congregatio
pro clericis
ADORACIÓN EUCARÍSTICA PARA LA
SANTIFICACIÓN DE LOS SACERDOTES Y MATERNIDAD ESPIRITUAL
2007
Responsable de la publicación:
S.E.R. Mons. Mauro Piacenza,
Arzobispo titular de Vittoriana,
Secretario de la Congregación para el
Clero
Congregación para el Clero
Piazza Pio XII, 3 - 00193 Roma
TEL. +39 06 698 84151
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www.clerus.org
Carta
que la Congregación envía con el objetivo de promover la adoración eucarística
para
la santificación de los sacerdotes y la maternidad espiritual:
Excelencia Reverendísima,
Son realmente muchas las cosas
por hacer para el verdadero bien del Clero y para la fecundidad del ministerio
pastoral en las actuales circunstancias, pero justamente por esto, aún con el
firme propósito de afrontar tales desafíos sin eludir dificultades y fatigas,
con la conciencia que el actuar es consecuencia del ser y que el alma de cada
apostolado es la intimidad divina, se quiere partir de un movimiento espiritual
que, haciendo tomar cada vez más conciencia del vínculo ontológico entre
Eucaristía y Sacerdocio y de la especial maternidad de María hacia todos los
Sacerdotes, haga nacer una cadena de adoración perpetua, para la santificación
de los clérigos como un inicio de compromiso de las almas femeninas consagradas
para que, sobre la tipología de la Santísima Virgen María, Madre del Sumo y Eterno
Sacerdote y Socia de su obra de Redención, quieran adoptar espiritualmente a
sacerdotes para ayudarlos con la ofrenda de sí, con la oración y la penitencia.
En la adoración se incluye el acto de reparación por los propias faltas y, en
las actuales circunstancias, se sugiere incluir una intención particular en tal
sentido.
Según el dato constante de la
Tradición, el misterio y la realidad de la Iglesia no se reducen a la
estructura jerárquica, a la liturgia, a los sacramentos y a los ordenamientos
jurídicos. En efecto, la naturaleza íntima de la Iglesia y el origen primario
de su eficacia santificadora, hay que buscarlos en la mística unión con Cristo.
Según la doctrina y la propia
estructura de la constitución dogmática Lumen Gentium, tal unión no
puede imaginarse separada de la Madre del Verbo Encarnado y que Jesús ha
querido unida íntimamente a Sí para la salvación de todo el género humano.
Entonces no es casual que el
mismo día que fue promulgada la constitución dogmática sobre la Iglesia - el 21
de noviembre de 1964 -, Pablo VI proclamó a María “Madre de la Iglesia”, es
decir, madre de todos los fieles y de todos los pastores.
Y el Concilio Vaticano II -
refiriéndose a la Santísima Virgen - así se expresa: “…Concibiendo a Cristo,
engendrándolo, alimentándolo, presentándolo en el templo al Padre, padeciendo
con su Hijo mientras Él moría en la Cruz, cooperó en la obra del Salvador en
forma del todo singular, por la obediencia,
la fe, la esperanza y la encendida caridad en la restauración de la vida sobrenatural
de las almas. Por tal motivo es nuestra Madre en el orden de la gracia” (LG
n. 61).
Sin añadir o quitar nada a la
única mediación de Cristo, la siempre Virgen es reconocida e invocada en la
Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Medianera; Ella es el
modelo del amor materno, que tiene que animar a quienes cooperan, a través de
la misión apostólica de la Iglesia, en la regeneración de toda la humanidad (Cf. LG n. 65).
A la luz de
estas enseñanzas que forman parte de la eclesiología del Concilio Vaticano II,
los fieles, dirigiendo la mirada a María - ejemplo fúlgido de cada virtud -,
están llamados a imitar a la primera discípula, la Madre, a quien en Juan - a
los pies de la cruz (Cf. Jn 19, 25-27) - fue
confiado cada discípulo, así, convirtiéndose en sus hijos, aprenden de Ella el
verdadero sentido de la vida en Cristo.
De tal modo - y justamente a
partir del lugar ocupado y del rol desarrollado por la Santísima Virgen en la
historia de la salvación - se entiende, de modo todo particular, confiarle a
María, la Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, todos los Sacerdotes, suscitando
en la Iglesia un movimiento de oración, que ponga al centro la adoración
eucarística continuada durante las veinticuatro horas, de modo tal, que de cada
rincón de la tierra, siempre se eleve a Dios, incesantemente, una oración de
adoración, agradecimiento, alabanza, petición y reparación, con el objetivo
principal de suscitar un número suficiente de santas vocaciones al estado
sacerdotal y, al mismo tiempo, acompañar espiritualmente - a nivel del Cuerpo
Místico - con una especie de maternidad espiritual, a quienes ya han sido
llamados al sacerdocio ministerial y están ontológicamente conformados al único
Sumo y Eterno Sacerdote, para que sirvan siempre mejor a Él y a los
hermanos como a quienes que, al mismo tiempo, están “en” la Iglesia pero
también, “al frente de” la Iglesia, teniendo las funciones de Cristo y
representándolo como cabeza, pastor y esposo de la Iglesia (Cf. PdV n. 16).
Por tanto, se ruega a todos los
Ordinarios diocesanos que, de modo particular, advierten la especificidad y la
insustituibilidad del ministerio ordenado en la vida de la Iglesia, junto a la
urgencia de una acción común en favor del sacerdocio ministerial, que sean
parte activa y promuevan - en los diferentes sectores del pueblo de Dios
confiados a ellos - verdaderos cenáculos en los cuales clérigos, religiosos y
laicos se dediquen, unidos entre ellos y con espíritu de verdadera comunión, a
la oración bajo forma de adoración eucarística continuada, también en espíritu
de genuina y real reparación y purificación. Se incluye a tal fin un opúsculo
con la finalidad de comprender mejor la índole de tal iniciativa, para poder
adherirse con espíritu de fe al proyecto presentado.
¡Que María, Madre del Único,
Eterno y Sumo Sacerdote, bendiga esta iniciativa e interceda delante de Dios,
pidiendo una auténtica renovación de la vida sacerdotal partiendo del único
modelo posible: Jesucristo, Buen Pastor!
En el Vínculo de
la communio eclesial con sentimientos de intenso afecto colegial,
cordialmente
Cláudio Card. Hummes
Prefetto
X Mauro Piacenza
Segretario
Ciudad del Vaticano, 8 de diciembre de 2007
Solemnidad de la Inmaculada
Concepción de la Santísima Virgen María
“¡Rogad, pues, al Dueño de la mies que mande
obreros!”
“¡Rogad, pues, al Dueño de la mies que mande obreros!”.
Eso significa: la mies existe, pe-ro Dios quiere servirse de los hombres,
para que la lleven a los graneros. Dios necesita hombres. Necesita personas que
digan: “Sí, estoy dispuesto a ser tu obrero en esta mies, estoy dispuesto
a ayudar para que esta mies que está madurando en el corazón de los hombres
pueda entrar realmente en los graneros de la eternidad y transformarse en
perenne comunión divina de alegría y de amor.
“¡Rogad, pues, al Dueño de la mies!” quiere decir también: no podemos
‘producir’ vocaciones; deben venir de Dios. No podemos reclutar personas, como
sucede tal vez en otras profesiones, por medio de una propaganda bien pensada,
por decirlo así, mediante estrategias adecuadas. La llamada, que parte del
corazón de Dios, siempre debe encontrar la senda que lleva al corazón del
hombre. Con todo, precisamente para que llegue al corazón de los hombres,
también hace falta nuestra colaboración.
Ciertamente, pedir eso al Dueño
de la mies significa ante todo orar por ello, sacudir su corazón,
diciéndole: “Hazlo, por favor. Despierta a los hombres. Enciende en ellos
el entusiasmo y la alegría por el Evangelio. Haz que comprendan que este es el
tesoro más valioso que cualquier otro, y que quien lo descubre debe
transmitirlo!”.
Nosotros
sacudimos el corazón de Dios. Pero no sólo se ora a Dios mediante las palabras
de la oración; también es preciso que las palabras se transformen en acción, a
fin de que de nuestro corazón orante brote luego la chispa de la alegría en
Dios, de la alegría por el Evangelio, y suscite en otros corazones la
disponibilidad a dar su “sí”. Como personas de oración, llenas de su luz,
llegamos a los demás e, implicándolos en nuestra oración, los hacemos entrar en
el radio de la presencia de Dios, el cual hará después su parte. En este
sentido queremos seguir orando siempre al Dueño de la mies, sacudir su corazón
y, con Dios, tocar mediante nuestra oración también el corazón de los hombres,
para que Él, según su voluntad, suscite en ellos el “sí”, la disponibilidad; la
constancia, a través de todas las confusiones del tiempo, a través del calor de
la jornada y también a través de la oscuridad de la noche, de perseverar
fielmente en el servicio, precisamente sacando sin cesar de este la conciencia
de que este esfuerzo, aunque sea costoso, es hermoso, es útil, porque lleva a
lo esencial, es decir, a lograr que los hombres reciban lo que esperan: la
luz de Dios y el amor de Dios.
