado en lo que dicen los apócrifos. Un análisis cuidadoso demuestra, sin embargo, que las únicas afirmaciones confiables de que disponemos sobre todos los apóstoles son las que encontramos en los evangelios.

En los relatos evangélicos, no se habla nunca de esposa o de hijos en referencia a un apóstol. La exigencia de "dejar" a la esposa o a los hijos no significa abandonar a una esposa o a los niños, sino renunciar a tener esposa e hijos. Jesús, que proclamó el matrimonio indisoluble, no hubiera separado nunca a un hombre de su mujer. Como exigía la voluntad de dejarlo todo para seguirlo, así llamó sólo a hombres no casados y los comprometió en el camino del celibato. Todos los discípulos, y entre ellos los apóstoles, fueron, pues, célibes.

Jesús vivía en el celibato y quería compartirlo con sus discípulos: era uno de los que se habían hecho eunucos por el Reino (Mt 19,12). Suscitó ese compromiso, pero nunca hizo una ley; promovió un ideal que iba a crecer conforme se fue desarrollando la Iglesia.

En un principio, ese ideal fue vivido por los apóstoles, como atestigua san Pablo, que reivindica su derecho de apóstol de "llevar consigo una mujer cristiana, como los demás apóstoles y los hermanos del Señor y Cefas" (1 Cor 9,5). Viviendo en el celibato, los apóstoles se beneficiaban de los servicios domésticos de una mujer que los acompañaba como una hermana. Cefas, es decir Pedro, también vivía en el celibato.

La expresión "mujer hermana" ha sido interpretada y traducida. a menudo, de manera inexacta como "mujer creyente". En realidad, los apóstoles habían aplicado la solución propuesta por Jesús para los servicios domésticos de quienes vivían en el celibato: la presencia de mujeres (cf. Lc 8,2-3) que se ocupaban de esos quehaceres, manteniendo la distancia de "hermanas".

Siguiendo la tradición judía del sacerdocio, durante los primeros siete siglos, muchos sacerdotes estuvieron casados: pero finalmente, el ideal del celibato se impuso como regla en la Iglesia occidental.

El estado de vida de Pedro

El caso de Pedro merece mayor atención, no sólo porque fue el primer jefe de la Iglesia y ejerció en su grado más alto el ministerio sacerdotal, sino porque ha sido considerado como un hombre casado, según el relato evangélico que le atribuía una "suegra".

Pero si hubiera estado casado, ¿cómo puede ser que no se hable nunca de su mujer y de sus hijos? ¿Y cómo hubiera podido afirmar, con total sinceridad: "Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido"? Era consciente de haber hecho un gran sacrificio, renunciando a tener mujer e hijos. Por lo tanto, no podía haber estado casado. Jesús jamás hubiera separado a un hombre de una mujer y es difícil imaginar que Pedro fuera viudo. No le fue impuesta una renuncia, sino qrenuncia, sino que, por su decisión personal, lo dejó todo. Estamos obligados a admitir que Pedro era célibe y, luego, vivió voluntariamente en el celibato.

Si Pedro hubiera estado casado, no se entiende por qué su casa es llamada "la casa de Simón y Andrés", si en esa casa hubiera vivido con su hermano y los suegros. Además, es digna de atención la ausencia de una esposa para el servicio. Son estas dificultades que desaparecen si admitimos que Simón vive en su casa, con sus padres, y si atribuimos otro sentido a la palabra "penthera" (Mc 1,30), que se traduce en general por "suegra".

En sentido propio, el término "pentheros" designa a una persona que entra a formar parte de una familia por medio de una alianza, de un matrimonio: un suegro, un cuñado, un yerno. En femenino, puede designar a la suegra, pero también a la segunda esposa del padre. Se puede suponer que el padre de Simón, después de la muerte de su esposa, volviera a casarse.

En el relato evangélico, todo se aclara si se admite que la "penthera" es la segunda esposa del padre de Simón, la mujer que recibe y sirve a los huéspedes.

La casa es la de Simón y Andrés, la casa de su familia; ni uno ni otro estaban casados.