Los edificios sagrados: de las domus cristianas a las catedrales medievales

 

Prof. Alfonso Carrasco Rouco, Madrid

30 novembre 2005

 

 

Las asambleas de culto de las primeras comunidades tenían lugar en edificios privados, puestos a disposición por miembros de la comunidad. Así era en Jerusalén mismo, cuando los discípulos aún podían ir al Templo para la oración de la tarde (Hch 3,1): aparecen reunidos en la “sala del piso alto” (coenaculum) de una casa (Hch 1,13-14), y siguieron luego celebrando sus encuentros en casas como aquella a la que se dirigió Pedro tras su liberación del calabozo (Hch 12, 10-17; cf. Hch 9,37.29-40). Esta costumbre se extiende con el cristianismo, como muestran los textos paulinos, sea en la anécdota de la celebración y el milagro en Troas (Hch 20,7-12), sea en los muchos saludos de las Cartas a las casas (domus) en que se reunían los cristianos (Rm 16,5; 1Co 16,19; Col 4,15).

En general, puede decirse que, al inicio, las celebraciones cristianas tenían lugar en espacios cerrados y no al aire libre, como podía ser el caso en cultos paganos; pero no disponían de edificios sagrados propios y se distanciaron claramente de los templos de las religiones de la época. Esta ausencia de arquitectura sagrada era característica completamente singular y propia del cristianismo naciente. En efecto, según la enseñanza de Pablo, el templo del Espíritu Santo es la comunidad eclesial misma (1Co 3,16-17; 2Co 6,16; Ef 2,21-22), y Jesucristo había identificado explícitamente su cuerpo con el verdadero templo de Dios (Mt 26,61; Jn 2, 19-21). Así, todavía a finales del siglo II, podía decir Minucio Félix: “¿Pensáis que ocultamos lo que adoramos, porque no tenemos templos ni altares?” (Octavio, 32,1).

En Roma, con gran número de participantes, los cristianos se reunían sobre todo en las domus de patricios o gente acomodada, que ofrecían la amplitud y variedad de espacios conveniente a la asamblea cristiana. Es significativo que algunas de las iglesias presbiterales romanas conserven el nombre de fundadores o propietarios (Praxedi, Pammachii, por ejemplo). En general, las domus de estilo romano, que estaban extendidas por todo el imperio y constituían una estructura social básica, fueron el edificio de referencia para los cristianos de los primeros tiempos. Se manifestaba así al mismo tiempo un rasgo importante de la inculturación del cristianismo naciente, cuya radicalidad evangélica (Mt 10,37; Lc 14,26) no destruía, sino que purificaba y daba nuevo sentido a formas y valores sociales esenciales para el mundo de la época.

Se considera que los primeros edificios sagrados de los cristianos no fueron levantados antes de la época de Cómodo (180-192). La situación cambia en el siglo III, en el que tenemos noticias de espacios y edificios dedicados al culto cristiano, de los que se dirá, por ejemplo, que fueron devueltos por las autoridades tras la persecución de 260, o que fueron destruidos por Diocleciano (Nicomedia). Eusebio alaba la belleza y grandeza de estos edificios (Hist. ecl. 7,13), a los que alude también Porfirio (Adv. Cristianos, frag. 76).

Estos edificios siguen siendo denominados domus, domus Dei, domus ecclesiae o dominicae, etc. (así ya Tertuliano o Hipólito), y en el mundo griego, por ejemplo, kyriakon. Se manifestaba así la permanente conciencia cristiana del misterio de Cristo y de su Cuerpo eclesial como el verdadero templo en que los hombres se unen con Dios. Domus Dei es en primer lugar la comunidad eclesial, y el edificio recibe tal nombre como signo visible de este templo vivo. La ecclesia, la convocación de los fieles que celebran la memoria sacramental del Señor resucitado, determina la identidad de los edificios sagrados cristianos.

