Mariología
"El nombre de María contiene en sí todo el misterio de la economía de la Encarnación": esta frase de San Juan Damasceno, a quien en Oriente llamaban el "sello de los padres" (De fide orthodoxa III, 12: PG 94,1029 C), resume una constante que surge de la historia de la reflexión de la fe sobre María. La Virgen Madre, por ser totalmente relativa al misterio del Verbo encarnado, es un verdadero compendio del Evangelio y una figura concreta de la fe de la Iglesia. En verdad, la estructura profunda del misterio de María es la estructura misma de la Alianza y el discurso de fe que vierte sobre ella es un testimonio del "nexus mysteriorum", la íntima trama de los misterios en su reciprocidad y en la profunda unidad que los vinculan. Surgen, en la reflexión sobre la Virgen María, una "ley de la totalidad": no es posible hablar de María sino en relación a su Hijo y a la economía toda de la salvación que se manifesta plenamente en Él; y, por otra parte, la intensidad misma de la relación de la Madre con el Hijo, hace resplandecer en ella, por parte de la criatura, la totalidad de lo que en Él se ha cumplido. Puede decirse, entonces, recurriendo a las palabras del teólogo ruso Pavel Evdokimov, que la historia de María es "un compendio de la historia del mundo, es su teología reunida en una sola palabra" y también "que ella es el dogma viviente, la verdad sobre la criatura realizada" (La donna e la salvezza del mondo, Milano: Jaca Book, 1980, 54 y 216). "María, en efecto, ha entrado profundamente en la historia de la salvación" -afirma el Vaticano II- "y en cierta manera reúne en sí y refleja las exigencias más radicales de la fe. Al honrarla en la predicación y en el culto, atrae a los creyentes hacia su Hijo, hacia su sacrificio y hacia el amor del Padre" (Lumen Gentium 65). María remite a la totalidad del Misterio y, al mismo tiempo, lo refleja en sí misma: en ella, asoma la Totalidad en el fragmento, como en lo bello. Por eso, de ella se dice que es Toda Hermosa, Tota Pulchra. Si aplicamos con coherencia esta "ley de la totalidad", ese "camino de la belleza", el dicurso teológico sobre María puede contemplarla como mujer, icono del Misterio (véase mi libro Maria, la donna icona del mistero. Saggio di mariologia simbolico-narrativa, Milán: Edizioni San Paolo, [1989] 20004).
La referencia a María como mujer tiende a destacar la verdad histórica de esa joven a la que, en tierra de Israel, le ha sido dado vivir la estraordinaria experiencia de ser la madre del Mesías. Aunque no sea posible extraer de los Evangelios una biografía de María, en el sentido moderno, los innumerables testimonios de las fuentes, la imposibilidad de explicar algunos datos fundamentales dentro del mundo en que fueron expresados (en primer lugar, la idea de la concepción virginal) y el criterio de la continuidad y homogeneidad del mensaje evangelico en su conjunto, permiten descubrir algunos rasgos definidos de su figura histórica. La grandiosidad del acontecimiento del que fue protagonista no debe hacer olvidar la humildad de su condición de origen, su cotidiano trajinar en la familia de Nazaret, la oscuridad del itinerario de fe por el que fue avanzando, los condicionamientos impuestos por el ambiente que la rodeaba, su plena y verdadera feminilidad. María no es un mito, ni tampoco una abstracción, según se distingue en los rasgos profundamente hebreos de su personalidad de creyente, que ha sabido vivir de manera excelsa la fe y la esperanza mesiánica, al experimentar en sí misma, de manera inaudita y formidable, el cumplimiento y, a la vez, el nuevo comienzo. Esta mujer se ha convertido en lugar de advenimiento de Dios en la historia del mundo, sin perder nada de su plena humanidad: María no es un caso de lo universal, sino su exacto contrario, es la "Virgo singularis", la mujer cuya historicidad no admite repetición, elegida por el Eterno para la revelación del Misterio de su Hijo. De su Hijo, el "Universal concreto", norma y arquetipo de lo humano, la Madre recibe precisamente su singularidad, la participación en la universalidad del designio salvífico del Eterno, "bendita entre todas las mujeres", así como es "bendito el fruto de su vientre" Jesús (cf. Lc 1,42).
