El OBISPO
(Ponencia en el Curso de
Formación Permanente, de la Conferencia del Episcopado Mexicano, en Monterrey –
México, 1-5 de Setiembre del 2008)
En esta última ponencia quiero meditar
con vosotros, queridos hermanos, sobre el Obispo, con particular referencia al
Documento Conclusivo de Aparecida (DCA) y la realización de la Misión
Continental, allí decidida, así como, finalmente, proponer algunas sugerencias
para mantener una comunión paterna y amiga con su presbiterio. Para iniciar, me
refiero al llamado que el recordado Papa Juan Pablo II, en el clima del Gran
Jubileo del año 2000, lanzaba a los Obispos del mundo entero, en el documento
post-sinodal Pastores Gregis (PG), de
2003 . Allí, él decía: “dirijo un saludo fraterno y envío un beso de paz a
todos los Obispos que están en comunión con esta Cátedra, confiada primero a
Pedro para que fuera garante de la unidad y, como es reconocido por todos,
presidiera en el amor. Venerados y queridos Hermanos, os repito la
invitación que he dirigido a toda la Iglesia al principio del nuevo milenio:
Duc in altum! Más aún, es Cristo mismo quien la repite a los Sucesores de
aquellos Apóstoles que la escucharon de sus propios labios y, confiando en Él,
emprendieron la misión por los caminos del mundo: Duc in altum (Lc 5,
4)” (PG,5).
Enseguida, Juan Pablo II
sintetiza cómo este Duc in altum debe
ser traducido en el ejercicio de los tria
munera y añade: “Aunque se trate de una misión ardua y difícil, nadie debe
desalentarse. Con San Pedro y con los primeros discípulos, también nosotros
renovemos confiados nuestra sincera profesión de fe: 'Señor, ¡en tu nombre,
echaré las redes!' (Lc 5, 5). ¡En tu nombre, oh Cristo, queremos
servir a tu Evangelio para la esperanza del mundo! ».
De este modo, viviendo
como hombres de esperanza y reflejando en el propio ministerio la eclesiología
de comunión y misión, los Obispos deben ser verdaderamente motivo de esperanza
para su grey. Sabemos que el mundo necesita de la «esperanza que no defrauda» (Rm
5, 5). Sabemos que esta esperanza es Cristo. Lo sabemos, y por eso
predicamos la esperanza que brota de la Cruz [...], porque la Cruz es misterio
de muerte y de vida. La Cruz se ha convertido para la Iglesia en «árbol de la
vida». Por eso anunciamos que la vida ha vencido la muerte” (PG, 5).
Sobre la constitución del Colegio
Apostólico, a lo cual sucede el Colegio Episcopal en la Iglesia, recordemos el
texto del Evangelio de Marcos: “Jesús subió al monte y llamó a los que él
quiso, y se reunieron con él. Así
instituyó a los Doce, para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar,
dándoles poder para echar demonios” (Mc 3,13-15). Los Doce, por su parte,
después de la venida de Espíritu Santo, para que el ministerio apostólico
recibido de Cristo no se extinguiera con la muerte de ellos mismos, sino que
perdurara a través de los tiempos, impusieron las manos sobre los colaboradores
por ellos escogidos e invocaron sobre estos el Espíritu Santo, haciéndolos así
participantes de este ministerio. Sucesivamente, los sucesores de los Apóstoles,
o sea, los Obispos, también transmitieron de la misma forma su ministerio a
otros que los sucederían a través de los siglos hasta hoy. De este modo, “a
través de los Obispos y de los presbíteros que los ayudan, el Señor Jesucristo,
aunque está sentado a la derecha de Dios Padre, continúa estando presente entre
los creyentes. En todo tiempo y lugar Él predica la Palabra de Dios a todas las
gentes, administra los sacramentos de la fe a los creyentes y dirige al mismo
tiempo el pueblo del Nuevo Testamento en su peregrinación hacia la
bienaventuranza eterna. El Buen Pastor no abandona su rebaño, sino que lo
custodia y lo protege siempre mediante aquéllos que, en virtud de su
participación ontológica en su vida y su misión, desarrollando de manera
eminente y visible el papel de maestro, pastor y sacerdote, actúan en su nombre
en el ejercicio de las funciones que comporta el ministerio pastoral y son
constituidos como vicarios y embajadores suyos” (PG,6). Queridos hermanos, la vocación y el
ministerio de los Obispos es un don admirable de Cristo, entregado a su
Iglesia. Es también una señal de especial predilección del Señor en relación con
cada uno de nosotros, que de Él recibimos el llamado y el ministerio. Confiados
en este amor y fortificados por el Espíritu Santo, cuya unción nos hizo
realmente participantes del ministerio del único Pastor, Jesucristo, pedimos a Dios
que nos ayude a vivir y a realizar tan grande vocación y misión, en comunión
con todo el Colegio Episcopal y bajo la autoridad del sucesor de Pedro, en la
humildad y en la apertura constante al Espíritu, que dirige y anima la Iglesia
de Cristo.
