Pedro Morandé Court
La pregunta que se ha puesto como objeto de análisis a esta ponencia es si acaso la Gaudium et spes puede seguir considerándose actual pese a los impresionantes cambios económicos, sociales y culturales que ha experimentado el mundo en los últimos treinta años, cambios que, en general, nadie pudo haber previsto en su magnitud, velocidad y complejidad. Por una parte, la caída del muro de Berlín y el fracaso de los llamados "socialismos reales" en Europa oriental y en el resto del mundo, ha dado origen a una nueva configuración geopolítica que, no obstante sus grandes incertidumbres y sus conflictos pendientes, ha abierto una era de grandes esperanzas para la cooperación internacional, tanto a nivel regional como mundial. La formación de nuevos bloques económicos, como también la creación de un nuevo tratado general de comercio, son algunos signos de este nuevo escenario. Por otra parte, ha surgido también ante nuestros ojos una verdadera revolución tecnológica, tanto en el campo de la bio-ingeniería como en el de las comunicaciones, iniciándose una nueva era de dominio de la naturaleza, de los procesos sociales y hasta de la vida humana misma, cargada de grandes posibilidades como también de amenazas sin precedentes en la historia.
Ninguno de estos cambios eran esperables, al menos en la escala internacional en que se han producido. Tampoco hay signos explícitos de ellos en la Gaudium et spes. No obstante, se puede afirmar que la cuestión fundamental ahora, como hace treinta años, es el reconocimiento y respeto irrestricto a la dignidad de la persona humana, cuestión que la Gaudium et spes ha puesto en el centro de su reflexión pastoral. Como lo demuestra toda la historia de la cultura, cuando el pensamiento vuelve a la pregunta por el origen, por el fundamento, sus frutos son de una actualidad y potencia que se proyectan por siglos, y esto es lo que ha hecho la Gaudium et spes en su primera parte, que porta una antropología teológica. Estos mismos presupuestos antropológicos están en la base de todas las consideraciones de su segunda parte, acerca de la familia, de la cultura, del orden económico y político, y de las relaciones internacionales, de modo tal que, aunque el escenario social de la vida humana ha cambiado en aspectos muy significativos, las preguntas fundamentales acerca de la relación de cada ser humano con la obra colectiva nacida de su propia invención y laboriosidad siguen siendo esencialmente las mismas.
Nadie puede dudar de que la interrogante acerca de la dignidad humana fue llevada hasta el extremo por las experiencias de totalitarismo que han desgarrado el presente siglo. La conciencia humana después de Auschwitz y de Hiroshima ya no es la misma. Por una parte, estas experiencias muestran que los medios más racionales de que dispone el hombre, los medios tecnológicos, pueden ser puestos al servicio de la destrucción premeditada y en gran escala, la que difícilmente podría justificarse en su racionalidad. El gran sueño de la filosofía ilustrada de que la razón humana era la herramienta más poderosa para salvar al hombre de sus temores y caprichos, y para augurar una era de "paz perpetua" fundada en el reconocimiento del "Estado de derecho", mostró ser una ilusión, puesto que la misma razón que se esforzaba por la máxima competencia técnica y científica en el ámbito de los medios no encontró otro criterio para juzgar la bondad de los fines, que la más desnuda e irracional voluntad de poder.
A la luz de estas trágicas experiencias, surgió por doquier la pregunta: ¿cuán razonable es la razón que, aplicada en su máxima potencia a la creación de nueva tecnología, es incapaz de prevenir su uso irracional? El fundamento de la racionalidad, tal como ella se ha entendido en Occidente desde Aristóteles, es decir, como aquella capacidad que tiene el ser humano de comprender la finalidad de su existencia y a la persona humana como un fin en sí misma y no como un medio, quedó radicalmente cuestionada ante la experiencia del genocidio y del holocausto. No sólo el orden jurídico fue incapaz de impedir la irracionalidad en el uso de la fuerza, sino que legitimó estos actos irracionales en virtud del principio de soberanía y del cumplimiento de los procedimientos legalmente prescritos. ¿De qué puede valer un "Estado de derecho" que garantizando formalmente la dignidad del ciudadano admite el uso desproporcionado de la fuerza contra terceros o la dictación de leyes racistas con todas las formalidades legales por él mismo previstas?