La construcción de edificios sagrados será ya una realidad normal a inicios del siglo IV. Sin embargo, no sabemos con certeza cuál era su forma, pues no se han conservado. Queda sólo la referencia a Dura-Europos (en el Eufrates), en que se ha descubierto una iglesia de la primera mitad del siglo III; es una domus, adaptada para el culto. Por las indicaciones que ofrecen las “Constituciones apostólicas” (finales del siglo IV), puede suponerse que se trataba de construcciones alargadas, semejantes a naves, mirando a Oriente, con un par de habitaciones secundarias para los utensilios del culto.

Los edificios sagrados más importantes serán los templos destinados al culto y a la vida de las comunidades eclesiales, que solían ir acompañados de construcciones anejas. Junto a ellos aparecieron también pronto iglesias en los cementerios o destinadas al culto de los mártires, que ya desde el siglo IV incluyen frecuentemente la tumba del mártir. A partir de estos edificios se desarrollaron luego santuarios de peregrinación. A partir del siglo V aparecen iglesias vinculadas a monasterios, así como también en el territorio de grandes latifundios, como iglesias propias de la población de aquellos terrenos y de las aldeas cercanas. El crecimiento de la importancia del culto de los mártires llevó desde finales del siglo VI a traslados de reliquias, que hicieron desaparecer muchas veces la singularidad de las iglesias destinadas a la memoria del mártir.

El conjunto de estas edificaciones no tiene propiamente un tipo único de construcción. Puede decirse, sin embargo, que el modelo de la “basílica” desarrollado ya a principios del siglo IV por los arquitectos de Constantino en Roma iba a convertirse en el tipo de construcción cristiana más importante de la época antigua, determinando así la evolución medieval e incluso moderna.

La basílica del Laterano fue construida por Constantino poco después de 313, casi como un ex voto por su victoria militar, para responder a las necesidades de los cristianos de Roma, cuyos edificios resultaban pequeños o estaban abandonados. La basilica lateranensis (Jerónimo, ep. 77,4) será la Iglesia de la comunidad cristiana y del obispo de Roma, convirtiéndose en edificio representativo y oficial. Su estructura era sencilla: cinco naves, que iban de Este hacia Oeste, sostenidas por columnas; la nave central culminaba en un ábside al Oeste, y estaba iluminada por grandes ventanas; las naves laterales eran más bajas y oscuras. Las dimensiones eran suficientemente grandes para convertirla en uno de los grandes edificios de la ciudad: 100 metros de largo por 27 de ancho y 18 de alto en su nave central.

Puede mencionarse también la basílica de S. Pedro, construida igualmente por Constantino en la colina vatican en los años 20, como memoria del apóstolo Pedro. Era más grande que la laterana (123 metros de largo), con cinco naves también, pero con una nave transversal ante el ábside, muy iluminada, destinada a subrayar la presencia de Pedro y a permitir el acceso de los peregrinos. El modelo de esta basílica vaticana estaba destinado a ejercer mucha influencia.

La basílica era un tipo de construcción que permitía muchas variaciones, y pueden encontrarse múltiples testimonios de ello: con diferente número de naves (podían ser tres, pero también más de cinco), con coros o tribuna elevada, con nave transversal, con forma de cruz, con cúpula, con doble ábside, etc. Solían tener un atrio rectangular a cielo abierto, rodeado generalmente por un pórtico de columnas.

A la basílica se añadieron desde el inicio otros tipos de edificios cristianos sagrados, entre los que pueden destacarse los dotados de un gran cuerpo central, por ejemplo, octogonal, muchas veces con varias alturas. Este tipo de templos se hacen sobre todo en Oriente, y así sería ya la catedral erigida por Constantino en Antioquia el año 327. Las iglesias con forma de cruz aparecen también pronto, vinculadas a menudo con la memoria de algún mártir, aunque podían ser también iglesia episcopal.

