El obispo y sus sacerdotes
Rino Fisichella

Hay un texto de San Agustín que muestra sintéticamente la relación que debe existir entre el obispo y el sacerdote. El santo obispo de Hipona cuenta su viaje a Milán y su encuentro con Ambrosio: "Ese hombre de Dios me acogió como un padre y se alegró de mi peregrinaje como un obispo. Yo también comnecé a amarlo al instante, en un primer momento, no como maestro de verdad, pues no tenía esperanza alguna de encontrarla en tu Iglesia, sino como a quien me mostraba benevolencia" (Confesiones V 13,23). Estas breves frases podrían constituir, de alguna manera, una base para reflexionar sobre el ministerio del obispo.

"Ese hombre de Dios me acogió como un padre". Destaca en primer lugar el hecho de su ser "hombre de Dios". El obispo y el sacerdote están llamados por su vocación a ser, ante todo, los que hablan de Dios a través de su propia vida: ser testigos del Invisible y, en virtud de ese vínculo sagrado con Dios, estar consagrados a la oración. Pienso que uno de nuestros deberes más importantes sea el de indicar el camino que lleva a Dios. La oración nace de la escucha de la Palabra de Dios y de la conciencia de la necesidad de dar gracias por la vocación al sacerdocio, que es signo elocuente de su amor. En una cultura que, al proponer el vacío de lo efímero, parece alejarse cada vez más de lo esencial de la vida, se hace necesario indicar los signos concretos que puedan remitir a lo constitutivo de la existencia sacerdotal. Ser "hombre de Dios" implica que el obispo transmita la conciencia de la primacía de la gracia en la vida personal y su disponibilidad a abrir a ella su corazón.

"Me acogió como un padre". En esta expresión distingo otra valiosa indicación: el obispo debe ser como un padre para el sacerdote. Quien, en el nombre de Cristo, ha renunciado a tener hijos recibe el don de ser "padre", porque engendra nuevos hijos para la Iglesia y en la Iglesia. San Agustín recuerda que el padre "acoge". Se trata de una dimensión fundamental de la acción ministerial. Es la acogida gratuita, fruto del amor fecundo, que sabe que siempre debe abrir sus brazos. Es la acogida en los momentos de felicidad como en los momentos de dolor; es extender los brazos para ofrecer el perdón y saber estrechar contra sí como fruto de la participación. El obispo debe tener una conciencia bien arraigada de que, al acoger, se convierte en signo de la Iglesia que acoge. En su persona ya nada es privado, porque todo es eclesial. "Sed imitadores míos" como yo lo soy de Cristo, afirma el apóstol (Flp 3,17). Es ésta una enseñanza paradigmática para la vida de la comunidad creyente. Si los brazos del obispo están abiertos para acoger al sacerdote, los brazos del sacerdote no pueden quedar cruzados ante la comunidad y viceversa. Se trata de una acogida que no juzga sino que ama, y por eso acepta compartir la existencia en esa dimensión de la comunión que permite comprender con profundidad el sentido de la vocación sacerdotal.

Por último, el texto de San Agustín ofrece otra indicación, la tercera, al afirmar: "se alegró de mi peregrinaje como un obispo". Veo en esta expresión una alusión más profunda al ministerio episcopal que guía el camino de la comunidad y, así, indica el camino que debe recorrer el sacerdote. El peregrinaje exige una meta, porque, de otra manera, sería un vagabundeo. Todo sacerdote lleva consigo un signo de compromiso personal; es el suyo un camino que recorremos juntos, pero hay siempre un tramo en el que se halla ante sí mismo y ante la coherencia del testimonio de fe que está llamado a dar. Toda su persona se encuentra ante Cristo y está llamada a un compromiso que exige la secuela en la fidelidad a Cristo, Único y Sumo sacerdote.