Esta paradojal perplejidad e impotencia de la razón consigo misma al momento de fundar la dignidad de la persona pareciera ser el núcleo del diagnóstico que tenían a la vista los Padres conciliares al aprobar la Gaudium et spes. Y si bien el mundo occidental comenzaba a desarrollar una visión optimista en la época de postguerra, fundada en el rápido crecimiento económico de las potencias involucradas, en el restablecimiento de la democracia y en el desarrollo del comercio internacional, la Iglesia miraba con preocupación que signos análogos a los del totalitarismo europeo se extendían hacia los países del tercer mundo y a la relación entre el Norte y el Sur. Durante la década del cincuenta, contrastó precisamente el optimismo de Europa occidental y de Norteamérica con la experiencia de las guerras de Corea y de Vietnam, que en cierto sentido eran vistas todavía como resabios del mundo que terminaba. Pero la década del sesenta mostró cuán equivocada era esa percepción. El escalamiento de la guerra de Vietnam, los conflictos en el Medio-Oriente, la crisis soviético-norteamericana causada por la intención de instalar armas nucleares en Cuba, la extensión de la guerra de guerrillas en América Latina y en Asia, el aplastamiento de los movimientos de protesta y de liberación en Europa oriental, el surgimiento de un amplio movimiento tercermundista reclamando el constante deterioro de los "términos del intercambio" entre los países desarrollados y subdesarrollados, la lucha de liberación nacional en algunos países que vivían todavía las secuelas del colonialismo, eran todos síntomas preocupantes de que la situación, aparentemente superada, guardaba los mismos gérmenes que habían producido la catástrofe del totalitarismo y de las guerras mundiales. La promulgación solemne de la Declaración sobre los Derechos Humanos realizada por las Naciones Unidas en 1948 no había inaugurado eficazmente una nueva era, sino que había proclamado un ideal todavía muy distante y difícil de garantizar. Algunas voces insinuaban incluso, por entonces, que la tercera guerra mundial ya había comenzado.
La reflexión de la Gaudium et spes puede considerarse, en este contexto, casi como una súplica de los Padres conciliares al Señor de la historia, para que Él quisiera glorificarse a través de estas pesadas sombras del tiempo. Una súplica a Cristo, Verbo de Dios que, habiendo hecho suya la carne humana, hizo con el hombre una nueva y eterna alianza que prevalecerá sobre el mal y sobre la muerte. A través de Él y por Él, una súplica al Padre para que revelara una vez más en el rostro de su Hijo amado la bondad de su obra creadora. Una súplica al Espíritu Santo, Espíritu de verdad y sabiduría, para que mostrara al hombre en qué consiste propiamente su libertad, aquella que todos clamaban para sí y en cuyo nombre se habían vivido las mayores atrocidades totalitarias de que la historia tenía conocimiento. La Gaudium et spes no es un texto "moralista" que quiera condenar al hombre por su extravío, sino una suerte de oración. Por ello, ya en su hermoso primer párrafo declara que los hijos de la Iglesia son solidarios con el destino de todos los hombres y pueblos y que nada hay "de verdaderamente humano" que les sea indiferente. La reflexión que ella ofrece al mundo se realiza, por consiguiente, desde el abismo de su trágica historia, valorando todo lo positivo que ella ha aportado al conocimiento que el hombre tiene de sí mismo, al desarrollo económico y social, y a la tan anhelada paz entre los pueblos, y suplicando al "Redentor del hombre" que, revelando su gloria, permita al ser humano encontrar su centro y fundamento, el sentido de su origen y de su destino, tanto en el plano personal como social.
Pienso que esta actitud es la misma con que el Santo Padre ha invitado a la Iglesia a mirar hacia el Tercer Milenio, implorando la misericordia de Dios sobre el pecado humano y sobre la conciencia contrita de los hijos de la Iglesia, y pidiéndole que derrame su gracia para comprender adecuadamente los desafíos de esta nueva época que se inicia. No es el hombre el señor de la historia, sino Cristo, el nuevo Adán, a quien le ha sido conferido el juicio sobre el destino humano (ver Mt 28,18). Él es el único que puede revelar la profundidad del misterio humano, de su conciencia y de su libertad, como también el único que puede revelar al hombre su pecado, las razones de su idolatría y falsa conciencia, de su injusticia y de su violencia. La inmensa riqueza doctrinal de la Gaudium et spes se ofrece al mundo con la humildad y perseverancia de quien es capaz de escuchar y seguir con obediencia a su Maestro, y de quien ha experimentado en la historia reciente la profunda verdad de la confesión de Pedro: "¿Señor, a quién iríamos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6,68).
