El Dios de la Historia

Georges Card. Cottier, OP

El cristianismo presenta, como título esencial, una dimensión histórica. Hablamos de historia de la salvación. Es una historia signada por las Alianzas que Dios contrajo con su Pueblo. Lo dice la cuarta oración eucarística: Muchas veces has ofrecido a los hombres tu Alianza . En el origen, por lo tanto, está la Elección, expresión del amor gratuito de Dios por nosotros. Ėl es llamado Dios de la Alianza, siempre fiel. Pero a la fidelidad de Dios, lamentablemente, muchas veces responde la infidelidad del hombre pecador. El hombre es fiel obedeciendo a la ley divina.

La historia revela la pedagogía de la Providencia de Dios, justo y misericordioso, que desea la conversión del pueblo pecador, su retorno a la fidelidad primaria. Purificado de la mancha del pecado, será restablecido en la prosperidad y la paz, signo de su amistad con Dios.

Este es el mensaje que se encuentra en los Libros Históricos del Antiguo Testamento y en los profetas. El misterioso mandato de Dios, cual nuevo David, el Mesías, nos hará entrar en la era de la paz.

En fuerte contraste con la visión pagana del tiempo, que es un tiempo cíclico que periódicamente regresa a su comienzo, la Biblia tiene del tiempo una concepción histórica, es decir lineal. El curso del tiempo tiene un sentido, una direccón que nos lleva a un término que tiene valor de fin. Este curso es guiado por la Providencia de Dios, la cual interpreta la responsabilidad del hombre.

La concepción bíblica de la historia ha dejado su impronta profunda en la cultura de inspiración cristiana, a tal punto, que la reencontramos en filosofías e ideologías que se alejaron de la fe cristiana.

De hecho el sentido bíblico-cristiano de la historia encuentra hoy dos tipos de rechazos.

El más reciente nace de una conciencia aguda y en un cierto sentido fascinada por la fuerza del mal: la historia está privada de sentido, absurda y caótica.

La otra concepció, como reviste diversas formas, se apoya de manera exclusiva en la capacidad y en las fuerzas del hombre. La historia es progreso: En el curso de la historia, el hombre se hace a sí mismo, sin referencia a Dios. El fin de la historia, en una era de libertad y de felicidad, será fruto de la obra del hombre. Se realizará en el interior del tiempo. La historia es inmanente a sí misma. Tal concepción de la historia tiene que ser considerada con una forma radical de secularización de la concepción bíblica-cristiana.

El Concilio Vaticano II nos permite precisar cual es el contenido de la visión cristiana, por el cual el Antiguo Testamento representa una preparación, con la promesa del Reino de Dios. Con la venida de Cristo este Reino está presente entre nosotros. San Marcos resume así la primera predicación de Jesús: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva."(Mc 1,15). Este reino es semejante a la semilla que germina hasta el tiempo de la cosecha (cf Mc 4, 26-29).

En un texto sintético, Lumen gentium (n.5) escrive: "La Iglesia por lo tanto provista por los dones de su Fundador y observando fielmente sus preceptos de caridad, humildad, abnegación, recibe la misión de anunciar e instaurar en todas las gentes el reino de Cristo y de Dios, y de este reino constituye en la tierra el germen y el comienzo. (subrayo). Al mismo tiempo, mientras va lentamente creciendo, anhela el reino perfecto y con todas las fuerzas espera y brama unirse con su rey en la gloria".

En esta pocas líneas tenemos lo esencial del sentido cristiano de la historia, el cual puede ser percibido sólo por la fe. Central es la noción de Reino de Cristo y de Dios. Cristo es centro de la historia que es la historia de la humanidad salvada, redimida, y hecha partícipe de la vida divina. Por lo tanto, el fin de la historia no está en la historia, va más allá del tiempo, su cumplimiento está en la participación a la gloria de Dios, Esperamos una tierra nueva y un cielo nuevo (cf GS, n.39).

Escuchemos la Gaudium et spes (n,45): "(...) El Señor es el fin de la historia humana, el punto focal de los deseos de la historia y de la civilización (...). El es Aquel que el Padre ha resucitado de los muertos, ha exhaltado y colocado a su derecha, constituyendolo juez de vivos y muertos. Vivificados y reunidos en su Espíritu, como peregrinos vamos al encuentro a la final perfección de la historia humana, che corresponde en pleno al designio del su amor" (cf Ef 1,10).

