El primado de Pedro como servicio a la objetividad de lo verdadero
Bruno Forte

En la comunión de la Iglesia, "icono de la Trinidad", el obispo de Roma, el papa, es el signo y el siervo de la unidad católica. Según la más antigua tradición cristiana, cada Iglesia local es una comunidad eucarística bajo la presidencia del obispo, quien -como escribe Johann Adam Möhler, auténtico precursor de la renovación eclesiológica del Vaticano II- "es, para un determinado lugar, la imagen visible del amor invisibile de todos los fieles, la personificación del amor recíproco, la manifestación y el centro vivo de los sentimientos cristianos que tienden a la unidad" (J.A. Möhler, L'unità nella Chiesa. Il principio del cattolicesimo nello spirito dei Padri della Chiesa dei primi tre secoli, Città Nuova, Roma 1969, p. 226). La comunión universal de todas las Iglesias -producida y significada por el único Espíritu Santo y el único pan de vida- es, a su vez, expresada por la comunión de sus obispos con el obispo de la Iglesia "que preside en el amor" (Ignacio di Antioquía, Ad Romanos, Inscr.: PG 5,685; Funk 1,252), el obispo de Roma, "reflejo personificado de toda la unidad de la Iglesia" (Möhler, p. 285), signo vivo y ministro eficaz de la unidad de la "Catholica". La unidad de la Trinidad es extendida a la Iglesia: como en la vida trinitaria, una suerte de "pericoresis eclesiológica" se realiza en la comunión de las Iglesias, en la que el papel de la "monarquía" del Padre es ejercido, por disposición divina, por el sucesor de Pedro, obispo de la Iglesia de Roma y pastor universal.

El papa ejerce, por lo tanto, respecto de la unidad católica, constituida en las Iglesias particulares y por ellas ("in quibus" y "ex quibus"), un servicio de comunión cuyos rasgos comparte con el oficio episcopal que ejerce en la Iglesia romana: él es, pues, el siervo de la unidad como profeta, sacerdote y pastor. En especial, la dimensión profética del ministerio universal del obispo de Roma se realiza cuando anuncia una palabra, preñada de significado para todas las Iglesias, como testimonio fiel y garantizado de la tradición apostólica. Dicha palabra de comunión universal se distingue, naturalmente, de la que proclama como pastor de la Iglesia local de Roma o de la que dirige a las Iglesias de las cuales es metropolita o patriarca: en este sentido, existe una relación distinta entre cada una de las Iglesias y el ministerio profético del obispo de Roma. Esto es: distinta es la situación de la Iglesia romana, que encuentra en él a su propio ministro de unidad, como distinta es la de las Iglesias occidentales, que han permanecido siempre en comunión con la sede apostólica; es también distinta la de las Iglesias orientales unidas a Roma, que viven la comunión con el obispo de Roma al reconocerlo como centro de referencia de la fidelidad a la fe de los apóstoles y como instancia última de apelación de la comunión; y distinta la situación de las Iglesias que no están actualmente en plena comunión con la Iglesia católica, pero que un día podrían unirse a ella en una relación de unidad plena y, al mismo tiempo, de autonomía y diversidad en la comunión (según la invitación que el mismo Santo Padre ha hecho en la encíclica Ut unum sint del 25 de mayo de 1995, nos. 88-96). Sin embargo, cuando el obispo de Roma habla a todas las Iglesias como presidente de su comunión universal, expresión de la unidad de la Catholica en la plenitud, y se refiere a cuestiones que están conectadas con la fe y la praxis apostólicas, su palabra es, para todas las Iglesias, un signo de la palabra del Señor, cabecera del banquete pascual que realiza la unidad de la Iglesia universal, dondequiera se realice.

De esta manera, todas las Iglesias están llamadas a reconocer en el magisterio del obispo de Roma algo que pertenece, profundamente, a su misma identidad y habita en su interior, porque la voz del Primado universal expresa la verdad de la Catholica realizada en ellas: según la tradición de la Iglesia indivisa, aquéllas están por ello vinculadas a la recepción de este magisterio, acogido como palabra de discernimiento, orientación y comunión en la unidad de la tradición apostólica. Así Pedro confirma hoy a sus hermanos, convirtiéndose en una memoria viva de la fe apostólica y centinela atento de su custodia, para el crecimiento de todo el Cuerpo de Cristo: en el obispo de Roma, quien habla a todas las Iglesias, es Pedro. Además, la palabra del papa, en el ejercicio de su función de "episkopé" en la comunión universal de las Iglesias, puede representar la voz de toda la Iglesia en su diálogo con el mundo: en este sentido, el papa da voz al testimonio de todos los fieles en Cristo, dirigida como llamamiento a la justicia, la conversión y la paz a los hombres que Dios ama; al mismo tiempo, se convierte en la voz de todos los marginados y oprimidos de la tierra, en quienes Cristo está presente. El primado de Pedro se presenta así como un servicio para la objetividad de lo verdadero, de aquella Verdad para la que la Iglesia debe vivir su "diakonía" y su "martyría", su servicio y su testimonio, en la comunión -es decir la "koinonía"- que hace de la Iglesia peregrina en el tiempo una efigie viva del amor divino de los Tres que son Uno.