Los treinta años que han seguido a la Gaudium et spes encuentran al mundo con las mismas preguntas de entonces sin resolver. Pero pienso que, esta vez, con un agravante adicional. Como lejos de Cristo no ha encontrado respuestas satisfactorias, ha intentado ahora anular las preguntas, o quitarles, al menos, su dramaticidad. Vivimos una época marcada por el nihilismo. Pero ya no es el mismo que el de la primera mitad del siglo. El de entonces era ideológico, programático. Siguiendo a Nietzsche, quería sustituir el vacío dejado por el abandono de la moralidad personal y social, por la voluntad de poder; quería volver al "origen de la tragedia", desafiar al Señor de la historia declarándolo muerto, prescindible. Quería subvertir la moral burguesa, calculadora y cotidiana, por la dramaticidad del héroe, que no tiene otro parangón que el de su propia acción y voluntad. El nihilismo que estaba en la base de las ideologías totalitarias se disfrazaba de un optimismo avasallador, de conquista de nuevas metas. Era capaz de proclamar, como en España, ¡viva la muerte! y presentarse en los distintos escenarios del mundo como la ideología de "la gran marcha", del gran salto adelante, en el plano económico no menos que en el político, en el científico no menos que en el vanguardismo cultural. Su último estertor de muerte fue la guerrilla urbana, el terrorismo, la embriaguez de la violencia sin otro propósito que la propia violencia. Con ella se quiso doblegar la voluntad del Estado, sin tomar en cuenta que los intereses de la seguridad y de la sobrevivencia consideran la violencia como un medio pero no como un fin.
El nihilismo actual, postmodernista, proclama, en cambio, el así llamado "pensamiento débil", la trivialización de la existencia, su desdramatización. En parte, se trata de la actitud temerosa de quien ha experimentado que la pregunta por el destino, contestada desde la autosuficiencia humana, puede llevar a las peores catástrofes. En parte, se trata también de la confesión de un error estratégico: como preveía Gramsci, no se puede comenzar por el asalto a la política, sin conquistar previamente la moralidad común de la vida cotidiana, sus símbolos y representaciones, su visión de la historia, su memoria, o más bien, esos son los verdaderos temas políticos, puesto que en ellos reside la experiencia de la libertad humana, la pregunta por el sentido. La conciencia postmoderna intuye que el nihilismo se juega, en último término, en la subsistencia del deseo de vivir y de transmitir la vida.
Éste ha sido el foco de concentración de las grandes discusiones sociales y culturales en los últimos treinta años. Las ideologías comenzaron a caer por doquier junto con la expansión del "vacío existencial", para usar la expresión de Frankl. En los años inmediatamente siguientes a la publicación de la Gaudium et spes se lanza masivamente sobre el mundo la comercialización de la píldora anticonceptiva, disfrazándose detrás de la exaltación del gozo sexual, la falta de razones para donar la vida a otros. Como antaño en la esfera bélica y política, la tecnología vendría a socorrer a la desfalleciente ideología, aplicada esta vez a la biología humana, a la separación de la procreación de la conyugalidad, y a la difusión de imágenes y conductas permisivas que, más que cuestionar reflexivamente la tradición cultural de Occidente, la caricaturizan hasta el sarcasmo. Paralelamente, comienza el cuestionamiento de la institución del matrimonio y de la familia, y la reivindicación del divorcio como un derecho, a lo que seguiría, posteriormente, la comercialización masiva de la pornografía, la exaltación de la droga, el reclamo por la libre manifestación de las preferencias homosexuales y bisexuales, la búsqueda de la legitimación jurídica del aborto, de la eugenesia y de la eutanasia.
El nihilismo ideológico cede así el paso a un nihilismo libertino que, apoyado en la consolidación de la sociedad de consumo, da a ésta un nuevo rostro. La cultura burguesa se apoyaba socialmente en la escasez, en el deseo de atesorar para garantizar el futuro, en la identificación del ser con el tener, para lograr la tan deseada movilidad social ascendente. Como describió agudamente Groethuysen, mientras la sociedad preburguesa trabajaba para ordenar la vida, la cultura burguesa ordenaba la vida para trabajar. Con el advenimiento de la sociedad opulenta y de la abundancia, sin embargo, ya no se encuentran razones suficientes para trabajar. El trabajo pasa a ser sólo el medio para comprar el ocio, el precio necesario para el consumo. Los productores deben comenzar a invertir tantos recursos en producir como en publicitar, debiendo dar satisfacción a sus clientes; no la satisfacción del valor de uso de sus productos, sino también la de su misma publicidad y de los innumerables servicios asociados a su comercialización. La publicidad debe, por sobre todo, llamar la atención, remecer a los consumidores del tedio de la abundancia. El nihilismo comienza a comercializarse, a ofrecerse en los escaparates, a ocupar las pantallas de los televisores. Para la mayoría se ofrece como entretención. Para los más sofisticados, como seducción y promesa de nuevas experiencias.