El modelo basilical era el más característico de los edificios que ofrecía la arquitectura romana para la acogida de grandes grupos de gente. Existían con diferentes finalidades y, en el fondo, significaban una ampliación del espacio público bajo cubierto. En Occidente eran construcción habitual en las ciudades desde el siglo II antes de Cristo. Los elementos esenciales de la basílica cristiana provienen pues de un modelo civil bien conocido. La flexibilidad misma del tipo de edificio, que admitía diferente número de naves y de pisos, facilitaba su adaptación a las necesidades de la comunidad y del culto cristiano. Desde este punto de vista, también la basílica es, de nuevo, una forma de inculturación bien conseguida, en la que el edificio sagrado no sigue el modelo de los templos de la época, sino que está al servicio de la ecclesia, del pueblo cristiano.

Las tradiciones provenientes de las domus ecclesiae y de las celebraciones litúrgicas determinaron la conformación peculiar de la basílica cristiana. La nave central, más ancha y alta, bien iluminada, constituía como la sala celebrativa. El altar estaba situado por delante del ábside y a veces incluso en el primer tercio de la nave, de la que solía estar separado por algún tipo de vallas; en esta zona se situarán también púlpitos o ambones para liturgia de la Palabra. Un pasillo amplio era dejado libre desde el altar hasta la mitad de la nave, con finalidad procesional. En el ábside, ligeramente elevado, estaban los bancos de piedra adosados para los  presbíteros, así como la cátedra episcopal. La comunidad ocupaba sobre todo las naves laterales. A las basílicas se añadían frecuentemente baptisterios, a menudo en conexión con el atrio, o también con el ábside.

 

El paso de la capitalidad del imperio a Bizancio permitió la construcción allí de espléndidas iglesias y el desarrollo de un estilo peculiar, el bizantino. Mientras tanto, las basílicas romanas se imponían como paradigma en la Iglesia de Occidente. En particular, la reforma carolingia las tomó como modelo prácticamente general, por supuesto con variantes y novedades (como, por ejemplo, las torres); de modo que la basílica con varias naves determina la construcción medieval, no sólo románica, sino también gótica. Ello no obsta para que en algunas regiones se extiendan otras soluciones, como iglesias con cúpula (Aquitania). En líneas generales, el influjo de Bizancio significó un principio de renovación, también en soluciones arquitectónicas (Lombardía), que contribuyó al camino que culmina en el arte románico.

En el alto medioevo fue necesaria la construcción de abundantes iglesias tanto en regiones ya cristianas como en los nuevos territorios de misión.  Podía tratarse de construcciones para comunidades determinadas o de “iglesias propias” en territorios de un señor feudal. Al lado de estas iglesias rurales, vinculadas a la población agraria o a pequeños núcleos de población, aparecerán también monasterios con sus propias iglesias, adaptadas a las necesidades de la vida en clausura con varios sacerdotes y a la liturgia de las horas. Existían o se edificaban también capillas en las residencias de príncipes o señores feudales.

Hasta el siglo XI, alrededor de centros espirituales como monasterios, fundaciones o sedes episcopales fueron creciendo pueblos y ciudades. En estos casos no era necesario edificar una nueva iglesia, aunque luego pudieran surgir más iglesias parroquiales. A partir del siglo XII, en cambio, se fundarán ciudades sin un núcleo espiritual semejante, por lo que necesitarán la construcción de iglesias propias de la ciudad.

Las sedes episcopales que existían ya en el imperio conservaron, en parte, su tradición, renovando y reconstruyendo sus iglesias catedrales. En otras sedes episcopales se erigieron iglesias catedrales, que eran también siempre la iglesia del capítulo catedral. Cerca de ellas se encontraban a menudo otros edificios sagrados, como colegiatas o monasterios, además de otras posibles iglesias y capillas.