Aparecida recuerda esta especial
vocación y ministerio de los Obispos, cuando los invita, por su parte, a que
sean discípulos y misioneros de Jesucristo, para que nuestros pueblos en Él tengan
Vida. Aparecida sabe que el Obispo es figura céntrica en la Misión continental.
Pues, la diócesis es una Iglesia Particular de la cual el Obispo es el Pastor,
constituido por Jesucristo. Dice el Documento Conclusivo:
“Reunida y alimentada por la
Palabra y la Eucaristía, la Iglesia católica existe y se manifiesta en cada
Iglesia particular, en comunión con el Obispo de Roma. Esta es, como lo afirma
el Concilio, ‘una porción del pueblo de Dios confiada a un obispo para que la
apaciente con su presbiterio’.
La Iglesia particular es
totalmente Iglesia, pero no es toda la Iglesia. Es la realización concreta del
misterio de la Iglesia Universal, en un determinado lugar y tiempo. Para eso,
ella debe estar en comunión con las otras Iglesias particulares y bajo el
pastoreo supremo del Papa, Obispo de Roma, que preside todas las Iglesias.
La maduración en el seguimiento
de Jesús y la pasión por anunciarlo requieren que la Iglesia particular se
renueve constantemente en su vida y ardor misionero” (DCA, 165-167).
Por lo tanto, el Obispo
conduce su Iglesia Particular y en ella es el “principio y fundamento visible
de unidad”, así como el sucesor de Pedro, el Papa, es “el principio y
fundamento perpetuo visible de unidad, así de los Obispos como de la multitud
de los fieles”, o sea, de la Iglesia Universal (cf. Lumen Gentium, 23). Para ser un verdadero pastor, por lo tanto, el
Obispo es quien debe ir al frente también como ejemplo de discípulo y
misionero, si quiere llevar su pueblo al discipulado y a la misión. El Papa
Juan Pablo II, en la Pastores Gregis,
para mostrar a los obispos el deber del ejemplo a su clero y al pueblo, cita
las palabras de Jesús en el lavado de los pies: “«Os he dado ejemplo...» (Jn
13, 15) (PG,42). Los obispos deben ser ejemplos de discípulos de Jesucristo y ejemplos de
misioneros.
Para ser discípulo, el
Obispo también recorre, de manera siempre nueva, el camino de la escucha de la
Palabra de Dios, que lo lleva al (re-)encuentro con la persona de Jesucristo,
muerto y resucitado. En este encuentro experimenta el amor de predilección que
el Señor tiene para con sus Apóstoles, escogidos para que “estuviesen con Él”.
De este encuentro el Obispo sale renovado y una vez más iluminado y deslumbrado
con el Maestro. Su fe se fortifica, como expresión de su adhesión incondicional
a Jesucristo y a su Reino. En este constante esfuerzo de mantener viva y
coherente su adhesión al Señor y su intimidad con Él, le ayuda, por ejemplo, la
“lectio divina”, la lectura orante de la Biblia y principalmente de los
Evangelios.