Esta profunda transformación social tiene como uno de sus principales protagonistas a la tecnología. Mientras la racionalidad humana era capaz de distinguir entre fines y medios, y a la persona humana como un fin en sí misma, la tecnología fue considerada como un medio, el más poderoso de todos, pero subordinada a la finalidad de la existencia humana. Pero cuando se oscurece esa finalidad, se desdramatiza y trivializa, cuando ya no se juega en la vida cotidiana concreta ningún destino, entonces pasa a ser la tecnología quien impone al ser humano el ritmo de su propia operación. La velocidad de la obsolescencia tecnológica comienza a transferirse a la economía y a la organización social como el criterio de valoración de la productividad del trabajo. Con ello se ha producido la paradoja de que, por una parte, el bien más escaso de la sociedad contemporánea es el tiempo; por otra, quienes logran comprarlo en abundancia deben inventarse entretenciones para dilapidarlo. El crecimiento constante de la industria del espectáculo, la transformación del deporte en una actividad lucrativa, y la consolidación de la industria del turismo, son algunos de los signos inmediatamente visibles de estas transformaciones.
La contracara de este fenómeno mundial es la pobreza y marginación de muchos. A la ya tradicional diferenciación de los países del norte y del sur, se suma ahora la marginación social en el seno de las propias sociedades opulentas. Puede decirse, en general, que los nuevos pobres son aquellos que no logran ajustar su productividad al ritmo de la obsolescencia tecnológica. Entre ellos, los discapacitados, los niños, los ancianos, los que adquirieron oficios tradicionales que han sido superados y ya tienen demasiada edad como para comenzar a capacitarse de nuevo. A ellos hay que sumarle los drogadictos, los enfermos de sida, los que padecen depresión y stress, los hijos no deseados, los de padres divorciados que son hechos responsables, a menudo, de los conflictos de sus progenitores, en una palabra, las víctimas del nihilismo. Más dramático resulta todavía que sean estas víctimas las que proporcionan el más abundante material para retroalimentar el espectáculo y la opinión pública. Son el objeto temático predilecto del cine y de la televisión. También ocupan el centro de la preocupación política y ciudadana, la que intenta con medidas correctivas o preventivas paliar en parte los efectos de su situación, sin llegar a comprender la causa última de su dolencia.
El otro rasgo del mismo fenómeno es la existencia de pueblos enteros que deben luchar arduamente por la sobrevivencia. La organización económica constituida sobre la agregación de valor ya no reconoce, prácticamente, la productividad de quien dispone de su sola fuerza de trabajo. Éste es el drama de la mayoría de los países pobres, que deben contentarse, en el corto plazo, con vender sus materias primas, sus recursos energéticos, o el equilibrio ecológico de sus recursos naturales, a precios que no son suficientes para realizar las grandes inversiones sociales en salud, educación y vivienda que permitirían en el mediano plazo aumentar las posibilidades de su gente de agregar valor a nivel competitivo. La estratificación social interna de estos países comienza a presentar distanciamientos cada vez más irreversibles, los que se muestran en la desproporcionada distribución del ingreso, en el incremento de la brecha educacional y tecnológica, lo que ha traído consigo un incremento de los niveles de peligrosidad social y la utilización de los mismos pobres para el narcotráfico y otras actividades económicas ilícitas.
Ciertamente la Gaudium et spes no podía prever este desarrollo. No obstante, por haberse planteado la pregunta acerca del fundamento de la dignidad humana y su proyección a las distintas esferas de la actividad social, resulta de una impresionante actualidad. Es capaz de explicar, especialmente, el hecho tan engañoso y paradojal de que la preocupación por la vigencia de los derechos humanos se pueda dar en un contexto altamente nihilista y autodestructivo. En efecto, los derechos humanos se transforman en un discurso vacío y retórico cuando no se considera el valor de cada ser humano particular, en su específica contingencia y limitación. El núcleo del nihilismo en su fase libertina consiste en el hecho de que mientras proclama la vigencia de los derechos humanos, en general, es indiferente frente a los derechos de cada persona, en particular. En eso consiste, propiamente, la exaltación del "pensamiento débil", en que cada persona es finalmente el argumento de una conversación y no una existencia dramáticamente enfrentada a su destino.