Benedicto XVI
Encuentro con los sacerdotes y los diáconos
en Freising,
14 de septiembre de 2006
MATERNIDAD ESPIRITUAL PARA
LOS SACERDOTES
La vocación a ser madre espiritual para los sacerdotes es demasiado
poco conocida, escasamente comprendida y, por tanto, poco vivida a pesar de su
vital
y fundamental importancia. Esta vocación a menudo está escondida,
invisible al ojo humano, pero apunta a transmitir vida espiritual.
De esto estaba convencido el Papa Juan Pablo II:
por ello quiso en el Vaticano un monasterio de clausura
donde se
pudiera rezar por sus intenciones como sumo Pontífice.
“¡Lo que llegué a ser y cómo, se lo debo a
mi madre! ”.
San Agustín
Independientemente
de la edad y del estado civil, todas las mujeres pueden convertirse en madre
espiritual de un sacerdote y no solamente las madres de familia. También es
posible para una enferma, para una joven soltera o para una viuda. De modo
particular esto vale para las misioneras y las religiosas, que ofrecen toda su
vida a Dios para la santificación de la humanidad. Juan Pablo II agradeció
incluso a una niña por su ayuda materna: “Expreso mi gratitud también a la
beata Jacinta por los sacrificios y oraciones que ofreció por el Santo Padre, a
quien había visto en gran sufrimiento” (13 de mayo de 2000).
Cada
sacerdote está precedido por una madre, que frecuentemente también es una madre
de vida espiritual para sus hijos. Giuseppe Sarto, por ejemplo, el futuro Papa
Pío X, apenas consagrado obispo, fue a encontrar a su madre de setenta años.
Ella besó con respeto el anillo del hijo y al improviso, haciéndose meditativa,
mostró su pobre anillo nupcial de plata: “Sí, Peppo pero ahora tú no lo usarías, si yo
primero no llevara esta alianza nupcial”. Justamente San Pío X lo confirmaba con su
experiencia: “¡Cada vocación
sacerdotal proviene del corazón de Dios, pero pasa por el corazón de una
madre!”.
Nos lo demuestra muy bien la
vida de Santa Mónica. San Agustín, su hijo, que a la edad de diecinueve años,
estudiante en Cartago, había perdido la fe, ha escrito en sus
‘Confesiones’:
“... Tú has tendido tu mano
desde lo alto y has sacado mi alma de estas densas tinieblas, ya que mi madre,
siéndote fiel, lloraba sobre mí más que cuanto lloran las madres la muerte
física de los hijos… sin embargo aquella viuda casta, devota, morigerada, de
las que tú prefieres, hecha más animosa por la esperanza, pero no por ello
menos fácil al llanto, no dejaba de llorar delante de ti, en todas las horas de
oración”. Después
de la conversión, él dijo con gratitud: “Mi santa madre, tu sierva, nunca me
abandonó. Ella me dio a luz con la carne a esta vida temporal y con el corazón
a la vida eterna. Lo que llegué a ser y cómo, se lo debo a mi Madre!”.
Durante sus discusiones
filosóficas, San Agustín quiso siempre consigo a su madre; ella escuchaba
cuidadosamente, a veces intervenía delicadamente con su opinión o, con
maravilla de los expertos presentes, daba también respuestas a cuestiones
abiertas. ¡Por ello no sorprende que San Agustín se declarara su ‘discípulo en
filosofía’!
El Sueño De Un Cardenal
El cardenal Nicola Cusano (1401-1464), obispo de
Bressanone (Brixen),
no fue sólo un gran político de la Iglesia, famoso legado papal
y reformador de la vida espiritual del clero y del pueblo del siglo
XV,
sino también un hombre de silencio y contemplación.
En un “sueño” le fue mostrada aquella realidad espiritual,
que todavía vale hoy para todos los sacerdotes y para todos los
hombres:
el poder del abandono, de la oración y del sacrificio
de las madres espirituales en el secreto de
los conventos.
Manos y corazones que se
sacrifican
“... Entrando en una iglesia
pequeña y muy antigua, adornada con mosaicos y frescos de los primeros siglos,
al cardenal se le manifestó una visión desmesurada. Millares de religiosas
rezaban en la pequeña iglesia. Ellas eran tan delgadas y unidas que todas
cabían allí, a pesar que la comunidad era numerosa. Las religiosas rezaban y el
cardenal nunca había visto rezar tan intensamente. Ellas no estaban
arrodilladas, sino derechas de pie, la mirada fija no lejana, sobre un punto
cercano a él, pero no visible a sus ojos. Sus brazos estaban abiertos y las
manos dirigidas hacia lo alto, en una posición de ofrenda”.
Lo increíble de esta visión es
el hecho que estas religiosas en sus pobres y sutiles manos tenían hombres y
mujeres, emperadores y reyes, ciudades y naciones. A veces las manos se
estrechaban alrededor de una ciudad; otras veces una nación, reconocible por
las banderas nacionales, se extendía sobre un muro de brazos que la sostenía.
También en estos casos, alrededor de cada persona orante se extendía un halo de
silencio y de discreción. Pero la mayor parte de las religiosas sostenían en la
mano sólo un hermano o hermana.
En las manos de una joven y
delgada religiosa, casi una niña, el cardenal Nicola vio al Papa. Se comprendía
cuánto la carga pesaba sobre ella, pero su rostro brillaba de alegría. En las
manos de una anciana religiosa estaba él mismo, Nicola Cusano, obispo de
Bressanone y cardenal de la Iglesia romana. Él se reconoció claramente con sus
arrugas y con los defectos de su alma y su vida. Observaba todo con ojos muy
abiertos y asustados, pero enseguida el
susto fue sustituido por una indescriptible beatitud.
La guía, que se encontraba a su
lado, les susurró: “¡Ven cómo, a pesar de sus pecados, los pecadores que no
han dejado de amar a Dios son sostenidos!”. El cardenal preguntó: “¿Entonces
qué sucede a los que no aman más?”. Al improviso, siempre junto a su guía,
se encontró en la cripta de la iglesia, donde rezaban otras millares de
religiosas.
Mientras aquellas que había
visto antes sostenían a las personas con sus manos, éstas en la cripta las
sostenían con los corazones. Estaban profundamente involucradas, porque se
trataba del destino eterno de las almas. “Vea, Eminencia”, dijo la guía:
“así son sostenidos los que han dejado de amar. A veces sucede que se calientan
con el calor de los corazones que se consuman por ellos, pero no siempre. A
veces, en la hora de la muerte, pasan de las manos de quienes todavía los
quieren salvar a aquellas del Juez divino, con quien luego deben justificarse
también por el sacrificio ofrecido por ellos. Ningún sacrificio queda sin
fruto, pero quien no acoge el fruto que se le ha ofrecido, madura el fruto de
la ruina”.
El cardenal miró fijamente a las mujeres víctimas voluntarias. Él
había siempre sabido de su existencia. Pero nunca le había sido tan claro qué
significaban ellas para la Iglesia, para el mundo, para los pueblos y para cada
persona; sólo ahora lo comprendía con consternación. Él se inclinó
profundamente delante de las mártires del amor.
Foto: Desde 550 Säben fue
durante 500 años la sede episcopal de la diócesis de Bressanone. Desde 1685, es
decir desde hace más que 300 años, el castillo episcopal se ha convertido en un
monasterio, en donde hasta hoy, una comunidad de Religiosas Benedictinas vive
la maternidad espiritual, rezando y consagrándose a Dios, precisamente como el
cardenal Nicola Cusano había visto en su sueño.
Eliza Vaughan
Es una verdad evangélica que las vocaciones sacerdotales
tienen que ser pedidas con la oración. Jesús lo subraya en el
Evangelio cuando dice:
“¡La mies es abundante, pero los obreros son pocos!
¡Rogad, pues, al Dueño de la mies que mande obreros!” (Mt 9,37-38).
Nos ofrece al respecto un ejemplo particularmente significativo,
la inglesa Eliza Vaughan, madre de familia y mujer dotada de espíritu
sacerdotal,
que rezó
mucho por las vocaciones.
Eliza
provenía de una familia protestante, la de los Rolls, que fundó sucesivamente
la famosa industria automovilística Rolls-Royce, pero desde joven, durante su
permanencia y educación en Francia, quedó muy impresionada por el ejemplar
compromiso de la Iglesia católica con los pobres.
En el verano del 1830, después
de su matrimonio con el coronel John Francis Vaughan, Eliza, a pesar de la
fuerte resistencia por parte de sus parientes, se convirtió al catolicismo.