La Pastores Gregis, refiriéndose a “el obispo, oyente y custodio de la
Palabra”, dice: “para el Obispo, la vida de la Iglesia y la vida en
la Iglesia es una condición para el ejercicio de su misión de enseñar. El
Obispo tiene su identidad y su puesto dentro de la comunidad de los discípulos
del Señor, donde ha recibido el don de la vida divina y la primera enseñanza de
la fe. Todo Obispo, especialmente cuando desde su Cátedra episcopal ejerce ante
la asamblea de los fieles su función de maestro en la Iglesia, debe poder decir
como san Agustín: «considerando el puesto que ocupamos, somos vuestros
maestros; pero, respecto al único Maestro, somos con vosotros condiscípulos en
la misma escuela».112 En la Iglesia, escuela del Dios vivo, Obispos
y fieles son todos condiscípulos y todos necesitan ser instruidos por el
Espíritu” (PG,28).
En este contexto, la Pastores Gregis recuerda, con razón,
que: “Desde este punto de vista se manifiesta toda la riqueza del gesto
previsto en el Rito Romano de Ordenación episcopal, cuando se pone el
Evangeliario abierto sobre la cabeza del electo. Con ello se quiere expresar,
de una parte, que la Palabra arropa y protege el ministerio del Obispo y, de
otra, que ha de vivir completamente sumiso a la Palabra de Dios mediante la
dedicación cotidiana a la predicación del Evangelio con toda paciencia y
doctrina (cf. 2 Tm 4, 2) (PG,28). Oír y acoger la Palabra de Dios, el
Kerigma, el anuncio de la persona de Jesucristo, muerto y resucitado, y de su
Reino, para renovar el encuentro fuerte y vivo con El Señor y así renovar nuestra
intimidad y nuestra fe en Él, nuestro deslumbramiento delante del Maestro,
nuestra alegría de ser aceptados como sus discípulos y ser llamados para “estar
con Él”, para ser enviados por Él al mundo. Todo esto es parte esencial del
discipulado y del envío misionero que nosotros, obispos, recibimos del Señor,
en favor de su pueblo y de la humanidad entera.
Predicar el Kerigma para
conducir el pueblo a Jesucristo, predicar con la palabra y con el ejemplo, debe
ser la consecuencia de la escucha y de la acogida de la persona de Cristo por
parte del Obispo. Dijo Juan Pablo II: “todas las actividades del Obispo deben
orientarse a proclamar el Evangelio, «que es una fuerza de Dios para la
salvación de todo el que cree» (Rm 1, 16). Su cometido esencial es
ayudar al Pueblo de Dios a que corresponda a la Revelación con la obediencia de
la fe (cf. Rm 1, 5) y abrace íntegramente la enseñanza de Cristo. Podría
decirse que, en el Obispo, misión y vida se unen de tal manera que no se puede
pensar en ellas como si fueran dos cosas distintas: Nosotros, Obispos, somos
nuestra propia misión. Si no la realizáramos, no seríamos nosotros mismos.
Con el testimonio de la propia fe nuestra vida se convierte en signo visible de
la presencia de Cristo en nuestras comunidades. El testimonio de vida es para
el Obispo como un nuevo título de autoridad, que se añade al título objetivo
recibido en la consagración. A la autoridad se une el prestigio. Ambos son necesarios.
En efecto, de una se deriva la exigencia objetiva de la adhesión de los fieles
a la enseñanza auténtica del Obispo; por el otro se facilita la confianza en su
mensaje” (PG, 31).
El “estar con Él”, hace
del Obispo el discípulo de Cristo y lo califica para ser enviado como
misionero. La misión y el discipulado son para el Obispo, en su específico
ministerio, dos caras de la misma medalla. No se entendería un Obispo que no
fuera un discípulo, ni se puede entender un Obispo que no sea misionero. La Pastores Gregis, por eso, exhorta: “Toda su acción pastoral,
pues, debe estar caracterizada por un espíritu misionero, para suscitar y
conservar en el ánimo de los fieles el ardor por la difusión del Evangelio. Por eso es tarea del
Obispo suscitar, promover y dirigir en la propia diócesis actividades e
iniciativas misioneras [...].
Además, [...] es
sumamente importante animar la dimensión misionera en la propia Iglesia
particular promoviendo, según las diversas situaciones, valores fundamentales
tales como el reconocimiento del prójimo, el respeto de la diversidad cultural
y una sana interacción entre culturas diferentes. Por otro lado, el carácter
cada vez más multicultural de las ciudades y grupos sociales, sobre todo como
resultado de la emigración internacional, crea situaciones nuevas en las que
surge un desafío misionero peculiar” (PG,65).
