LA FRATERNIDAD SACERDOTAL
AYUDA PARA CONSERVAR EL CELIBATO
Prof. Silvio Cajiao, S.I.
Bogotá, 28 abril 2006
Sin lugar a dudas quien opta por el celibato es por que ha comprendido
la especial gracia de aquellos que lo hacen “por el Reino de los Cielos” (Mt.
19,12) y pasan a convertirse en signo anticipado de la situación de todos los
seres humanos cuando lleguen a su encuentro con Dios: “serán como ángeles...”
(Mt. 22,30 ). De igual forma la experiencia espiritual indica que la gracia
supone la naturaleza, la perfecciona, la eleva pero nunca actúa prescindiendo
de ella, es así como la Revelación cristiana en su plenitud tiene rostro humano
en Jesucristo.
De aquí que la Iglesia, que en su historia ha solicitado a sus ministros la opción celibataria de manera libre y conciente, haya llegado contemporáneamente a la convicción de que tal opción se hace muy difícil o impracticable si quien la toma no enfatiza sus procesos de maduración humana y afectiva. Sin duda que la prioridad en este proceso la ha de tener un amor apasionado por Jesucristo, cuyo seguimiento incondicional funda esta opción de vida.
Esta formación no sea ha de considerar concluida con la ordenación
sacerdotal sino que ha de continuar, de no realizarse de esta modo se incurre
en una grave falla así nos lo dijo Juan Pablo II en Pastores dabo vobis
«Es de mucha importancia darse cuenta y respetar la intrínseca relación que
hay entre la formación que precede a la Ordenación y la que le sigue. En
efecto, si hubiese una discontinuidad o incluso una deformación entre estas dos
fases formativas, se seguirían inmediatamente consecuencias graves para
la actividad pastoral y para la comunión fraterna entre los presbíteros,
particularmente entre los de diferente edad.» (No. 71)
A mi entender aquí radica una de las fallas estructurales de aquellos
hermanos en el presbiterado que consideran que con la gracia de la ordenación
terminó su proceso de maduración humana y afectiva y que por tanto podrían
exponerse a todo tipo de experiencias que el mundo contemporáneo en su
liviandad ofrece.
Cierto que la amistad se ha de propiciar en la línea evangélica del que nos dijo “ya no os llamo siervos (...) a vosotros os he llamado amigos” puesto que supone una verdadera intimidad, pero esta intimidad tiene una razón teologal de fondo que viene a continuación: “por que os comuniqué cuanto escuché a mi Padre” (Jn. 15,15), es decir que además nos ha hecho sus hijos y por tanto hermanos entre nosotros.
Nos dicen Michel Rondet e Yves Raguin en su libro El celibato
evangélico en un mundo mixto «Si la tentación de las parejas es la de
encerrarse en los límites de su amor compartido, la nuestra es la disolvernos
en una filantropía sin rostro, incapaz de reconocer a nadie personalmente. Se
ha podido decir que la familia es el espacio de lo social-privado; pues bien,
la fraternidad es el espacio de lo universal-personalizado. Universal, porque
ninguno de nosotros ha escogido al hermano o hermana con los que comparte su
vida. » (p. 74) La fraternidad es un regalo, un don que se ha de suplicar al
Señor como fuente de renovación humana permanente y como la escuela en la que
el referente comunitario perfeccionará nuestra entrega y maduración del signo
de consagración en unidad gozosa con otros presbíteros.