La demostración más emblemática de esta contradicción, como ha mostrado Evangelium vitae, ha sido el intento de legitimar jurídicamente el aborto como pretendido derecho de la mujer a disponer libremente del ser que lleva en su vientre. Naturalmente, el planteamiento de este derecho sólo se podría sustentar en la duda radical acerca de que sea verdaderamente humano el fruto de la procreación de un hombre y de una mujer. Ello significa que alguien -la madre, el médico, el orden jurídico- debe arrogarse el derecho de decidir cuándo un ser humano es humano. Ningún totalitarismo ideológico del pasado había jamás osado justificar jurídicamente esta arbitraria prerrogativa, la que se plantea ahora sobre la más indefensa de todas las creaturas, que no tiene voz ni capacidad de autoafirmarse, sino que depende en todo de la libertad de quienes la han concebido y le han dado la vida. Ya no se trata solamente de una cierta visión pesimista de la existencia que se niega a la fecundidad, sino de la aceptación jurídica de un principio de indiferencia frente al valor de cada ser humano particular. Análogo argumento se aplica a la fertilización asistida, donde resulta indiferente cuáles embriones se implantan en el útero materno y cuáles se desechan, a la relación entre los sexos, donde la promiscuidad se funda en la indiferencia de escoger a una u otra persona, al rechazo del matrimonio indisoluble, donde resulta indiferente tener un cónyuge u otro, a la paternidad fuera del matrimonio, donde parece indiferente concebir un hijo de una mujer o de otra, y a todos los restantes ámbitos de la vida laboral y social. Lo más propio de la sociedad de consumo es, precisamente, el principio de indiferencia que permite comparar productos según sus ventajas relativas para escoger el más adecuado a las circunstancias. Pero este mismo criterio de juicio, cuando se extiende a las relaciones humanas, desconoce el valor absoluto de cada persona, respetándose su dignidad sólo en términos relativos.
Exactamente lo contrario de este "pensamiento débil" es la afirmación de la Gaudium et spes de que, "el Hijo de Dios, por su Encarnación, se identificó en cierto modo con cada hombre: trabajó con manos de hombre, reflexionó con inteligencia de hombre, actuó con voluntad humana y amó con humano corazón"
(2). La dramaticidad del acontecimiento de la Encarnación del Verbo de Dios se nos hace más transparente a la luz de los principios nihilistas de la cultura actual. ¿Qué hubiese ocurrido si la mujer solicitada por el Ángel para que fuese la Madre del Salvador hubiese respondido sobre la base del principio de indiferencia antes descrito? ¿Es que acaso para el Verbo Eterno del Padre hubiese resultado indiferente tomar carne de una mujer o de otra? La libertad de María para que se hiciese en ella lo que el Ángel le anunciaba se muestra en todo su esplendor, precisamente, ante la dramaticidad de la conciencia de que de ella dependía el destino del género humano y de toda la creación. El hecho acreditado es que hubo una persona en la historia capaz de esta libertad y que por ello la "llamarán bienaventurada todas las generaciones" (Lc 1,48). La memoria que hace la Gaudium et spes de la Encarnación como núcleo de su argumento antropológico, no es así una mera proclamación piadosa de la dignidad de cada persona, sino la afirmación de que el ser humano, en su apertura al don de Dios, es capaz de experimentar una libertad que no procede del orden social, que es anterior a cualquier reconocimiento jurídico, y que establece un parámetro de juicio que no está sujeto a los consensos dialécticos de las circunstancias históricas.Por ello, me parece que el necesario correlato teológico del nihilismo libertino es el docetismo, es decir la afirmación de que Cristo no sería más que una apariencia humana, una metáfora de los sueños del hombre por alcanzar la gloria, un ícono genérico incapaz de identificar su suerte con la existencia de una persona particular. En el docetismo se resume propiamente la afirmación de Nietzsche sobre la "muerte de Dios", no de su muerte como ensoñación de los débiles, incapaces de asumir sobre sus hombros la responsabilidad por el destino, sino como negación de una libertad humana capaz de ofrecer su carne al Verbo de Dios para hacerse verdaderamente hombre y poner su morada en medio de ellos. Si la Encarnación de Dios no es un acontecimiento en la historia, tampoco lo pueden ser su predicación, su pasión y cruz, su resurrección. Ni hablar siquiera de la realidad sacramental de la Iglesia como signo visible de la nueva y eterna alianza, la que despojada de la realidad de la Encarnación queda reducida a una institución social, portadora de una doctrina respetable, según las circunstancias, cuya máxima aspiración podría ser la de enriquecer la conversación plural que se da en la sociedad, inspirada por variadas fuentes.