Es en Cristo alfa y omega, que la historia encuentra su sentido.

Esto no significa que la historia como edificación de la civilización debida a la ciencia y al trabajo del hombre se encuentre privada de significado y de valor. Al contrario, Dios, en la creación, ha confiado al hombre intendencia del mundo. De esta manera la obra cultural de hombre, aunque sea obstaculizada por el pecado, crece, reconfortada por las energías evangélicas. Al final todo lo que el hombre habrá creado de bueno y de bello, será recapitulado. Por lo tanto no debemos contraponer historia profana e historia santa. Los bienes y los valores de la civilización tienen su propia autonomía y consistencia distinta, pero están destinados, en la consumación de los tiempos, a ser asumidos en la gloria del Reino.

Los mesianismos desconocen la trascendencia del Reino y buscan un reino inmerso en la inmanencia del tiempo histórico.

El Reino está presente en el tiempo de la historia, pero nos lleva más allá del tiempo. Debemos siempre contemplar juntos la consistencia propia de las realidades terrenas y la trascendencia misma de nuestra vocación eterna.

Sobre este punto debemos detenernos. La consideración de la historia, según sus dos caras, nos invita a reflexionar sobre la estructura de la acción humana.

De hecho, hay una cierta urgencia en esto, por cuanto asistimos, en estos últimos tiempos, a un despertar de la ideología del secularismo o del laicismo. Esta ideología, en sus diversas formas, supone una idea equivocada de la autonomía de la actividad humana, entendida en sentido absoluto, es decir impidiendo toda referencia a Dios. De esta manera la actividad social y política sería en sí misma amoral o fundada sobre una ética relativa, creación del hombre, fruto de la opinión mayoritaria vigente en la sociead en un determinado momento.

Muy distinta es la concepción cristiana de la responsabilidad histórica del hombre.

Es la misma persona humana que es ciudadana de la ciudad de los hombres y de la Iglesia como germen del Reino que no tendrá fin.

En cuanto persona, el hombre es un sujeto moral, capaz de conocer la ley moral, impronta de Dios en la conciencia, y de hacer elecciones libres en conformidad a la mencionada ley, en virtud de su misma naturaleza. Por lo tanto todas sus actividades, comprendidas las actividades culturales y políticas, están guiadas por la luz de la ley de Dios. Esto vale para cada hombre en cuanto hombre.

La ley evengélica, recibida de Cristo, no va contra las exigencias de la ley natural. Al contrario las asume, las perfecciona y las lleva más allá, dirigiendo al hombre hacia su vocación eterna, vivida desde esta tierra en el encuentro con Cristo, sobretodo en la vida de fe, esperanza y caridad.

El cristiano no es un ser dividido. La pertenencia a la ciudad de los hombres y a la ciudadanía del Reino forman una unidad orgánica y articulada, permaneciendo clara la distinción, respecto de lo cual Gaudium et spes es clara: "(...) aunque se debe cuidadosamente distinguir el progreso terreno del desarrollo del Reino de Cristo, además, tal progreso, en la medida en que puede contribuir a ordenar mejor a la humana sociedad es de gran importancia para el Reino de Dios (n.39).

De hecho, las energías y los valores, propiamente humanos, se encuentran sostenidos, reforzados, promovidos por las energías y las luces del reino. El Concilio también afirma: "(...) el mensaje cristino, lejos de disuadir a los hombres del deber de edificar el mundo o de incitarlos a desisteresarse del bien de sus propios semejantes, los compromete más bien a todo ello con una obligación aún más apremiante (n.34).

Así se comprende por qué el deber primario de la Iglesia es el anuncio de Jesucristo nuestro Salvador, que nos abre las Puertas de Reino. Pero se entiende por qué la Iglesia se preocupa de la suerte temporal de la humanidad. Tal es el motivo de la doctrina social de la Iglesia, de la defensa por parte suya de los derechos del hombre, de la paz y de la justicia, del amor preferencial por los pobres y, para decirlo con la bella fórmula de Populorum progressio: todo el hombre y todos los hombres.

Ės al hombre en la integralidad de su ser al que Cristo ha venido a salvar, fundando conjuntamente el auténtico humanismo.