Había tomado esta decisión con convicción y no sólo porque había entrado a
formar parte de una conocida familia inglesa de tradición católica. Los antepasados
Vaughan, durante la persecución de los católicos ingleses bajo el reino de
Isabel I (1558-1603), habían aceptado la expropiación de los bienes y la cárcel
en lugar de renunciar a su fe.
Courtfield, la residencia originaria de la familia del esposo, durante
las décadas del terror, se volvió un centro de refugio para sacerdotes
perseguidos, un lugar donde en secreto se celebraba la Santa Misa. Desde
entonces pasaron casi tres siglos, pero nada cambió en el espíritu católico de
la familia.
Foto: Convencida de la potencia de
la oración silenciosa y fiel, Eliza Vaughan dedicaba cada día una hora a la
adoración en la capilla doméstica, rezando por las vocaciones en su familia.
Volviéndose madre de seis sacerdotes y cuatro religiosas, fue escuchada abundantemente.
Muerta en 1853, Mamá Vaughan fue enterrada en Courtfield, en la propiedad de
familia tanto amada por ella. Hoy Courtfield es un centro para ejercicios
espirituales de la diócesis inglesa de Cardiff. Inspirándose en la santa vida
de Eliza, en 1954, la capilla doméstica fue consagrada por el obispo como “Santuario de Nuestra Señora de las
vocaciones”, título que fue confirmado en el 2000.
Demos nuestros hijos a Dios
Convertida
en lo profundo del corazón, llena de celo, Eliza propuso al marido dar sus
hijos a Dios. Esta mujer de elevadas virtudes rezaba cada día durante una hora
delante del Santísimo Sacramento en la capilla de la residencia de Courtfield,
pidiéndole a Dios una familia numerosa y muchas vocaciones religiosas entre sus
hijos. ¡Fue atendida! Tuvo 14 hijos y murió poco después del nacimiento del
último hijo en 1853. De los 13 hijos que vivieron, entre los cuales ocho
varones, seis se ordenaron sacerdotes: dos en órdenes religiosas, un sacerdote
diocesano, uno obispo, un arzobispo y un cardenal. De las cinco hijas, cuatro
fueron consagradas religiosas. ¡Qué bendición para la familia y cuáles efectos
para toda Inglaterra!
Todos los hijos de la familia
Vaughan tuvieron una infancia feliz, porque en la educación su santa madre
poseía la capacidad de unir de manera natural la vida espiritual y las
obligaciones religiosas con las diversiones y la alegría. Por voluntad de la
madre, formaban parte de la vida cotidiana la oración y la Santa Misa en la
capilla doméstica, como también la música, el deporte, el teatro no
profesional, la equitación y los juegos. Los hijos no se aburrían cuando la
madre les contaba la vida de los santos, que lentamente se volvieron para ellos
íntimos amigos. Eliza se hacía también acompañar por los hijos durante las
visitas a los vecinos enfermos y a los que sufrían, para que pudieran en estas
ocasiones aprender a ser generosos, a realizar sacrificios, a donar a los pobres
sus ahorros o los juguetes.
Ella murió poco después del
nacimiento del decimocuarto hijo, John. Dos meses después de su muerte, el
coronel Vaughan, convencido que ella había sido un don de la Providencia,
escribió en una carta: “Hoy,
durante la adoración, agradecí al Señor, porque pude devolverle mi amada
esposa. Le abrí mi corazón con gratitud por haberme donado Eliza como modelo y
guía; a ella me une todavía un vínculo espiritual inseparable. ¡Qué consuelo
maravilloso y cuánta gracia me transmite! Todavía la veo como siempre la vi
delante de Santísimo, con su pura y humana gentileza, que le iluminaba el
rostro durante la oración”.
Obreros en la viña del Señor
Las numerosas vocaciones en el
matrimonio Vaughan son realmente una insólita herencia en la historia de Gran
Bretaña y una bendición que provenía sobre todo de la madre Eliza.
Cuando Herbert, el hijo mayor, a
dieciséis años anunció a sus padres de quería ser sacerdote, las reacciones
fueron diferentes. La madre, que había rezado mucho por esto, sonrió y dijo: “Hijo
mío, lo sabía desde hace tiempo”. El padre en cambio necesitó un poco de
tiempo para aceptar el anuncio, porque justamente sobre el hijo mayor, el
heredero de la casa, había repuesto muchas esperanzas y había pensado para él
una brillante carrera militar. ¿Cómo hubiera podido imaginar que Herbert un día
habría llegado a ser arzobispo de Westminster, fundador de los Misioneros de
Millhill y luego cardenal? Pero también el padre se convenció pronto y escribió
a un amigo: “Si Dios quiere a Herbert para sí, puede tener también a todos
los otros”. Pero Reginaldo se casó, como también Francis Baynham, que
heredó la propiedad de familia. Dios llamó también a otros nueve hijos de los
Vaughan. Roger, el segundo, fue nombrado prior de los Benedictinos y más tarde
el muy querido arzobispo de Sydney, en Australia, donde hizo construir la catedral.
Kenelm se consagró como cisterciense y más tarde sacerdote diocesano. Giuseppe,
el cuarto hijo de los Vaughan, fue benedictino como su hermano Roger y fundador
de una nueva abadía.
Bernardo, quizás el más vivaz de
todos, que amaba mucho la danza y el deporte y que tomaba parte en todas las
diversiones, se hizo jesuita. Se dice que el día anterior a su ingreso en la
orden, participó en un baile y le dijo a su pareja: “Esto que hago con usted
es mi último baile porque me convertiré en jesuita!”. Sorprendida, la joven
exclamó: “¡Pero por favor! Justo usted que ama tanto el mundo y baila
maravillosamente quiere convertirse en jesuita?”. La respuesta, si bien
interpretable de varios modos, es muy bonita: “Justamente por esto me
entrego a Dios!”.
John, el más joven, fue ordenado
sacerdote por el hermano Herbert y más tarde fue obispo de Salford en
Inglaterra. De las cinco hijas de la familia, cuatro se consagraron religiosas.
Gladis entró en la orden de la Visitación, Teresa fue religiosa de la Misericordia,
Claire religiosa clarisa y Mary priora de las Agustinas. También Margareta, la
quinta hija de los Vaughan, hubiera querido ser una religiosa, pero no le fue
posible por la frágil salud. Sin embargo ella vivió en casa como consagrada y transcurrió los últimos años de su vida en
un monasterio.
Foto:
Herbert Vaughan tenía dieciséis años cuando
en el verano, durante un retiro espiritual, decidió ser sacerdote. Fue ordenado en Roma a la edad de 22 años y más tarde fue
nombrado obispo de Salford en Inglaterra y fundó los Misioneros de Millhill,
que trabajan hoy en todo el mundo. En fin, fue nombrado Cardenal y fue el
tercer Arzobispo de Westminster. En su
blasón estaba escrito: “¡Amar y servir!”.
Su programa era enunciado en el dicho: “El amor tiene que ser la raíz de
donde florece todo mi servicio”.
Beata Maria
Deluil Martiny (1841-1884)
Hace 120
años, en algunas revelaciones privadas, Jesús inició a confiar a personas
consagradas en los monasterios y en el mundo su plan para la renovación del sacerdocio.
A algunas madres espirituales Él confió la llamada ‘obra para los sacerdotes’.
Una de las precursoras de esta obra es la beata Maria Deluil Martiny. De
este gran íntimo deseo suyo, ella dijo: “¡Ofrecerse para las almas es bello
y grande! ¡Pero ofrecerse para las almas de los sacerdotes... es tan bello y
grande que se debería tener mil vidas y mil corazones!... ¡Daría con gusto mi
vida sólo para que Cristo pudiera encontrar en los sacerdotes lo que se espera
de ellos! ¡También la daría con gusto aún si uno sólo pudiera realizar
perfectamente el plan divino sobre él!”. Efectivamente, a sólo 43 años,
ella selló con el martirio su maternidad espiritual. Sus últimas palabras
fueron: “Es por la obra, la obra para los sacerdotes!”.
Venerable Louise Marguerite Claret de la Touche (1868-1915)
Jesús
preparó durante largos años también a la Venerable Louise Marguerite Claret
de la Touche al apostolado para la renovación del sacerdocio. Ella cuenta
que el 5 de junio de 1902, durante una adoración, se le apareció el Señor.
“Yo le
había rezado por nuestro pequeño noviciado y le había suplicado de darme
algunas almas que habría podido plasmar para Él. Él me respondió: ‘Te daré almas de hombres’. Quedé en silencio
porque no comprendí sus palabras. Jesús añadió: ‘Te daré almas de sacerdotes’.