Contemplando pues el misterio de la Encarnación, la libertad que la Gaudium et spes reconoce al ser humano no es sólo la de operar con libre arbitrio dentro de las así llamadas "reglas del juego" que el poder económico, político o cultural define en cada circunstancia histórica, sino aquella libertad que es capaz de comprometer a Dios mismo en el destino de la historia humana. Tal desproporción entre la limitación de una creatura contingente y la consecuencia eterna de su obrar no podría concebirse sino desde la acción de la gracia divina, la que en Cristo se revela como un paternal amor del Creador que ama al ser humano "por sí mismo", sin otro motivo o razón
(3). Éste es el mismo fundamento que ha llevado al Santo Padre a afirmar solemnemente ante la UNESCO que "el hombre... es el único sujeto óntico de la cultura" (4) y que "para crear la cultura hay que considerar íntegramente, y hasta sus últimas consecuencias, al hombre como valor particular y autónomo, como sujeto portador de la trascendencia de la persona. Hay que afirmar al hombre por él mismo, y no por ningún otro motivo o razón: ¡únicamente por él mismo!" (5). Sorprende la simetría de este argumento con la voz que se escucha de lo alto con ocasión del bautismo de Jesús y de su transfiguración en el Tabor: "Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco" (Lc 3,22) (6). Este tú personal pronunciado sobre el Hijo se extiende a todos quienes, por virtud del bautismo, o por el misterioso vínculo que une a cada ser humano con el misterio de Cristo, están llamados a ser hijos en el Hijo.La afirmación "fuerte" de la dignidad de cada ser humano es inseparable, en consecuencia, del respeto irrestricto a su conciencia religiosa y a la libertad que nace de ella, es decir, de "la actitud que el hombre asume ante el misterio más grande: el misterio de Dios"
(7). Ésta es la libertad que confronta al ser humano dramáticamente con la verdad de su naturaleza y de su vocación y que ninguna institución social puede restringir, ni menos sustituir, pues le pertenece a cada sujeto "como portador de la trascendencia de la persona". Tampoco queda suprimida por el pecado, por la confusión cultural, por la propaganda de los medios de comunicación o por otras instancias que, deliberadamente o en forma no intencional, desvían la conciencia humana de su centro y fundamento. Afirma Gaudium et spes que "en la profundidad de su conciencia descubre el hombre una ley que no se da él a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz suena con claridad a los oídos del corazón cuando conviene, invitándole siempre con voz apagada a amar y obrar el bien y evitar el mal" (8).Esta primacía de la voz del corazón por sobre cualquier circunstancia social, que remite finalmente a la confesión de que el Creador no deja nunca sola y abandonada a su creatura, es la mayor garantía que puede tener la dignidad humana, puesto que la sitúa por encima del reconocimiento social e incluso permanece cuando, por las circunstancias que sean, la propia sociedad o algún sector de ella, o hasta la propia madre en relación al hijo de sus entrañas, desconozcan y violen esta dignidad. Nada es más fuerte, como afirma San Pablo, que el amor de Dios a sus creaturas, tal como se ha expresado en Cristo Jesús (ver Rom 8,37-39). Por ello, la vocación a la libertad y la vocación al amor, a la autodonación de sí mismo, son una sola y misma vocación, que el hombre puede, ciertamente, dilapidar, pero que no puede sustituir por ninguna otra. Así, una cultura que desconoce u oculta esta vocación no puede ser sino una "cultura de muerte", como ha manifestado tan repetidas veces el magisterio pontificio actual, pero no una cultura alternativa, como vanamente se oye decir.
La Gaudium et spes aplica esta evidencia originaria de la condición humana a varios órdenes de la vida social, comenzando, muy justificadamente, por el matrimonio y la familia. En efecto, el matrimonio indisoluble es, junto a la consagración virginal
(9), una de las dos vías de realización de la vocación al amor y, por tanto, una expresión suprema de la libertad humana. Mediante esta alianza, un hombre y una mujer se donan mutuamente su existencia hasta la muerte, es decir, de modo irrevocable. Por tratarse de una experiencia de autodonación, sólo ellos son los ministros de su alianza y toda otra persona que concurra, comparece en calidad de testigo que puede dar fe del acto realizado o de la existencia de causales invalidantes del mismo. Pero como testigo no tiene facultad alguna de deshacer el vínculo que la libertad de dos personas ha constituido.¿Puede concebirse un mayor acto de libertad que el que compromete la vida entera de una persona, sin delimitación de responsabilidades ni de reservas sobre los frutos de esa unión, y que el orden jurídico sólo se limita a reconocer y a dar fe de su existencia? Por ello, un orden jurídico que contempla la ley de divorcio no puede ser el mismo que uno que no la contempla, puesto que ya ha aceptado un principio de restricción de la libertad de la persona en su capacidad de autodonación, la cual queda subordinada a circunstancias sociales variables. Si cada persona es realmente un valor absoluto, un fin en sí misma -base fundamental de todos los derechos humanos-, no existe razón alguna que justifique que la libertad con que dona su existencia quede subordinada a un ordenamiento jurídico que se autoriza a sí mismo para desconocer o conculcar esta libertad. En el fondo, lo que ha mostrado la introducción de la ley del divorcio es que se considera a la persona como un producto de la sociedad y que ésta tiene prioridad óntica sobre cualquier ser humano. Su libertad es sólo aquella que el ordenamiento jurídico le concede.