Esa realidad misionera del
Obispo, fundamentada en el ser discípulo, constituye necesariamente el centro
vivo y propulsor de la Misión continental, aprobada en Aparecida. De hecho, el
momento más expresivo de esta responsabilidad misionera que nosotros, Obispos
delegados del Episcopado de América Latina y Caribe, asumimos en Aparecida, en
nombre de todos los queridos Hermanos Obispos de este continente, fue cuando
decidimos la Misión Continental, como consta en el Documento Conclusivo. En el
texto, decimos que deseamos despertar la Iglesia en América Latina y Caribe “para un gran impulso misionero”.
Consideramos este tempo un kairós, “hora de gracia”, que no se puede desperdiciar.
Sentimos la
necesidad de “un nuevo Pentecostés”!
“¡Necesitamos salir al encuentro
de las personas, las familias, las comunidades y los pueblos para comunicarles y
compartir el don del encuentro con Cristo, que ha llenado nuestras vidas de “sentido”,
de verdad y amor, de alegría y de esperanza! No podemos quedarnos tranquilos en
espera pasiva en nuestros templos, sino urge acudir en todas las direcciones
para proclamar que el mal y la muerte no tienen la última palabra, que el amor
es más fuerte, que hemos sido liberados y salvados por la victoria pascual del
Señor de la historia, que Él nos convoca en Iglesia, y que quiere multiplicar
el número de sus discípulos y misioneros en la construcción de su Reino en
nuestro Continente. Somos testigos y misioneros: en las grandes ciudades y
campos, en las montañas y selvas de nuestra América, en todos los ambientes de
la convivencia social, en los más diversos “areópagos” de la vida pública de
las naciones, en las situaciones extremas de la existencia, asumiendo ad
gentes nuestra solicitud por la misión universal de la Iglesia” (DCA, 548).
“Este despertar misionero, en
forma de una Misión Continental, [...] requerirá la decidida colaboración de
las Conferencias Episcopales y de cada diócesis en particular. Buscará poner a la
Iglesia en estado permanente de misión. Llevemos nuestras naves mar adentro, con
el soplo potente del Espíritu Santo, sin miedo a las tormentas, seguros de que
la Providencia de Dios nos deparará grandes sorpresas. (DCA, 551).
Finalmente, les pido permiso, queridos
Hermanos Obispos, para dar algunas sugerencias prácticas, que ayuden a
construir una dinámica comunión del Obispo con su presbiterio y con cada
presbítero personalmente. Antes que nada, recomiendo vivamente la lectura del Directorio para el ministerio pastoral de
los Obispos y del Directorio para el
ministerio y la vida de los Presbíteros. Son directivas de extraordinario
valor que quieren ser una ayuda fraterna de la Santa Sede a los Obispos y a los
presbíteros.
En
cuanto a la comunión entre el Obispo y sus presbíteros, es bueno recordar a San
Ignacio de Antioquía (sec. I e inicio del sec. II). Son conocidas sus Cartas a
algunas Iglesias locales, escritas cuando él era conducido a Roma para su
martirio. Mientras viajaba, bajo la vigilancia de los soldados que lo llevaban prisionero
a Roma, Ignacio, mediante sus cartas, confirmaba las Iglesias por donde pasaba
o que le enviaban embajadas para saludarlo y animarlo. El tema central de las
cartas era normalmente la unidad de la Iglesia y la necesaria comunión de la
comunidad y del clero (presbíteros y diáconos) con su Obispo. Cito, como
ejemplo, algunos pequeños textos de sus Cartas. A la Iglesia de Éfeso,
dirigiéndose a toda la comunidad, dice: “conviene caminar de acuerdo con el
pensamiento de vuestro obispo, lo cual vosotros ya hacéis. Vuestro presbiterio,
... está conforme con su obispo como las cuerdas a la cítara” (IV). A los
Trallianos, él dice: “Necesario es, por tanto, ... que no hagáis cosa alguna
sin contar con el obispo; antes someteos también al colegio de los presbíteros,
como a los Apóstoles de Jesucristo, esperanza nuestra” (n.2); “permaneced en
vuestra concordia y en oración los unos con los otros. Porque os conviene a
cada uno de vosotros, y de modo más especial a los presbíteros, el alegrar el
alma de vuestro obispo en el honor del Padre [y en el honor] de Jesucristo y de
los apóstoles” (n.12). En la Carta a los fieles de Filadelfia, dice: “Todos
aquellos que son de Dios y de Jesucristo, están también con el Obispo [...];
preocupaos en participar de una sola eucaristía. Una sola es la carne de
nuestro Señor Jesucristo y un solo cáliz para unirnos con su sangre; un solo
altar, así como no hay más que un solo obispo” (nn.3 y 4).