Aún más sorprendida por estas palabras, le pregunté: ‘Mi Jesús, ¿cómo lo harás?’. Después Él me explicó la obra que estaba por preparar y
que hubiera tenido que calentar el mundo con el amor. Jesús siguió explicando su
plan y por ello quiso dirigirse a los sacerdotes: ‘Como hace 1900 años pude
renovar el mundo con doce hombres –
ellos eran sacerdotes – así también hoy podría renovar el mundo con doce
sacerdotes, pero deberán ser sacerdotes santos’ ”.
Luego el
Señor mostró a Louise Marguerite la obra en concreto. “Es una unión de sacerdotes, una
obra que comprende todo el mundo”, ella escribió. “Si el sacerdote quiere realizar su misión y proclamar la
misericordia de Dios, debería en primer lugar él mismo estar invadido por el
Corazón de Jesús y debería ser iluminado por el amor de Su Espíritu. Los
sacerdotes deberían cultivar la unión entre ellos, ser un corazón y un alma, y
nunca obstaculizarse entre ellos”.
Louise
Marguerite describió con fórmulas tan buenas el sacerdocio en su libro “El
corazón de Jesús y el sacerdocio”, que algunos sacerdotes habían creído que era
obra de uno de ellos. Un jesuita declaró: “No sé quién escribió el libro,
pero una cosa sé de preciso, no es la obra de una mujer!”.
Lu Monferrato
Fuimos al pequeño pueblo de Lu en
el Norte de Italia, una localidad que cuenta con pocos miles de habitantes y
que se encuentra en una región rural a 90 km. al este de Turín. Este pequeño
pueblo hubiera quedado desconocido si en 1881 algunas madres de familia no
hubieran tomado una decisión que tuvo ‘grandes repercusiones’.
Muchas de estas madres tenían en
el corazón el deseo de ver a uno de sus
hijos ordenarse sacerdote o una de sus hijas comprometerse totalmente al
servicio del Señor. Comenzaron pues a reunirse todos los martes para la
adoración del Santísimo Sacramento, bajo la guía de su párroco, Monseñor
Alessandro Canora, y a rezar por las vocaciones. Todos los primeros domingos
del mes recibían la comunión con esta intención. Después de la Misa, todas las
madres rezaban juntas para pedir vocaciones sacerdotales.
Gracias a la
oración llena de confianza de estas madres y a la apertura de corazón de estos
padres, las familias vivían en un clima de paz, serenidad y devoción alegre,
que permitió a sus hijos discernir con mayor facilidad su llamada.
Cuando el Señor dijo: “Muchos
son los llamados, pero pocos los elegidos” (Mt 22,14) hay que comprenderlo de este
modo: muchos serán llamados, pero poco responderán. Nadie hubiera pensado que
el Señor atendería tan abundantemente la oración de estas madres.
De este pequeño pueblo surgieron
323 vocaciones a la vida consagrada (¡trescientas veintitrés!): 152 sacerdotes (y religiosos) y 171 religiosas miembros de 41
congregaciones. En algunas familias había hasta tres o cuatro vocaciones. El
ejemplo más conocido es la familia Rinaldi. El Señor llamó a siete hijos de
esta familia. Dos hijas se consagraron como religiosas salesianas y enviadas a
San Domingo, fueron valientes pioneras y misioneras. Entre los varones, cinco
fueron sacerdotes salesianos.
El más conocido de los cinco
hermanos, Filippo Rinaldi, fue el tercer sucesor de don Bosco, beatificado por
Juan Pablo II el 29 de abril de 1990. De hecho, muchos jóvenes entraron con los
salesianos. No es una casualidad, porque don Bosco en su vida fue cuatro veces
a Lu. El santo participó en la primera Misa de Filippo Rinaldi, su hijo
espiritual, en su pueblo natal. A Filippo le gustaba mucho recordar la fe de
las familias de Lu: “Una fe que hacía decir a nuestros padres: el Señor nos
donó hijos y si Él los llama, nosotros ciertamente no podemos decir que no!”.
Luigi Borghina y Pietro Rota
vivieron la espiritualidad de don Bosco de modo tan fiel que fueron llamados
uno “el don Bosco de Brasil” y el otro “el don Bosco de la Valtellina”. También
Mons. Evasio Colli, Arzobispo de Parma, provenía de Lu (Alessandria). De él dijo Juan XXIII: “Él
tendría que haber sido Papa, y no yo. Poseía todo para llegar a ser un gran
Papa”.
Cada
10 años, todos los sacerdotes y las religiosas que todavía estaban vivos, se
reunían en su pueblo de origen llegando desde todo el mundo. Padre Mario Meda,
que fue por muchos años párroco de Lu, dice cómo este encuentro era en realidad
una verdadera fiesta, una fiesta de agradecimiento a Dios por haber hecho
grandes cosas en Lu.
La oración que las madres de
familia recitaban en Lu era breve, simple y profunda:
“¡Señor, haz que uno de mis
hijos llegue a ser sacerdote!
Yo misma quiero vivir como buena
cristiana
y quiero conducir a mis hijos
hacia el bien para obtener la gracia
de poder ofrecerte, Señor, un
sacerdote santo. Amén”.
Foto: Esta foto es única en la
historia de la Iglesia católica. Desde el 1 al 4 de septiembre de 1946 una gran parte de los 323 sacerdotes,
religiosos y religiosas provenientes de Lu se encontraron en su pueblo. Este
encuentro tuvo resonancia en todo el mundo.
Beata
Alessandrina da Costa (1904-1955)
También el ejemplo de la vida de Alessandrina
da Costa, beatificada el 25 de abril de 2004, demuestra de manera
impresionante la fuerza trasformadora y los efectos visibles del sacrificio de
una joven enferma y abandonada.
En 1941 Alessandrina escribió a
su padre espiritual, Padre Mariano Pinho, que Jesús le había dirigido esta
súplica: “Hija mía, en Lisboa vive un sacerdote que corre el riesgo de
condenarse por la eternidad; él me ofende de modo grave. Llama a tu padre
espiritual y pídele el permiso para que yo te haga sufrir durante la pasión, de
modo particular por aquella alma”.
Recibido el permiso, Alessandrina
sufrió muchísimo. Sentía el peso de los pecados de aquel sacerdote que no
quería saber más nada de Dios y estaba por condenarse. La pobrecita vivía en su
cuerpo el estado infernal en que se encontraba el sacerdote y suplicaba: “¡No
al infierno, no! Me ofrezco en holocausto por él hasta cuando Tú lo quieras!”.
Ella escuchó hasta el nombre y el apellido del sacerdote.
P. Pinho quiso entonces indagar
con el cardenal de Lisboa si en aquel momento existía un sacerdote que le
causaba aflicciones. El cardenal le confirmó con sinceridad que efectivamente
había un sacerdote que le daba muchas preocupaciones; cuando le reveló el
nombre, era justamente el mismo que Jesús había nombrado a Alessandrina.
Algunos meses después le fue
referido a P. Pinho, por parte de un amigo-sacerdote, Padre Davide Novais, un
acontecimiento particular. Padre Davide había apenas realizado un curso de
ejercicios espirituales en Fátima, en el cual también había participado un
señor reservado, que había sido notado por todos por su comportamiento
ejemplar. Aquel hombre, la última tarde de los ejercicios, sufrió un ataque de
corazón; después de llamar a un sacerdote, pudo confesarse y recibir la
Santísima Comunión. Poco después murió, reconciliado con Dios. Se descubrió que
aquel señor, vestido de laico, era un sacerdote y era precisamente aquella
persona por quien Alessandrina había luchado tanto.
Sierva de Dios Consolata Betrone (1903-1946)
Los sacrificios y las oraciones
de una madre espiritual de sacerdotes favorecen particularmente a los
consagrados, que se perdieron o han abandonado su vocación. Jesús, en su
Iglesia, ha llamado a ésta vocación a innumerables mujeres orantes, como por
ejemplo Sor Consolata Betrone, Clarisa Capuchina de Turín. Jesús le
dijo: “Tu tarea en la vida es dedicarte a tus hermanos. Consolata,
también tú serás un buen pastor y tienes que ir a buscar a los hermanos
extraviados para reconducírmelos”. Consolata ofreció todo por ellos, “sus
hermanos” sacerdotes y consagrados, que tenían necesidades espirituales. En la
cocina, durante el trabajo, rezaba continuamente su oración del corazón:
“¡Jesús, María, os amo, salvad
almas!”.
Cambió conscientemente cada
mínimo servicio y cada deber en sacrificio. Jesús le dijo respecto a esto:
“Éstas son acciones insignificantes, pero como tú me las ofreces con tanto
amor, concedo a ellas un valor desmedido y las transformo en gracias de
conversión, que descienden sobre los hermanos infelices”.