Es esa misma relación indisoluble entre lo concreto visible y la profundidad invisible lo que hace de María un icono: nos acercamos a María siguiendo el ejemplo de la fe pascual, atestiguada por el Nuevo Testamento, sólo con los ojos de la fe. María es "icono" porque en ella se realiza el doble movimiento que todo icono tiende a transmitir: el ascenso y el descenso, la antropología de Dios y la teología del hombre. Resplandecen en ella la elección del Eterno y el libre asenso de la fe en Él. Así como "el icono es la visión de lo invisible" (Evdokimov), de la misma manera la Virgen Madre es el lugar de la Presencia divina, el "arca de la alianza", cubierta por la sombra del Espíritu (cf. Lc 1,35 y 39-45.56), la morada santa del Verbo de la vida entre los hombres. Y así como el icono requiere color y forma, puesto que el icono anuncia con sus colores y sus líneas y actualiza lo que la Biblia dice con palabras (cf. Concilio Constantinopolitano IV (879): DS 654), de la misma manera la Madre del Señor transmite el misterio, que en ella se ha hecho presente, en los trazos sobrios y concretos con que nos la presenta la narración pascual de los orígenes. Mirar a María "icono" significa, pues. orientarnos hacia un discurso de fe sobre ella, sólidamente establecido en el dato bíblico y, al mismo tiempo, abierto a las profundidades en que se puede sondar ese mismo dato, dando continuidad a la tradición ininterrumpida creyente de la Iglesia desde sus orígenes primeros.
María es la mujer icono del Misterio: designio divino de salvación, un tiempo oculto, y ahora revelado en Jesucristo (cf. Rm 16,25; 1Co 2,7s; Ef 1,9; 3,3; 6,19; Col 1,25-27; 1Tm 3,16), gloria escondida bajo los signos de la historia, el misterio implica contemporáneamente la visibilidad de los acontecimientos en los que se cumple y la profundidad invisible de la acción divina que en ellos se realiza. En cuanto tal, el misterio comprende la verdad sobre Dios y la verdad sobre el hombre, creado y redimido por Él: es esta verdad la que se brinda en Aquél que es, personalmente, "el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6). En virtud de la ley de la totalidad, María es totalmente relativa a la plenitud del misterio del Verbo encarnado: la escena de la anunciación, que anticipa ya profundamente la pascua, revela a la Trinidad como el seno adorable que acoge a la Virgen santa, mientras manifiesta a María como el seno de Dios. Envuelta en el designio del Padre, María es cubierta por la sombra del Espíritu que la hace madre del Hijo eterno hecho hombre. Entre María y la Trinidad se establece una relación cuya profundidad es única: "Redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo y unida a Él de manera íntima e indisoluble, está enriquecida con este don y dignidad: es la Madre del Hijo de Dios. Por tanto, es la hija predilecta del Padre y el templo del Espíritu Santo" (Lumen Gentium 53), María es "el santuario y el reposo de la santísima Trinidad", como dice S. Luis M. Grignion da Montfort (Tratado de la verdadera devoción a la Virgen, 5), imagen o icono de la Trinidad divina.
Vienen a vincularse así los aspectos de la única Virgen-Madre-Esposa con las tres Personas divinas: como Virgen, María está ante el Padre como pura receptividad, y se ofrece por eso como icono de Aquél que en la eternidad es puro recibir, puro dejarse amar, el Engendrado, el Amado, el Hijo. En cuanto Madre del Verbo encarnado, María se relaciona con Él en la gratuidad del don, como manantial de amor que da la vida, y así es icono maternal de Aquél que desde siempre y para siempre ha comenzado a amar, y es manantial puro, entrega pura, el Engendrador, el Amante eterno, el Padre. En cuanto arca de la alianza nupcial entre el cielo y la tierra, en cuanto Esposa en la que el Eterno une a sí la historia y la colma con la novedad sorprendente de su don, María se relaciona a la comunión entre el Padre y el Hijo y entre ellos y el mundo, y, de tal suerte, se ofrece como icono del Espíritu Santo, que es nupcialidad eterna, vínculo de caridad infinita y apertura permanente del misterio de Dios a la historia de los hombres. En la Virgen María, sierva humilde del Omnipotente, se refleja de esta manera el misterio mismo de las relaciones divinas: en la unidad de sus personas llega a reposar la marca de la vida plena del Dios uno y trino.