Añado lo que se lee en la Pastores Gregis: “Al describir la
Iglesia particular, el decreto conciliar Christus Dominus la define con
razón como comunidad de fieles confiada a la cura pastoral del Obispo « cum
cooperatione presbyterii ».181 En efecto, entre el Obispo
y los presbíteros hay una communio sacramentalis en virtud del
sacerdocio ministerial o jerárquico, que es participación en el único
sacerdocio de Cristo y, por tanto, aunque en grado diferente, en virtud del
único ministerio eclesial ordenado y de la única misión apostólica” (PG,47). Eso significa que la relación de verdadera comunión y
colaboración entre el Obispo y el presbítero requiere un cuidado y un cultivo
permanente para el bien espiritual de la comunidad y para la misión en el
mundo. En verdad, se espera que el Obispo, iluminado y animado por el Espíritu
de Jesucristo, sea siempre el primero en vivificar esta comunión. “El Obispo ha de tratar
de comportarse siempre con sus sacerdotes como padre y hermano que los quiere,
escucha, acoge, corrige, conforta, pide su colaboración y hace todo lo posible
por su bienestar humano, espiritual, ministerial y económico” (PG, 47).
En el ámbito de la comunión entre
el Obispo y sus presbíteros, pienso poder sugerir, por lo tanto:
1) Obispo padre, hermano y amigo de sus presbíteros
La comunión del Obispo con sus
presbíteros debe estar fundamentada en la caridad y en la fe. Jesucristo, el
Buen Pastor, realiza esta comunión, por el don de Espíritu Santo y por el sacramento
del Orden que el Obispo recibe en plenitud y los presbíteros en segundo grado.
Por eso, El Obispo, sucesor de los apóstoles, principio visible de la unidad de
su Iglesia Particular, es la cabeza de esta comunidad de pastores, al servicio
de la porción del Pueblo de Dios, que constituye la comunidad diocesana. Esta
comunión entre Obispo y sus presbíteros pertenece, por lo tanto, a la
naturaleza del servicio pastoral que la Iglesia ofrece al pueblo fiel. Esta
comunión debe ser alimentada, promovida y acogida concretamente tanto por el
Obispo cuanto por los presbíteros.
El Obispo, sin embargo, necesita
ser el modelo de esta comunión. Él la preside, organiza y guía. Él, por lo
tanto, es también el primero que debe vivirla, tanto en relación al conjunto de
los presbíteros como en relación con cada presbítero en particular. Ser padre, hermano
y amigo, es así como el Directorio para
el Ministerio Pastoral de los Obispos define la relación concreta y
cotidiana del Obispo en relación a sus sacerdotes. En consecuencia, dice el
Directorio: “En el ejercicio de su ministerio, el Obispo se comporte con sus
sacerdotes no tanto como un mero gobernante con los propios súbditos, sino más
bien como un padre y amigo.(191) Comprométase totalmente a favorecer un clima
de afecto y de confianza, de modo que sus presbíteros respondan con una
obediencia convencida, grata y segura. [...]Tenga igual cuidado y atención
hacia cada uno de los presbíteros […]El Obispo favorezca el espíritu de
iniciativa de sus sacerdotes, evitando que la obediencia sea comprendida de
manera pasiva e irresponsable. Haga lo posible a fin de que cada uno dé lo
mejor de sí y se entregue con generosidad, poniendo las propias capacidades al
servicio de Dios y de la Iglesia, con la madurez de los hijos de Dios” (n. 76).