A menudo, en el convento eran
señalados por teléfono o por escrito, casos concretos de los cuales Consolata
se hacía cargo en el sufrimiento. A veces sufría durante semanas o meses
aridez, abandono, sentido de inutilidad, oscuridad, soledad, dudas y por el
estado pecaminoso de los sacerdotes. Una vez, durante estas luchas interiores,
le escribió a su padre espiritual: “¡Cuánto me cuestan los hermanos!”. Pero
Jesús le hizo la grandiosa promesa: “Consolata, no es sólo un hermano que
reconducirás a Dios sino a todos. Te lo prometo, me regalarás a los hermanos,
uno después del otro!”. ¡Así fue! Recondujo hacia un sacerdocio rico en gracia
a todos los sacerdotes confiados a ella. Muchos de estos casos fueron
documentados con exactitud.
Berthe Petit (1870-1943)
Berthe Petit es una gran mística belga, un alma de expiación poco
conocida.
Jesús le indicó claramente el sacerdotepor el cual ella debía
renunciar
a sus proyectos personales y
también se lo hizo encontrar.
El ‘precio’ por un sacerdote santo
Desde cuando era una joven de
quince años, Berthe durante cada Santa Misa rezaba por el celebrante: “Jesús
mío, haz que Tu sacerdote no te dé aflicciones!”. Cuando tenía diecisiete
años, sus padres perdieron todo su patrimonio por una fianza; el 8 de diciembre
de 1888, su director espiritual dijo a Berthe que su vocación no era el
monasterio, sino permanecer en casa y cuidar a sus padres. De mala gana la
joven aceptó el sacrificio; pero le pidió a la Virgen ser mediadora para que,
en el lugar de su vocación religiosa, Jesús llamara un sacerdote diligente y
santo. “¡Usted será atendida!”, le confirmó el padre espiritual.
Lo que ella no podía prever,
ocurrió 16 días después: un joven jurista de 22 años, el Dr. Louis Decorsant,
estaba rezando delante de una estatua de la Madre Dolorosa. Al improviso e
inesperadamente, él tuvo la certeza que su vocación no era la de casarse con la
joven que amaba y ejercer la profesión de escribano. Comprendió claramente que
Dios lo llamaba al sacerdocio. Esta llamada fue tan clara e insistente que él
no titubeó ni siquiera por un instante en
dejar todo. Después de los estudios en Roma, donde había completado su
doctorado, fue ordenado sacerdote en 1893. Berthe tenía entonces 22 años.
En el mismo año, el joven
sacerdote de 27 años celebró la Santa Misa de medianoche en un suburbio de
París. Este hecho tiene su importancia porque a la misma hora Berthe,
participando en la Santa Misa de medianoche en otra parroquia, prometió
solemnemente al Señor: “Jesús, quisiera ser un holocausto para los
sacerdotes, para todos los sacerdotes, pero en particular para el sacerdote de
mi vida”.
Cuando fue expuesto el Santísimo,
la joven vio al improviso una gran cruz con Jesús y a sus pies María y Juan.
Ella escuchó las siguientes palabras: “Tu sacrificio fue aceptado, tu
súplica atendida. He aquí tu
sacerdote.... Un día lo conocerás”. Berthe vio que los rasgos del rostro de
Juan habían asumido aquellos de un sacerdote para ella desconocido. Se trataba
del reverendo Decorsant, pero ella lo encontró solamente en 1908, es decir
quince años después, y reconoció su rostro.
El encuentro querido por Dios
Berthe
estaba en Lourdes en peregrinaje. Allí la Virgen le confirmó: “Verás al
sacerdote que has pedido a Dios hace veinte años. Sucederá dentro de poco”. Ella
se encontraba con una amiga en la estación de Austerlitz, en París, en un tren
que se dirigía a Lourdes, cuando un sacerdote subió a su compartimiento para
ocupar un lugar para una enferma. Era el reverendo Decorsant. Sus rasgos eran
aquellos que Berthe había visto en el rostro de San Juan quince años antes, por
lo tanto era aquella persona por la cual ya había ofrecido tantas oraciones y
sufrimientos físicos. Después de intercambiar algunas palabras de cortesía, el
sacerdote descendió del tren. Exactamente un mes más tarde, el mismo reverendo
Decorsant fue en peregrinaje a Lourdes para confiarle a la Virgen su futuro
sacerdotal. Cargado con los equipajes, encontró nuevamente a Berthe y a su
amiga. Reconociendo a las dos mujeres, las invitó a la Santa Misa. Mientras
Padre Decorsant elevaba la hostia, Jesús dijo a Berthe en su interior: “Éste
es el sacerdote por el cual acepté tu sacrificio”. Después de la liturgia,
ella supo que ‘el sacerdote de su vida’, como lo habría llamado sucesivamente,
estaba alojado en su misma pensión.
Una tarea en común
Berthe
reveló al Padre Decorsant su vida espiritual y su misión para la consagración
al Corazón Inmaculado y Doloroso de María. Él, por su parte, comprendió que
esta alma preciosa le había sido confiada por Dios. Aceptó un lugar en Bélgica
y se convirtió para Berthe Petit en un santo director espiritual y en un apoyo
incansable para la realización de su misión. Como era un excelente teólogo fue
el intermediario ideal con la jerarquía eclesiástica de Roma. Durante 24 años,
es decir hasta la muerte, acompañó a Berthe, quien, como alma de expiación, a
menudo estaba enferma y sufría particularmente por los sacerdotes que habían
dejado su vocación.
Venerable Conchita del México (1862-1937)
María Concepción Cabrera de Armida, Conchita, esposa y madre de
numerosos hijos, es una de las santas modernas, que durante años Jesús preparó
a una maternidad espiritual para los sacerdotes.
En el futuro, ella será de gran importancia para la Iglesia universal.
Una
vez Jesús explicó a Conchita: “Hay
almas que han recibido la unción a través de la ordenación sacerdotal.
Pero hay… también almas sacerdotales que tienen una vocación sin tener la
dignidad o la ordenación sacerdotal. Ellos se ofrecen en unión conmigo... Estas
almas ayudan espiritualmente a la Iglesia de manera poderosa. Tú serás madre de
un gran número de hijos espirituales, pero ellos costarán a tu corazón como mil
mártires. Ofrécete como holocausto para los sacerdotes, únete a mi sacrificio
para obtener gracias para ellos”... “Quisiera volver a este mundo... en mis
sacerdotes. Quisiera renovar el mundo, revelándome en ellos y dar un impulso
fuerte a mi Iglesia, derramando el Espíritu Santo sobre mis sacerdotes como en
una nueva Pentecostés”. “La Iglesia y el mundo necesitan una nueva Pentecostés,
una Pentecostés sacerdotal, interior”.
Cuando era joven Conchita rezaba
a menudo delante del Santísimo: “Señor, me siento incapaz de amarte, por
ello quisiera casarme. Dame muchos hijos de manera que ellos te amen más de
cuanto yo soy capaz”. De su matrimonio, particularmente feliz, nacieron nueve
hijos, dos mujeres y siete varones. Ella los consagró a todos a la Virgen: “Te
los doy completamente como tus hijos. Tú sabes que yo no los sé educar, conozco
demasiado poco qué quiere decir ser madre, pero Tú, Tú lo sabes”. Conchita
asistió a la muerte de cuatro de sus hijos, que tuvieron todos una muerte
santa.
Conchita fue concretamente madre
espiritual para el sacerdocio de uno de sus hijos; de él ella escribió: “Manuel
nació en la misma hora en que murió Padre José Camacho. Cuando supe la noticia,
recé a Dios que mi hijo pudiera reemplazar a este sacerdote en el altar… Desde
el momento en que el pequeño Manuel inició a hablar, hemos rezado juntos para
la gran gracia de la vocación al sacerdocio.... El día de su Primera Comunión y
en todas las fiestas principales renové la súplica... A la edad de diecisiete
años entró en la Compañía de Jesús”.
En 1906 desde España donde se
encontraba, Manuel (nacido en 1889, su tercer hijo) le comunicó su decisión de
ordenarse sacerdote y ella le escribió: “¡Entrégate al Señor con todo el
corazón sin negarte nunca! ¡Olvida las criaturas y sobre todo olvídate a ti
mismo! No puedo imaginarme un consagrado que no sea un santo. No es posible
darse a Dios a medias. ¡Trata de ser generoso con Él!”.
En 1914 Conchita encontró a
Manuel en España por última vez, porque él no regresó jamás a México. En aquel
tiempo el hijo le escribió: “Mi querida, pequeña mamá, me has indicado el
camino. Tuve la suerte, desde pequeño, de escuchar de tus labios la doctrina
saludable y exigente de la cruz. Ahora quisiera ponerla en obra”. También
la madre probó el dolor de la renuncia: “Llevé tu carta delante del
tabernáculo y dije al Señor que acepto con toda mi alma este sacrificio. El día
siguiente puse la carta sobre mi pecho mientras recibía la Santa Comunión, para
renovar el sacrificio total”.