La comunión trinitaria se refleja también en el misterio de la Iglesia: icono, a su vez, de la Trinidad, la comunión eclesial encuentra en el misterio adorable su origen, su modelo y su patria. La Iglesia procede de la Trinidad, que la suscita por iniciativa del Padre y las misiones del Hijo y del Espíritu; se dirige hacia la Trinidad en el peregrinaje de la historia; está estructurada a imagen de la Trinidad, en una suerte de "pericoresis eclesiológica", en la que la diversidad de los dones y los servicios arraiga en la unidad del Espíritu y la expresa en el diálogo de la comunión. Icono de la Trinidad es María, icono de la Trinidad es la Iglesia, y su relación no puede ser sino la de una identidad simbólica, que ya había sido vislumbrada por el testimonio de fe de los orígenes: María es la mujer Iglesia, la hija de Sión del tiempo mesiánico, que ha llegado a su cumplimiento formidable. La gran tradición de la fe aplica los mismos símbolos bíblicos, alternativa o simultáneamente, a la Iglesia y a la Virgen: nueva Eva, Paraíso, Escalera de Jacob, Arca de la Alianza... En la figura concreta de la Madre del Señor, la Iglesia contempla su mismo misterio, no sólo porque encuentra en ella el modelo de la fe virginal, de la caridad maternal y de la alianza esponsal, a las que está llamada, sino también, y profundamente, porque reconoce en ella su mismo arquetipo, la figura ideal de lo que debe ser, templo del Espíritu, madre de los hijos engendrados en el Hijo y Cuerpo de Él, pueblo de Dios, peregrino en la fe por los senderos de la obediencia al Padre. El Vaticano II, al colocar a María en el misterio de Cristo y la Iglesia, ha podido confesarla con las palabras de S. Agustín como "verdadera madre de los miembros (de Cristo) porque ha colaborado con su caridad en el nacimiento de los fieles en la Iglesia, que son miembros de ese Cuerpo" (De Sancta Virginitate 6: PL 40,399). "Por eso", agrega el Concilio, "es también saludada como miembro muy eminente y del todo singular de la Iglesia y como su prototipo y modelo destacadísimo en la fe y en el amor. La Iglesia católica, enseñada por el Espíritu Santo, la honra como a madre amantísima con sentimientos de piedad filial" (Lumen Gentium 53). La Virgen-Madre-Esposa, icono del misterio de Dios es, pues, por analogía, icono del misterio de la Iglesia: vista a la luz de la revelación trinitaria, la mariología está unida indisolublemente a la eclesiología.
María es también simplemente la criatura humana ante Dios: una criatura concreta, una mujer por cierto, singular e inimitable, y sin embargo interlocutora en un diálogo con el Eterno, que responde a los rasgos del diálogo de la creación y la redención. Sobre ella desciende la sombra del Espíritu y evoca la creación primera, cuando "el Espíritu de Dios aleteaba por encima de las aguas" (Gn 1,2); es evocada en ella la figura de la mujer de los orígenes (cf. Gn 3,15 y el uso que hace Juan de la palabra "mujer" para designar a María); ella es la "sierva del Señor", que es bienaventurada porque "ha creído en el cumplimiento de las palabras del Señor" (Lc 1,45), la humilde, a la que el Omnipotente ha dirigido su mirada, cumpliendo en ella cosas grandes (cf. Lc 1,48s). Por ello, "bendita entre las mujeres" (Lc 1,42), "todas las generaciones me llamarán bienaventurada" (Lc 1,48). En el sì de la Virgen resplandece la obra maestra de la creación de Dios, la dignidad de la criatura, capacitada, en la economía de la gracia, para dar el consentimiento de su libertad para el proyecto del Eterno y para convertirse así, de alguna manera, en colaboradora de Dios. El Señor, que elige a María y recibe su consentimiento de fe en el abandono radical a Él, no rivaliza con el hombre, sino que es el Eterno que por amor nos ha creado en la libertad sin nosotros y que, por ese mismo amor, no nos salvará sin nosotros y sin el consentimiento de nuestra libertad. La antropología de Dios va a corresponder, en la Virgen María, a la teología del hombre: el movimiento de descenso produce un movimiento de ascenso; Dios elige y llama gratuitamente; el hombre, elegido y llamado, responde libremente y en la gratuidad del consentimiento. Esta antropología de Dios, revelada en la anunciación y capaz de manifestar en plena luz el que fuera el designio del Eterno desde los albores del mundo, lleva consigo la marca de la vida del Dios tripersonal: la Virgen, figura del acogimiento del Hijo, es la creyente que en la fe escucha, acoge, consiente; la Madre, figura de la generosidad superabundante del Padre, es la generadora de la vida, que en la caridad dona, ofrece, transmite; la Esposa, figura de la nupcialidad del Espíritu, es la criatura viva en la esperanza, que sabe unir el presente de los hombres al futuro de la promesa de Dios. Fe, amor y esperanza reflejan en la figura de María la profundidad del consentimiento a la iniciativa trinitaria y la huella que esta misma iniciativa imprime indeleblemente en ella. La Virgen Madre se ofrece como icono del hombre según el proyecto de Dios, creyente, esperanzado y amante, icono, a su vez, de la Trinidad que lo ha creado y redimido y a cuya obra de salvación está llamado a consentir en la libertad y la generosidad del don.