Para concretizar este ejercicio
de comunión de la parte del Obispo, el Directorio sugiere que el Obispo conozca
personalmente cada uno de los presbíteros, nutra y manifieste públicamente su
estima por los presbíteros y por cada uno de ellos, respete y haga respetar los
derechos de ellos y los defienda de críticas y difamaciones, organice las
actividades pastorales del presbiterio, desarrolle y favorezca la comunión
fraterna entre los presbíteros, acoja a quienes quieren vivir una forma de vida
comunitaria entre ellos, tenga total atención y caridad para con los
presbíteros enfermos, los ancianos, los que enfrentan problemas; esté atento si
algún sacerdote no tiene suficientes condiciones económicas de vida.
2) Promover una Pastoral Presbiteral
El Obispo tiene en el Consejo Presbiteral
la normal institución diocesana que lo ayuda en el acompañamiento de la vida y
del ministerio de los presbíteros. Pero, dado que las tareas del Consejo
Presbiteral comprenden un campo mucho más vasto, es decir, “ayudar el Obispo en
el gobierno de la diócesis, a fin de promover al máximo el bien pastoral de la
porción del pueblo de Dios que le fue confiada” (CIC, can. 495 § 1), en muchas
diócesis ya se constituyó una Pastoral Presbiteral, o sea, un pequeño equipo de
presbíteros (tres o cuatro) -y a veces también laicos- con el Obispo, que se
dedican al acompañamiento específico de los presbíteros en los varios campos de
su vida y ministerio, con especial atención a los que viven problemas, tanto de
relación con el Obispo como con el pesbiterio o con el pueblo, o problemas de
digna sustentación, de salud, de edad, de espiritualidad y otros. Los
resultados generalmente son excelentes.
3) Acompañar de modo especial los presbíteros jóvenes
Esta fue siempre una preocupación
de la Iglesia. De hecho, el neo-presbítero, en los primeros años de su
ministerio, necesita ser acompañado de modo especial por su Obispo, que deberá
buscar que el nuevo sacerdote sea introducido en la vida y en el ministerio
presbiteral con seguridad, serenidad y apoyo, para que pueda progresar en este
camino y sentirse bien en su nueva condición. Incluso su formación intelectual,
humana, espiritual y pastoral debe ser continuada, aunque teniendo en cuenta
que ya está en la actividad sacerdotal-pastoral. Cuando un neo-presbítero
recibe su primer nombramiento, tiene necesidad de este acompañamiento paternal
y amigo de su Obispo y también de sus compañeros sacerdotes. Cuando es
nombrado, por ejemplo, para Vicario Parroquial, es muy importante que el
párroco que lo recibe sea un sacerdote ejemplar, acogedor y buen pastor. Una
experiencia negativa en el primer trabajo pastoral que le fuera confiado, en
general, dejaría por mucho tiempo una herida dolorosa y una especie de
desilusión en el joven sacerdote. La sabiduría y el buen ejemplo de su primer
párroco ayudarán substancialmente al neo-sacerdote a sentirse seguro en su
ministerio y animado para el futuro. A los jóvenes sacerdotes la Pastoral
Presbiteral, y el Obispo en primera persona, deberán acompañar con amor
especial, constante escucha y estimulo. Y, obviamente, acompañarlos con la oración.
4) Desarrollar la espiritualidad de los Presbíteros
De modo general, es necesario
recordar que el presbítero se santifica ejerciendo fielmente los tres munera de su ministerio. Además, el Documento
Conclusivo de Aparecida ofrece un itinerario excelente para renovar la vida
espiritual de los presbíteros en nuestras diócesis. El camino del discipulado y
de la misión se constituye ciertamente en una escuela preciosa de
espiritualidad. El Obispo que condujera sus presbíteros por este camino, verá
con certeza grandes frutos. Este camino incluirá la centralidad de la
Eucaristía en la vida de los sacerdotes con la celebración cotidiana de la
Santa Misa, la escucha constante de la Palabra de Dios (“lectio divina”), el
recurso al sacramento de la Reconciliación, la oración del Oficio Divino de las
Horas, la oración personal y la meditación, la adoración eucarística (visitas
al SS. Sacramento), la devoción mariana con recitación diaria del Rosario, los
Ejercicios Espirituales, las concelebraciones eucarísticas con el Obispo y con
el presbiterio y tantas otras formas y oportunidades de alimentar la vida
espiritual.