Si se quisiera medir la actualidad y vigencia de la Gaudium et spes por el grado de aceptación social de su visión de la familia, lamentablemente habría que decir que el mundo occidental, especialmente el de los países desarrollados, ha hecho caso omiso del valor de su enseñanza, siendo la familia, en varios países, una institución al borde de la extinción. Sin embargo, siendo la libertad un valor tan sustancial de la persona humana, tarde o temprano el valor de la familia será redescubierto, puesto que el anhelo de autodonación incondicional es inextirpable del corazón del hombre, y constituye su más honda vocación. El fiel amor esponsal es una experiencia de realización humana que no tiene parangón con cualquier otra forma de socialidad pactada o funcionalmente orientada.
La misma consideración sobre la libertad debe tenerse en cuenta en relación a los hijos nacidos del matrimonio. Se sabe que hoy en día la mayoría de los hijos nace fuera del matrimonio, sea porque se quebró la relación conyugal que los trajo a la existencia, sea porque han sido concebidos fuera del matrimonio, sea porque la introducción de la fertilización asistida ha inaugurado una época en que incluso es posible separar la procreación de la relación sexual entre el hombre y la mujer. Todas estas nuevas formas sociales de la paternidad-maternidad, por difundidas y aceptadas que estén, no pueden acallar la trágica pregunta si acaso el ser humano que trajeron a la existencia no fue considerado más bien como un problema no resuelto, como un objeto de posesión o de eficacia tecnológica, antes que como una persona que es un fin en sí misma y que sólo el amor incondicional y de predilección es capaz de descubrir en toda su dignidad. La conciencia del amor, como vocación humana, es inseparable de la conciencia de la filiación, puesto que remite a la pregunta por el origen, por la condición misma de la creatura.
El dato antropológico fundamental que todo ser humano lleva en su conciencia es que recibió la vida de otros, que él no eligió existir, y que esta extrema dependencia a la libertad de otros sólo puede comprenderse en su dignidad cuando es el fruto de una libre e incondicional donación de amor de sus progenitores. Por ello, ninguna institución social puede sustituir al matrimonio indisoluble en la formación de la conciencia filial que es constitutiva de la persona. Evidentemente, quien ha nacido fuera del matrimonio no es por ello menos digno como persona, puesto que la filiación remite finalmente al Creador, del cual los padres son sólo colaboradores. Pero tampoco se puede negar que es mucho más difícil para la conciencia humana comprender el acto creador de Dios como un acto de amor, si la persona se sabe humanamente hija del infortunio, de la falta de prevención o de un deseo tecnológicamente satisfecho. Es imposible no vincular la aceptación legal del aborto deliberado a esta debilidad de la conciencia filial que se produce por la separación de la procreación humana del amor esponsal fiel e irrevocable.
En el orden económico, político y cultural, Gaudium et spes vuelve a aplicar con coherencia el mismo concepto de dignidad humana y de libertad que hemos visto en el caso de la familia. Su planteamiento ha sido la base para un rico desarrollo del magisterio pontificio que lo ha profundizado y aplicado a diversas circunstancias históricas. Analizando los sucesos de 1989, por ejemplo, Centesimus annus señala que "no se pueden ignorar los innumerables condicionamientos, en medio de los cuales viene a encontrarse la libertad individual a la hora de actuar: de hecho la influencian, pero no la determinan; facilitan más o menos su ejercicio, pero no pueden destruirla. No sólo no es lícito desatender desde el punto de vista ético la naturaleza del hombre que ha sido creado para la libertad, sino que esto ni siquiera es posible en la práctica. Donde la sociedad se organiza reduciendo de manera arbitraria o incluso eliminando el ámbito en que se ejercita legítimamente la libertad, el resultado es la desorganización y la decadencia progresiva de la vida social"
(10)."Creado para la libertad", el ser humano puede aceptar limitaciones sociales a su ejercicio, si ellas favorecen el bien común de todos los sujetos libres, es decir, si contribuyen a potenciar la libertad de todos. Pero esta regulación pierde su licitud cuando desconoce que la libertad es un elemento constitutivo de la misma naturaleza humana. Constituye, a este respecto, una tendencia preocupante que la legislación de los Estados incorpore cada vez más el principio económico de la agregación de valor como principal criterio de juicio para definir la regulación de la libertad económica. Nadie puede negar que el mercado genera sobre esta base importantes incentivos para el crecimiento de la producción y de la productividad. Pero este mismo criterio aplicado a la prestación de salud, a la seguridad social, a la regulación laboral, a la educación y a otros ámbitos sociales en que resulta difícil calcular su rentabilidad directa, conduce a situaciones de gran injusticia, como ocurre, por ejemplo, con la desprotección de los ancianos o con el casi total desconocimiento del valor humano y social de la maternidad. Ser madre parece ya no ser rentable, sino más bien la causa de un conjunto de gastos en educación, salud y vivienda, que la sociedad se esfuerza por reducir, incluso al costo de la desprotección y abandono de la mujer y de su hijo. Por eso es necesario reiterar, con la Centesimus annus, que "existen numerosas necesidades humanas que no tienen salida en el mercado... Por encima de la lógica de los intercambios... existe algo que es debido al hombre porque es hombre, en virtud de su eminente dignidad. Este algo debido conlleva inseparablemente la posibilidad de sobrevivir y de participar activamente en el bien común de la humanidad"