María, que es imagen del hombre creado y redimido, no ha prescindido de su feminilidad concreta, sino que se ha realizado precisamente por medio de ella: lo que se manifiesta en ella no es el ser humano abstracto, sino el ser humano femenino en la densidad concreta de su ser Virgen-Madre-Esposa. Como ha escrito Juan Pablo II: "la figura de María de Nazaret ilumina a la mujer como tal, por el hecho mismo de que Dios, en el evento sublime de la encarnación del Hijo, se ha confiado al ministerio, libre y activo, de una mujer" (Redemptoris Mater 46). En ella, lo humano aparece en su densidad originaria e indeclinable, constituida por la reciprocidad de los dos polos: el femenino y el masculino. También aquí tiene vigencia la "ley de la totalidad": la polaridad remite a la totalidad. "La Iglesia", dice nuevamente Juan Pablo II (Carta Apostólica Mulieris dignitatem del 15.8.1988, nos. 6 y 7) "es otro "yo" en la humanidad común (...) En la "unidad de los dos", el hombre y la mujer están llamados desde el comienzo no sólo a existir "uno junto al otro" o "juntos", sino que están también llamados a existir recíprocamente "uno para el otro"". La creación de Adán (nombre colectivo en hebreo) es la creación del ser humano originario como hombre-mujer, en la totalidad del principio que remite a la totalidad de su fin, en la que "ya no hay (...) ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús" (Ga 3,28). "Ni la mujer sin el varón, ni el varón sin la mujer, en el Señor. Porque si la mujer proviene del varón, el varón, a su vez, nace mediante la mujer; y todo proviene de Dios" (1Cor 11,11s). Por su cercanía excepcional al hombre nuevo y perfecto, Jesús, Hijo de Dios e Hijo suyo, María refleja en sí, en su feminilidad verdadera y plena, la totalidad de lo humano en su unidad originaria y final. En ella, lo femenino no está en alternancia o contraposición a lo masculino, sino que, en cambio, lo revela profundamente, en su propia identidad y en la reciprocidad de la que vive y a la que remite. María, enteramente relativa a Cristo, vive en esa totalidad e integra su feminilidad en la plenitud de la humanidad nueva: es así que al contemplarla en su verdad de mujer se encuentra en ella la feminilidad de lo humano total, lo femenino que se revela a través de la reciprocidad y la integración con lo masculino, y que deja traslucir en sí los rasgos de la criatura nueva en el Señor. El acogimiento fecundo de la Virgen, en absoluto pasivo, la generosidad pura de la Madre, forma gratuita recibida del Padre y donada a los hombres, la reciprocidad de la Esposa, con su contenido de alianza liberadora y anticipadora, no sólo revelan la feminilidad de la mujer, sino también lo femenino de lo humano, las dimensiones que todo ser humano debe integrar en sí mismo para realizarse plenamente según el designio de Dios.
El discurso de la fe sobre María, construido a partir de la "ley de la totalidad", puede, pues, invocar conscientemente a la Virgen Madre, reconociendo en ella las coordenadas de todo el "mysterium salutis". El "logos" de la fe se hace "hymnos", en la confesión enamorada y fiel que ha inspirado la poesía de Dante al principio del último Canto (XXXIII) del Paraíso:
¡Oh Virgen Madre, hija de tu hijo,
más que toda criatura humilde y alta,
término fijo de un designio eterno,
tú eres aquella que a la especie humana
ennobleciste tanto, que su autor
no desdeñó de hacerse su hechura!
En tu vientre el amor prendió de nuevo,
por cuyo ardor en una paz eterna
así esta flor en tierra ha germinado.
Aquí nos eres meridiana antorcha
de caridad, y abajo, entre mortales,
les eres de esperanza fuente viva.
Mujer, eres tan grande y tanto vales,
que el que quiere una gracia y no te implora,
quiere que su desear vuele sin alas.
Tu benignidad santa da socorro
no sólo a quien lo pide, muchas veces
liberalmente a ese pedir precedes.
En ti piedad, en ti misericordia,
en ti magnificencia, en ti se aúna
todo cuanto es bondad en la creatura.
(traducción: M.A. Battistessa, Dante Alighieri, La Dvina Comedia, Buenos Aires: Ediciones Carlos Lohlé, 1972, ps. 563-564).