5)
Fortalecer la vivencia del celibato sacerdotal
El
celibato por amor al Reino de Dios, como Jesús lo propone, sólo puede ser
entendido suficientemente a la luz de la fe. Es un don, un carisma, que Dios
concede a algunos de sus discípulos y discípulas, sea para la vida consagrada,
sea para la vida sacerdotal. La Iglesia latina solicita este carisma en los
candidatos al sacerdocio. Para los sacerdotes se trata también de una ley canónica,
pero en su naturaleza profunda debe ser más que una obligación canónica, o sea,
debe ser un don de Dios que el Obispo pueda discernir en el candidato, de lo contrario
no debe ordenarlo. Pero la experiencia muestra que hay cierto número de
sacerdotes que posteriormente son infieles al celibato. Tal vez porque nunca
habían recibido este carisma y en el tiempo de formación en el seminario hubo un
engaño en el discernimiento. Éstos no debían haber sido ordenados. Puede haber también
quienes recibieron el carisma, pero durante su vida sacerdotal, por diversos
motivos y circunstancias, lo perdieron.
La experiencia muestra también
que la pérdida del carisma ocurre muchas veces por falta de espiritualidad, que
lleva a un debilitamiento de la fe e incluso a su pérdida y, de ese modo, a la
pérdida del sentido verdadero del celibato por amor al Reino de Dios. Por otro
lado, cuando analizamos la sociedad actual post-moderna y su cultura, debemos concluir
que éstas no favorecen la comprensión y la vivencia del sentido profundo del celibato
sacerdotal. Al contrario, le son adversas, cuando no incluso lo ridiculizan.
Todo esto muestra la gran necesidad de ayudar a los presbíteros a entender el
sentido profundo de su celibato y a vivirlo en el mundo de hoy. El Obispo, por
lo tanto, necesita acompañar de cerca a sus presbíteros y ofrecerles toda la ayuda
posible en este campo.
6) Perfeccionar la Pastoral Vocacional y la formación en
los Seminarios
Para tener buenas vocaciones en
la sociedad actual y formarlas adecuadamente en los Seminarios, nuestras
diócesis necesitan de una calificada y dinámica Pastoral Vocacional. Todo
comienza y debe ser acompañado por la oración y el apoyo de la comunidad
parroquial. Las propias familias católicas requieren una orientación para que
sepan acoger y ayudar a discernir la vocación sacerdotal de alguno de sus
hijos. La Pastoral Vocacional asume este discernimiento y la orientación junto
con la familia y el párroco, un discernimiento y selección que deben ser rigurosos,
antes de enviar el candidato al seminario. En el seminario este discernimiento
continúa hasta la eventual ordenación. Cuando se manifiesta que el candidato
carece de las condiciones exigidas por la Iglesia, o al menos se duda
seriamente, entonces no se debería ser muy liberal y disculpar el candidato
diciendo que “¡él se está esforzando!”. Al mismo tiempo, la formación
seminarística humana, intelectual, espiritual y pastoral debe ser calificada y
exigente.
7) Ayudar los sacerdotes que andan con problemas
Una selección rigurosa de los
candidatos al sacerdocio y una exigente formación en los Seminarios disminuirán
substancialmente en el futuro el número de sacerdotes con problemas graves.
Pero aún así habrá algunos que por motivos varios tendrán o causarán problemas.
A todos ellos se deberá dar un debido, caritativo y justo apoyo para que puedan
superar sus problemas. A los que tienen culpa personal en sus problemas, será
necesario corregirlos con caridad y justicia, según las normas y orientaciones de
la Iglesia.
8) Promover la formación permanente de los presbíteros
La Iglesia no se cansa de
insistir en la necesidad de la formación permanente de los presbíteros. Dice la Pastores Gregis: “El afecto especial
del Obispo por sus sacerdotes se manifiesta como acompañamiento paternal y
fraterno en las etapas fundamentales de su vida ministerial, comenzando ya en
los primeros pasos de su ministerio pastoral. Es fundamental la formación
permanente de los presbíteros, que para todos ellos es una «vocación en la
vocación», puesto que, con la variedad y complementariedad de los aspectos que
abarca, tiende a ayudarles a ser y actuar como sacerdotes al estilo de Jesús”
(n.47).