Mamá, enséñame a ser sacerdote
El 23
de julio de 1922, una semana antes de la ordenación sacerdotal, Manuel que por
aquel entonces tenía treinta años, escribió a su madre: “¡Mamá, enséñame a
ser sacerdote! Háblame de la alegría inmensa de poder celebrar la Santa Misa.
Entrego todo en tus manos como tú me has custodiado sobre tu pecho cuando era
niño y me has enseñado a pronunciar los hermosos nombres de Jesús y María, para
introducirme en este misterio. Me siento de veras un niño que te pide oraciones
y sacrificios.... Apenas sea ordenado sacerdote, te enviaré mi bendición y
después acogeré de rodillas la tuya”.
Cuando Manuel fue ordenado
sacerdote, el 31 de julio de 1922 en Barcelona, Conchita se levantó para
participar espiritualmente a la ordenación; a causa de la diferencia de horario
en México era de noche. Ella se conmovió profundamente: “¡Soy madre de un
sacerdote!... ¡Puedo solamente llorar y agradecer! Invito a todo el cielo a
agradecer en mi lugar, porque me siento incapaz por mi miseria”. Diez años
después escribió al hijo: “No logro imaginarme un sacerdote que no sea Jesús
y aún menos cuando forma parte de la Compañía de Jesús. Rezo por ti para que tu
transformación en Cristo, desde el momento de la celebración, se realice de
modo que tú seas Jesús de día y de noche” (17 de mayo de 1932). “¿Qué haríamos sin la cruz?
La vida sin dolores que unen, santifican, purifican y obtienen gracias, sería
insoportable” (10 de junio de 1932). Padre Manuel murió a los 66 años en olor de santidad.
El Señor hizo comprender a
Conchita en función de su apostolado: “Te confío todavía otro martirio: tú
sufrirás lo que los sacerdotes hacen en mi contra. Tú vivirás y ofrecerás por
su infidelidad y miseria”. Esta maternidad espiritual para la santificación
de los sacerdotes y de la Iglesia la consumió completamente. Conchita murió en
1937 a los 75 años.
Mi sacerdocio y una desconocida
El barón Wilhelm Emmanuel
Ketteler (1811-1877)
Todos nosotros debemos lo que somos y nuestra vocación,
a las oraciones y a los sacrificios ajenos. En el caso del conocido
obispo Ketteler,
un personaje excelente del episcopado alemán del ochocientos
y una de las figuras de relieve entre los fundadores de la sociología
católica,
la bienhechora fue una religiosa conversa,
la última y
la más pobre religiosa de su convento.
En 1869 se encontraron juntos un obispo de una
diócesis de Alemania y un huésped suyo, el obispo Ketteler de Münster. Durante
la conversación, el obispo diocesano subrayaba las múltiples obras benéficas de
su huésped. Pero el obispo Ketteler explicaba a su interlocutor: “Todo lo
que con la ayuda de Dios alcancé, se lo debo a la oración y al sacrificio de
una persona que no conozco. Puedo decir solamente que alguien ofreció su vida a
Dios en sacrificio por mí y a esto debo el hecho de ser sacerdote”. Y
continuó: “En un primer momento no me sentía destinado al sacerdocio. Había
realizado mis exámenes de habilitación a la abogacía y apuntaba a hacer carrera
cuanto antes para obtener en el mundo un lugar importante y tener honores,
consideración y dinero. Pero un acontecimiento extraordinario me lo impidió y
dirigió mi vida en otra dirección.
Una tarde,
mientras me encontraba solo en mi habitación, me entregué a mis sueños
ambiciosos y a los planes para el futuro. No sé qué me sucedió, si estaba
despierto o dormido: ¿Lo que veía era la realidad o se trataba de un sueño? Una
cosa sé: vi lo que fue luego la causa de la transformación de mi vida. Con neta
claridad, Cristo estaba sobre mí en una nube de luz y me mostraba su Sagrado
Corazón. Delante de Él se encontraba una religiosa arrodillada que levantaba
las manos en posición de imploración. De la boca de Jesús escuché las
siguientes palabras: ‘¡Ella reza incesantemente por ti!’. Veía claramente la
figura del orante, su fisonomía se imprimió tan fuertemente en mí que todavía
hoy la tengo delante de mis ojos. Ella me parecía una simple conversa. Su
vestido era pobre y ordinario, sus manos enrojecidas y callosas por el trabajo
pesado. Cualquier cosa haya sido, un sueño o no, para mí fue extraordinario
porque quedé impresionado profundamente; desde aquel momento decidí consagrarme
completamente a Dios en el servicio sacerdotal.
Me aparté
en un monasterio para los ejercicios espirituales y hablé de todo esto con mi
confesor. Inicié los estudios de teología a treinta años. Todo el resto usted
ya lo conoce. Si ahora usted piensa que algo bueno ocurre a través mío, sepa de
quien es el verdadero mérito: de aquella religiosa que rezó por mí, quizás sin
conocerme. Estoy convencido que por mi alguien rezó y reza todavía en secreto,
y que sin aquella oración no podría alcanzar la meta que Dios me ha destinado”.
“¿Sabe quién es que reza por usted y dónde?”, preguntó el obispo
diocesano. “No, puedo sólo cotidianamente pedir a Dios que la bendiga,
si todavía vive, y que devuelva mil
veces lo que hizo por mí”.
La hermana del establo
Al día
siguiente, el obispo Ketteler fue a visitar un convento de religiosas en una
ciudad cercana y celebró para ellas la Santa Misa en la capilla. Casi al final
de la distribución de la Santísima Comunión, llegando a la última fila, su
mirada se fijó en una religiosa. Su rostro palideció, él quedó inmóvil, luego
se recuperó y dio la Comunión a la religiosa que nada había notado y estaba
devotamente de rodillas. Después concluyó serenamente la liturgia.
Al desayuno llegó también al
convento el obispo diocesano del día anterior. El obispo Ketteler pidió a la
madre superiora de presentarle a todas las religiosas, que llegaron en poco
tiempo. Los dos obispos se acercaron y Ketteler las saludaba observándolas,
pero parecía claramente no encontrar lo que buscaba. En voz baja se dirige a la
madre superiora: “¿Estas son todas las religiosas?”. Ella, mirando al
grupo, respondió: “¡Excelencia, las hice llamar a todas, pero efectivamente
falta una!”. “¿Por qué no vino?”. La madre respondió: “Ella se ocupa del
establo, y lo hace de un modo tan ejemplar que en su celo a veces se olvida las
otras cosas”. “Deseo conocer a esta religiosa”, dijo el obispo. Después
de poco tiempo, llegó la religiosa. Él palideció de nuevo y después de haber
dirigido algunas palabras a todas las religiosas, pidió permanecer sólo con
ella.
“¿Usted me conoce?”, preguntó. “¡Excelencia, yo no lo he visto nunca!”. “¿Pero usted
rezó y ofreció buenas obras por mí?”, quería saber Ketteler. “No soy
consciente de ello, porque no sabía de la existencia de Vuestra Gracia”. El
obispo permaneció algunos instantes inmóvil y en silencio, luego continuó con
otras preguntas. “¿Cuáles son las devociones que más ama y que practica con
más frecuencia?”. “La veneración al Sagrado Corazón”, contestó la
religiosa. “¡Parece que usted tiene el trabajo más pesado en el convento!”, continuó.
“¡Ay no, Vuestra Gracia! Ciertamente no puedo desconocer que a veces me
repugna”. “¿Entonces qué hace cuando está agobiada por la tentación?”. “Tomé
la costumbre de afrontar por amor a Dios, con alegría y celo, todas las tareas
que me cuestan mucho y después las ofrezco por un alma del mundo. Será el buen
Dios quien elegirá a quien dar Su gracia, yo no lo quiero saber. También
ofrezco la hora de adoración de la noche, desde las veinte a las veintiuno, por
esta intención”. “¿Cómo le surgió la idea de ofrecer todo esto por un alma?”.
“Es una costumbre que ya tenía cuando todavía vivía en el mundo. En la escuela
el párroco nos enseñó que se debería rezar por los demás como se hace por los
propios parientes. Además añadía: ‘Sería necesario rezar mucho por los que
corren el peligro de perderse por la eternidad. Pero como sólo Dios sabe quien
tiene mayor necesidad, lo mejor sería ofrecer las oraciones al Sagrado Corazón
de Jesús, confiando en su sabiduría y omnisciencia’. Así hice, y siempre pensé
que Dios encuentra el alma justa”.
Día del cumpleaños y día de la conversión
“¿Cuántos años tiene?”, le preguntó Ketteler. “Treinta
y tres años, Excelencia”. El obispo, perturbado, se interrumpió por un
instante, luego preguntó: “¿Cuándo nació?”. La religiosa refirió el día
de su nacimiento. El obispo entonces hizo una exclamación: ¡Se trataba
precisamente del día de su conversión! Él la había visto exactamente así,
delante de sí como se encontraba en aquel momento. “¿Usted no sabe si sus
oraciones y sus sacrificios tuvieron éxito?”. “No, Vuestra Gracia”. “¿Y
no lo quiere saber?”. “El buen Dios sabe que cuando se hace algo bueno,
esto es suficiente”, fue la simple respuesta. El obispo estaba muy
impresionado: “¡Por amor a Dios, entonces continúe con esta obra!”.