(11).El desconocimiento de esta esencial "gratuidad" de la vida que cada hombre recibe como un don, suele llevar a contraponer en el pensamiento actual la libertad y la justicia, como si la humanidad debiese optar por una o por otra. La Gaudium et spes nos enseña, en cambio, que la solidaridad y la justicia no representan limitaciones al ejercicio de la libertad, sino que son la condición para su desarrollo y el fin al que se orienta. El mayor acto de justicia es el reconocimiento de la libertad constitutiva de la persona humana y no es posible imaginar una libertad mayor que la que nace de la acción solidaria que permite a cada ser humano desarrollar su vocación. El bien común no tiene precio en el mercado, sino que surge de la conciencia agradecida del hombre justo que aprecia el sentido de su vida y la pone a disposición de sus semejantes. Por ello, señala Gaudium et spes que "la mejor manera de llegar a una política verdaderamente humana es desarrollar el sentido interior de la justicia, de la bondad y del servicio al bien común, robustecer las convicciones fundamentales sobre la verdadera índole de la comunidad política y su finalidad, como también sobre el recto ejercicio de los límites de la autoridad pública"
(12). El amor al destino de cada ser humano, en las concretas circunstancias históricas y sociales en que le ha tocado vivir, representa la plenitud del acto libre, puesto que trasciende todos los condicionamientos materiales y culturales en busca del encuentro de cada uno con el Hijo, Señor de la vida y de la historia, que se hizo visible en la carne y que la Iglesia ofrece al mundo como don de la misericordia.Podemos concluir esta exposición señalando que la vigencia de la Gaudium et spes ante los nuevos desafíos de la época actual reside en la profundidad del fundamento antropológico de su reflexión. La persona, "único sujeto óntico de la cultura", ha sufrido a lo largo del siglo sucesivos intentos de subyugación ante tendencias totalitarias que quisieran robarle su dignidad, su conciencia religiosa, su libertad para amar y para perseverar fielmente en ese amor. En una palabra, han querido destruir su conciencia filial. En la primera mitad del siglo, a través de un nihilismo ideológico y militante. En la segunda mitad del siglo, a través de un nihilismo libertino y consumista, que se vale para su legitimación social de la capacidad técnica, convirtiéndola en principal criterio de juicio para definir lo que es apropiado y beneficioso para la persona y la sociedad, renunciando a toda noción objetiva de verdad. A pesar de estas tendencias tan alarmantes, la Gaudium et spes presenta una Iglesia abierta al diálogo con todas las culturas y sistemas sociales, optimista, pero sin traza de ingenuidad, porque confía en que la verdad del hombre que le ha sido revelada en Cristo tiene la potencia necesaria para que cada ser humano descubra su vocación más honda a la libertad que nace de la autodonación en el amor. Los deseos más íntimos del corazón humano han sido puestos en él por el mismo Creador, y por ello, a pesar de sus extravíos históricos circunstanciales y de la acción evidente del poder del mal, no pueden ser arrebatados de la conciencia humana que, aún a tientas, contempla el rostro visible de Cristo, en quien se recapitula y adquiere sentido toda la historia humana
(13).Pedro Morandé Court, sociólogo chileno, es Decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Católica de Chile, miembro de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales y del equipo de Reflexión Teológica del CELAM. Es autor de Cultura y modernización en América Latina; Iglesia y cultura en América Latina; Persona, matrimonio y familia, entre otras obras.
Notas
1. Ponencia presentada en noviembre de 1995 durante el Congreso internacional organizado por el Pontificio Consejo para los Laicos y el Pontificio Consejo "Justicia y Paz", en el XXX aniversario de la promulgación de la Constitución pastoral Gaudium et spes, en Roma-Loreto.
[Regresar]2. Gaudium et spes, 22.
[Regresar]3. Ver Gaudium et spes, 24.
[Regresar]4. Juan Pablo II, Discurso a la UNESCO, París, 2/6/1980, 7.
[Regresar]5. Allí mismo, 10.
[Regresar]6. Ver Christifideles laici, 11.
[Regresar]7. Centesimus annus, 24.
[Regresar]8. Gaudium et spes, 16.
[Regresar]9. Ver Familiaris consortio, 11.
[Regresar]10. Centesimus annus, 25.
[Regresar]11. Centesimus annus, 34.
[Regresar]12. Gaudium et spes, 73.
[Regresar]13. Ver Gaudium et spes, 41.
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