EL PRESBITERO MINISTRO DE LA RECONCILIACIÓN
Reiteradamente nos invita Juan Pablo II "a redescubrir personalmente y hacer redescubrir la belleza del sacramento de la Reconciliación" (Jueves Santo de 2002, No. 3; se citará J.S.). que por diversos motivos, desde hace varias décadas, pasa por una crisis. Ya el mismo Papa había recogido los aportes del Sínodo de Obispos de 1984 en su carta "Reconciliación y Penitencia" (Se citará R.P.).
Toda crisis significa peligro pero a la vez es una oportunidad. Estamos en la alternativa de poner en peligro una riqueza milenaria confiada por Cristo a su Iglesia y que San Pablo constataba como misterio central de la economía salvífica (Cfr. R.P. No. 7) al decir "que (Dios) nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación" (2 Cor. 5,18). Dicho ministerio no se agota en el Sacramento de la Reconciliación, pero como sacramento, él mismo encierra la plenitud del encuentro personal con el Buen Pastor que ha dado su vida en rescate por sus ovejas (Cfr. Jn. 10). Pero crisis es también oportunidad. El mundo contemporáneo subraya los individualismos y subjetivismos, que hacen tanto más difícil los referentes de encuentro interpersonal y por tanto de reconciliación y de paz; no por esto hemos de cejar, como ministros de la reconciliación, el permitirle a nuestros hermanos los hombres experimentar la cuádruple reconciliación sacramental, con Dios, con los hombres, con nosotros mismos y con la naturaleza. (Cfr. R.P. No. 8)
Para esto hay que darle prioridad, a redescubrir el amor misericordioso y fiel de Dios para con el hombre. La confesión, en primer lugar, será una declaración por parte del pecador arrepentido de este grande amor, el de saberse alcanzado por Dios, nos dice Juan Pablo II: "La confesión, antes que un camino del hombre hacia Dios, es una visita de Dios a la casa del hombre" (J.S. No. 6). Y también nos dice: "En el Sacramento, antes de encontrarse con los ‘mandamientos de Dios’ se encuentra, en Jesús, con ‘el Dios de los mandamientos’." (J.S., No. 7), es decir, es un encuentro personal y de diálogo que le alegra el corazón a Dios y al hombre. (Cfr. Lc.15)
El sacerdote pues ha de colocar al penitente ante todo no frente a un juez inmisericorde, sino ante la experiencia del Dios amor que en Cristo ha obrado objetivamente la salvación, pero de otra parte ha de ayudar a quien declara su pecado, la necesaria respuesta en libertad a tal propuesta de amor, lo que el Evangelio llama la metanoia, el cambio real que se produce no por la experiencia de ser sindicado por un delito, sino por el ser impactado por un amor que no se merece y desde esta experiencia querer rehacer la relación de amor rota. Nos indica el Santo Padre que hay que evitar dos posiciones extremas: "El rigorismo (que) oprime y aleja. El laxismo (que) desorienta y crea falsas ilusiones" (J.S., No. 8).