La religiosa se arrodilló frente
a él y le pidió su bendición. El obispo levantó solemnemente las manos y con
profunda conmoción dijo: “Con mis poderes episcopales, bendigo su alma, sus
manos y el trabajo que cumplen, bendigo sus oraciones y sus sacrificios, su
dominio de sí y su obediencia. La bendigo especialmente para su última hora y
ruego a Dios que la asista con su consuelo”. “Amén”, respondió serena la
religiosa y se alejó.
Una enseñanza para toda la vida
El
obispo se sintió turbado profundamente, se acercó a la ventana para mirar afuera, tratando de recobrar su
equilibrio. Más tarde se despidió de la madre superiora para regresar a la casa
de su amigo y hermano. A él le confió: “Ahora encontré a quien debo mi
vocación. Es la última y la más pobre conversa del convento. Nunca podré
suficientemente dar gracias a Dios por su misericordia, porque aquella
religiosa reza por mí desde casi veinte años. Pero Dios en antelación había
acogido su oración y también había previsto que el día de su nacimiento
coincidiera con el de mi conversión; sucesivamente Dios acogió las oraciones y
las obras buenas de aquella religiosa.
¡Cuál enseñanza y admonición para mí! Si un día tuviera la tentación
de jactarme por eventuales éxitos y por mis obras delante de los hombres,
debería tener presente que todo me proviene de la gracia de la oración y del
sacrificio de una pobre sierva del establo de un convento. Y si un trabajo
insignificante me parece de poco valor, tengo que reflexionar que lo que
aquella sierva, con obediencia humilde hacia Dios, hace y ofrece en sacrificio
con dominio de sí tiene un tal valor delante a Dios, a tal punto que sus obras
han creado un obispo para la Iglesia!”.
Santa Teresa de Lisieux (1873-1897)
Teresa
tenía sólo 14 años cuando, durante un peregrinaje a Roma, comprendió su
vocación de madre espiritual para los sacerdotes. En su autobiografía escribe
como, después de haber conocido en Italia a muchos santos sacerdotes, había
también comprendido que, a pesar de su sublime dignidad, ellos permanecían
hombres débiles y frágiles. “Si santos sacerdotes... muestran con su
comportamiento que tienen necesidad extrema de oraciones, qué tendríamos que
decir de aquellos que son tibios” (A 157). En una de sus cartas animaba a
la hermana Celina: “Vivamos por las almas, seamos apóstoles, salvemos sobre
todo las almas de los sacerdotes... recemos, suframos por ellos y, en el último
día, Jesús será agradecido” (LT 94).
En la
vida de Teresa, doctora de la Iglesia, hay un episodio conmovedor que demuestra
su celo por las almas y especialmente por los misioneros. Estaba ya muy enferma
y caminaba sólo con mucho esfuerzo, por ello el médico le había ordenado que
hiciera todos los días, durante media hora, un paseo en el jardín. Si bien no
creyendo en la utilidad de este ejercicio, ella lo realizaba fielmente cada
día. Una vez, una hermana que la acompañaba, viendo los grandes sufrimientos
que le proporcionaba el caminar, le dijo: “¿Pero sor Teresa, por qué hace todo
este esfuerzo si le procura más sufrimientos que alivio?”. Y contestó la santa:
“Sabe hermana, estoy pensando que quizás justamente en este momento un
misionero en un país lejano se siente muy cansado y desmoralizado, por ello
ofrezco mis fatigas por él”.
Dios
demostró haber acogido el deseo de Teresa de ofrecer su vida por los
sacerdotes, cuando la madre superiora le confió dos nombres de seminaristas,
que habían pedido ayuda espiritual a una carmelita. Uno era el Abate Maurice
Bellière, que pocos días después de la muerte de Teresa recibió el hábito de
“Padre Blanco” y se hizo sacerdote y misionero. El otro era Padre Adolphe
Roulland, que la santa acompañó con sus oraciones y sacrificios hasta la
ordenación sacerdotal y luego, de modo especial como misionero en China.
Beato cardenal Clemens August von Galen (1878-1946)
El 13
de septiembre de 1933, a 55 años, el párroco Clemens von Galen fue nombrado
obispo de Münster por el Papa Pío XI. Conforme
a su lema de no dejarse influenciar “ni por la alabanza, ni por el
miedo”, protestó públicamente contra de las medidas terroristas de la Gestapo y
denunció al Estado que había dañado los derechos de la Iglesia y de los
creyentes. En 1946, el Papa Pío XII nombró cardenal al obispo de Münster por
sus méritos y por el extraordinario coraje en el profesar la fe. Cuando entró
como pastor de Münster, el obispo Galen hizo imprimir una imagen con el
siguiente escrito: “Soy el decimotercero hijo de nuestra familia y
agradeceré eternamente a mi madre por haber tenido el coraje de decir sí a
Dios, también por este decimotercero niño. Sin este ‘sí’ de mi madre ahora yo
no sería ni sacerdote ni obispo”.
Siervo de Dios Papa Juan Pablo i (1912-1978)
“Me lo enseñó mi madre”
Juan Pablo
I inició su última Audiencia general en septiembre de 1978 rezando el acto de
caridad.
“‘Dios mío, te amo con todo el
corazón más que a cualquier cosa, porque eres bien infinito y nuestra eterna
felicidad; y por amor hacia ti amo al prójimo como a mí mismo y perdono las
ofensas recibidas. Señor, que yo te ame siempre más’.
Es una famosa oración con las
palabras de la Biblia. Me la enseñó mi madre. Continuo a rezarla muchas veces
al día”.
Pronunció estas palabras sobre su madre con un
tono de voz tan tierno, que los presentes en la sala de la audiencia
respondieron con un aplauso impetuoso. Entre ellos, una joven mujer dijo con lágrimas
en los ojos: “¡Cómo es conmovedor que el Papa hable de su madre! Ahora
entiendo mejor cuál influencia podemos tener las madres sobre nuestros hijos”.
“¡Señor, danos de nuevo
sacerdotes!”
Durante la persecución comunista, Anna Stang padeció muchos
sufrimientos y,
como muchas otras mujeres en sus mismas condiciones,
ofreció todo por los sacerdotes. En la vejez, se convirtió ella misma
en una persona con espíritu
sacerdotal.
“¡Nosotros nos quedamos sin
pastores!”
Anna nació en 1909 en la parte alemana del río Volga
en el seno de una numerosa familia católica. Era sólo una alumna de nueve años,
cuando experimentó el inicio de la persecución, escribió: “... 1918, en
segundo grado, al inicio de las lecciones todavía rezábamos el Padre Nuestro.
Un año después ya estaba prohibido y el párroco no tenía más el permiso de
entrar en la escuela. Se comenzaba a reír de nosotros cristianos, no se
respetaban más a los sacerdotes y los seminarios fueron destruidos”.
Cuando
tenía once años, Anna perdió al padre y a algunos hermanos y hermanas por una
epidemia de cólera. Poco tiempo después, también murió la mamá y ella, que
había apenas cumplido diecisiete años, se hizo cargo de los hermanos y las
hermanas más pequeños. No sólo se quedó sin padres, sino “… también nuestro
párroco murió en aquel período y muchos sacerdotes fueron arrestados. ¡De este
modo nos quedamos sin pastores! Éste fue un golpe duro. La iglesia en la
parroquia vecina todavía estaba abierta, pero tampoco allí había más un
sacerdote. Los fieles nos reuníamos igualmente para rezar, pero sin el pastor
la iglesia estaba abandonada. Lloraba y no podía calmarme. Cuántos cantos,
cuántas oraciones la habían colmado y ahora parecía todo como muerto”.
En la escuela de este profundo sufrimiento
espiritual, desde entonces Anna inició a rezar de modo particular por los
sacerdotes y los misioneros. “¡Señor, danos de nuevo un sacerdote, danos la
Santísima Comunión! Ofrezco todo con gusto por amor hacia Ti, oh Sagradísimo
Corazón de Jesús!”. Anna ofreció por los sacerdotes todos los sufrimientos
sucesivos, especialmente cuando en 1938 en una noche su hermano y su esposo –
estaba felizmente casada desde hacía siete años – fueron arrestados y nunca más
regresaron.