La forma fundamental en las edificaciones pequeñas (iglesias en aldeas, capillas) era la de un espacio principal, como una sala amplia e indivisa, no abovedada, presidida por un espacio propio para el altar (ábside). Iglesias mayores seguirán el modelo basilical, generalmente con tres naves; sólo algunos grandes edificios conservarán las cinco naves de las basílicas romanas patriarcales (por ej., las catedrales de Paris, Bourges, Colonia, Milán, etc.). Puede recordarse el aumento de las misas privadas y de los consiguientes altares como uno de los factores que introdujo variaciones importantes en la planta de los edificios (“rosario de capillas”). A finales del siglo XII, el deseo de dar más luminosidad a un espacio más amplio, economizando al mismo tiempo materiales, conduce a cambios en la construcción de las bóvedas de las grandes naves (se dominaba ya la técnica necesaria) y a derivar la carga a contrafuertes exteriores. Se liberan así las naves laterales, que pueden aligerarse y abrirse a grandes ventanales, que podrán cubrirse de vidrieras. Las iglesias crecen en altura, amplitud y luminosidad.

Las iglesias pequeñas podían ser construidas en el espacio de pocos años y su financiación dependía muchas veces de sus propietarios, en general grandes señores o fundaciones importantes. Cuando se trató de construir iglesias en las ciudades, sobre todo catedrales, la construcción exigió tiempos mucho más largos; su financiación pasaba entonces por los impuestos y tasas al creciente intercambio comercial, así como por los donativos –que podían ser promovidos con la oferta de indulgencias– y las fundaciones privadas. De este modo, si las pequeñas iglesias extendidas por los campos de Europa pueden ser vistas como expresión de un gran esfuerzo misionero y pastoral, adaptado a las condiciones de vida de la época, las grandes iglesias de las ciudades y, en particular, las catedrales se convirtieron en obras en que se expresaba la fe de un pueblo cristiano (véanse las investigaciones sobre la financiación del Duomo de Milán).

Las iglesias son comprendidas como el lugar particular de la presencia de Dios, en que se celebra aquel sacrificio que es llevado hasta el altar del cielo por manos de los ángeles, el sacrificio de la cruz del Señor, que fundamente la comunión del hombre con Dios, de cielos y tierra. Por ello, la iglesia se convierte en un espacio sagrado único entre todos aquellos en que el hombre expresa sus devociones y, en particular, el altar será vivido como lugar privilegiado en que el Padre de la gloria se hace presente, escucha y bendice a los suyos. Así, los creyentes preferirán rezar ante el altar, desearán ser enterrados cerca de él; las promesas y juramentos se harán ante el altar, teniendo a Dios y a sus santos por testigos; los votos religiosos se pronunciarán ante el altar, etc.

Las catedrales conservan generalmente la estructura basilical y siguen siendo domus ecclesiae, el lugar en que se reúne la comunidad, el pueblo cristiano, que encuentra en ellas verdaderos resúmenes catequéticos de la historia de la salvación, los signos de una comunión con Dios de la que forman parte también los ángeles y los santos. En esta época se desarrolla una interpretación simbólica del edificio (Sicard de Cremona, Durando de Mende), cuyo principio es: ecclesia materialis significat ecclesiam spiritualem. Se acentuará así la percepción de la catedral como lugar en que la gloria de Dios habita entre los hombres; muchas veces sus pórticos son invitaciones expresas a adentrarse en el ámbito de la gloria que Dios ofrece a los hombres por medio de su Hijo Jesucristo, presentado como quien ha recibido todo poder en el cielo y en la tierra (cf., por ejemplo, el “pórtico de la gloria” de la catedral de Santiago de Compostela). Las catedrales podrán ser entendidas incluso como reflejo o imagen de la ciudad celeste, cuya luz es el Señor; de ello podía verse un signo también en su arquitectura, en su espacio amplio y armónico, y, sobre todo en el estilo gótico, en su luminosidad misma.

En todo caso, las catedrales permanecieron siendo siempre el símbolo arquitectónico de la ecclesia viva, la domus propia del pueblo fiel, que celebra con veneración el gran sacramento de la Pascua del Señor Jesucristo. En medio de las ciudades, indicaban el camino de la luz y de la salvación para un pueblo peregrino, que vive y edifica plenamente confiado en que, por la misericordia del Señor, podrá un día alcanzar la gloria de la Jerusalén celeste.

 

Alfonso Carrasco Rouco