Le han confiado el servicio sacerdotal
En 1942, Anna, joven viuda, fue deportada a Kazakistán, junto a sus
tres hijos. “Fue duro afrontar el frío invierno, pero luego llegó la
primavera. En aquel período lloré mucho, pero también recé muchísimo. Tuve
siempre la impresión que alguien me tenía la mano. En la ciudad de Syrjanowsk
encontré algunas mujeres de fe católica. Nos reuníamos a escondidas los
domingos y en los días de fiesta para cantar y rezar el rosario. Yo suplicaba a
menudo: María, nuestra querida madre, mira cómo somos pobres. ¡Danos de nuevo sacerdotes,
maestros y pastores!”.
Desde 1965
la violencia de la persecución disminuyó y Anna pudo ir una vez al año a la
capital de Kirghizistán, donde se encontraba un sacerdote católico en exilio.
“Cuando en
Biskek fue construida nada menos que una iglesia, fuimos con Vittoria, una
conocida mía, para participar en la Santa Misa. El viaje fue largo, más que
1000 kilómetros, pero para nosotros fue una gran alegría. ¡Por más de 20 años
no habíamos visto un sacerdote ni un confesionario! El pastor de aquella ciudad
era anciano y por más de diez años había sido encarcelado a causa de su fe.
Mientras me encontraba allí, me confiaron las llaves de la iglesia, así pude
hacer largas horas de adoración. Nunca habría pensado de poder estar tan cerca
del tabernáculo. Llena de alegría, me arrodillé y lo besé”.
Antes de partir, Anna
tuvo el permiso de llevar la Santa Comunión a los católicos más ancianos de su
ciudad, que nunca hubieran podido ir personalmente. “A petición del
sacerdote, durante treinta años, en mi ciudad, bauticé a niños y adultos,
preparé a los novios al sacramento del matrimonio, oficié funerales, hasta que,
por problemas de salud, no pude hacer más este servicio”.
¡Oraciones
escondidas... para que llegara un sacerdote!
No se
puede imaginar la gratitud de Anna, cuando en 1995 encontró por primera vez un
sacerdote misionero. Lloró de alegría y conmovida exclamó: “Llegó Jesús, el
Sumo Sacerdote!”. Rezaba desde hacía décadas para que llegara un sacerdote
a su ciudad, pero a los 86 años había casi perdido la esperanza de ver con sus
ojos la realización de este deseo profundo.
La Santa Misa fue celebrada en
su casa y esta mujer maravillosa con ánimo sacerdotal pudo recibir la Santa
Comunión: Durante todo el día Anna no comió más nada, queriendo expresar así su
profundo respeto y su alegría.
Una vida ofrecida por el papa y
la iglesia
En el
sentido más verdadero, justamente en el corazón del Vaticano, a la sombra de la
cúpula de San Pedro, se encuentra un convento consagrado a la “Mater
Ecclesiae”, a la Madre de la Iglesia. El simple edificio, usado en precedencia
para distintas finalidades, hace algunos años fue reestructurado para adecuarlo
a las necesidades de una orden contemplativa. El mismo Papa Juan Pablo II hizo
que este convento de clausura fuera inaugurado el 13 de mayo de 1994, el día de
la Virgen de Fátima; aquí las religiosas habrían consagrado su vida por las
necesidades del Santo Padre y de la Iglesia.
Esta tarea es confiada cada cinco años a una
orden contemplativa diferente. La primera comunidad internacional estaba
formada por Clarisas provenientes de seis países (Italia, Canadá, Ruanda,
Filipinas, Bosnia y Nicaragua). Más tarde llegaron las Carmelitas, que han
continuado a rezar y a ofrecer su vida por las intenciones del Papa. Desde el 7
de octubre del 2004, fiesta de la Virgen del Rosario, se encuentran en el
monasterio siete hermanas Benedictinas de cuatro nacionalidades. Una filipina,
una estadounidense, dos francesas y tres italianas.
Con
esta fundación, Juan Pablo II mostraba a la opinión pública mundial, sin
palabras, pero de modo muy claro, cuánto la escondida vida contemplativa sea
importante e indispensable, también en nuestra época moderna y frenética, y
cuál valor le atribuye a la oración en el silencio y sacrificio escondido. Si
él deseaba tener en sus cercanías a religiosas de clausura para que rezaran por
él y por su pontificado, esto también revela la profunda convicción que la
fecundidad de su ministerio de pastor universal y el éxito espiritual de su
inmensa obra provinieran, en primera línea, de la oración y del sacrificio de
otros.
También el Papa Benedicto XVI tiene la misma
profunda convicción. Dos veces fue a celebrar la Santa Misa en el convento de
“sus religiosas”, agradeciéndoles la ofrenda de su vida por él. Las palabras
que él dirigió el 15 de septiembre de 2007 a las Clarisas de Castelgandolfo,
sirve también para las religiosas de clausura del Vaticano:
“He aquí pues, queridas hermanas, lo que el
Papa espera de ustedes: que sean antorchas ardientes de amor, ‘manos unidas’
que velan en oración incesante, desapegadas totalmente del mundo, para sostener
el ministerio de aquel que Jesús llamó
para conducir su Iglesia”.
La Providencia dispuso realmente muy bien
que, bajo el pontificado de un Papa que tanto aprecia a San Benito, puedan
estarle cercanas de modo especial, justamente las hermanas Benedictinas.
Foto:
Encuentro con el Santo Padre Juan Pablo II en su biblioteca privada, el 23 de
diciembre de 2004.
Una
vida mariana cotidiana
No es
una casualidad que el Santo Padre haya elegido órdenes femeninas para esta
tarea. En la historia de la Iglesia, siguiendo el ejemplo de la Madre de Dios,
siempre fueron las mujeres a acompañar y a sostener, con la oración y el
sacrificio, el camino de los apóstoles y de los sacerdotes en su actividad
misionera. Por esto, las órdenes contemplativas consideran en su carisma “la
imitación y la contemplación de María”. Madre M. Sofía Cicchetti, actual priora
del monasterio, define la vida de su comunidad como una vida mariana cotidiana:
“Nada es extraordinario aquí. Nuestra vida contemplativa y claustral se
puede comprender sólo a la luz de la fe y del amor a Dios. En esta nuestra
sociedad consumista, hedonista, parece que casi han desaparecido sea el sentido
de la belleza y del estupor delante de las grandes obras, que Dios cumple en el
mundo y en la vida de cada hombre y cada mujer, sea la adoración hacia el
misterio de su amorosa presencia entre nosotros. En el contexto del mundo de
hoy, nuestra vida separada del mundo, pero no indiferente a éste, podría
parecer absurda e inútil. Sin embargo podemos alegremente testimoniar que no es
una pérdida dar el tiempo sólo para
Dios. Recuerda proféticamente a todos una verdad fundamental: la humanidad,
para ser auténtica y plenamente ella misma, tiene que anclarse en Dios y vivir
en el tiempo la dimensión del amor de Dios. Queremos ser como muchos ‘Moisés’
que, con los brazos alzados y el corazón dilatado por un amor universal pero
muy concreto, interceden por el bien y la salvación del mundo, convirtiéndose
así en ‘colaboradoras en el misterio de la Redención’ (Cf. Verbi
Sponsa, 3).
Nuestra tarea no se basa tanto
en el ‘hacer’ cuanto en el ‘ser’ nueva humanidad. A la luz de todo esto podemos
decir que nuestra vida es vida llena de sentido, no es para nada desperdicio o
derroche, ni cerrazón o fuga del mundo, sino alegre donación a Dios - Amor y a
todos los hermanos sin exclusión, y aquí en el ‘Mater Ecclesiae’ de modo
particular para el Papa y sus colaboradores”.
Sor Chiara - Cristiana, madre
superiora de las Clarisas de la primera comunidad en el centro del Vaticano,
dijo: “Cuando llegué aquí encontré la vocación en mi vocación: dar la vida
por el Santo Padre como Clarisa. Así fue para todas las otras hermanas”.
Madre M. Sofía confirma: “Nosotras
como Benedictinas, estamos intensamente unidas a la Iglesia universal y por lo
tanto sentimos un gran amor por el Papa dondequiera que estemos. Seguramente el
haber sido llamadas tan cerca de él - también físicamente - en este monasterio
‘original’ hizo profundizar aún más el amor hacia él. Tratamos de trasmitirlo
también a nuestros monasterios de origen. Nosotras sabemos que estamos llamadas
a ser madres espirituales en nuestra vida escondida y en el silencio. Entre
nuestros hijos espirituales tienen un lugar privilegiado los sacerdotes y los
seminaristas y cuantos se dirigen a nosotras pidiendo ayuda para su vida y su
ministerio sacerdotal, en las pruebas o desesperaciones del camino. Nuestra
vida quiere ser ‘testimonio de la fecundidad apostólica de la vida
contemplativa, a imitación de María Santísima, que en el misterio de la Iglesia
se presenta de modo eminente y singular como virgen y madre’” (Cf. LG 63).
Foto: Madre M.
Sofía Cicchetti ofrece al Santo Padre un accesorio para la S. Misa bordado a
mano por las religiosas.