Hoy la humanidad que nosotros los
pastores debemos evangelizar, cambia velozmente. La cultura, la visión de
mundo, la percepción ética, el pensamiento y el estilo de vida en general,
cambian gracias a la dinámica del irresistible adelanto humano. ¿Cómo llevar entonces
el anuncio de la persona de Jesucristo, muerto y resucitado, y de su Reino a
los hombres de hoy? ¿Cómo hacer la catequesis en una sociedad post-moderna,
secularizada, laicista, relativista, consumista, filo-transgresiva, indiferente
para con todo que dice respeto a la religión, si no frontalmente
anti-religiosa, una sociedad que tiene miedo de una verdad fundante y universal
y por eso cultiva un llamado “pensamiento débil” que rechaza toda verdad
absoluta y universal?
Para adquirir una comprensión
verdadera del momento histórico en que vivimos, es preciso, por lo tanto, un
constante estudio. Es preciso fomentar una formación y una información
renovadas y sistemáticas. Es preciso profundizar en el conocimiento, en el diálogo
con la sociedad de hoy y con la cultura, o mejor, con las diferentes culturas.
Se comprende, de este modo, que cada diócesis debe procurar al menos periódicas
oportunidades de formación permanente para su presbiterio.
9) Promover el uso de los medios modernos de comunicación.
La nueva evangelización misionera
que Aparecida decidió realizar en una Misión continental requiere, sin duda,
también el uso de los grandes medios de comunicación moderna, desde el
periódico escrito, pasando por la radio y televisión, hasta Internet. Estar
presentes en estos medios y evangelizar los comunicadores y a través de ellos
llevar el mensaje cristiano. Pero también la Iglesia debe buscar tener sus
propios medios, lo que en verdad no es siempre fácil, por los costes de la
tecnología y de un equipo de profesionales.
Internet está presente también y
de modo irreversible. Es un prodigioso medio de comunicación, tanto para la
información, cuanto para la formación y el entretenimiento. Está al alcance de
la gran mayoría de nuestros presbíteros, que en Internet pueden encontrar
grandes riquezas de contenidos e informaciones, pero también mucha basura y
pornografía. ¿Cómo ayudar nuestros presbíteros a usar con eficacia y
responsabilidad este modernísimo y atractivo medio de comunicación? Los Obispos
no pueden esperar; al contrario, necesitan cuanto antes discutir abiertamente
esta nueva realidad de la telemática con su clero.
10) Elaborar un Plan de Pastoral que asuma Aparecida y,
en especial, la Misión continental.
La importancia y necesidad de
planear la pastoral diocesana ya se hizo algo obvio para todos nosotros. Eso no
minimiza el primado de la gracia, o sea, que es Dios quien realiza su Reino; es
Él quien conduce su Iglesia; es Él quien da el don de la fe, libremente, para
quien está abierto a este don salvador; es Él quien actúa en la Iglesia, en el
mundo y en la historia. Pero Él quiere hacernos
partícipes en este designio salvador, nos llama, nos transforma en discípulos
de Jesús y nos envía. Él nos quiere actuando con responsabilidad, excelencia y
organización. De ahí la necesidad de que planeemos nuestra acción pastoral y
misionera, manteniendo nuestros ojos fijos en el Señor y en su plan de
salvación. Por esta razón nos reunimos en Aparecida. Por esta razón debemos
ahora planificar los contenidos de Aparecida, principalmente la Misión
continental. Hagamos entonces un nuevo plan de pastoral que lleve nuestras
comunidades y cada fiel a que sean discípulos y misioneros.
i) Renovar las parroquias para que sean misioneras
Aparecida, con mucha sabiduría y
lucidez, nos llama la atención sobre la necesidad de renovar nuestras parroquias
si queremos ser una Iglesia decididamente misionera. El Documento conclusivo
trata bastante largamente esta necesaria renovación de la parroquia. No será
fácil, porque renovar y cambiar estructuras tradicionales, que viene de los
tiempos agrarios, exige mucho esfuerzo, determinación y dedicación. ¿Cómo
vencer la inercia y ponerse a camino? Si nos adentramos en el texto de
Aparecida, encontraremos el camino. Pero es necesario comenzar sin dilaciones.
Conclusión
Invoquemos a Jesucristo, el Buen
Pastor, para que haga de nosotros sus discípulos y misioneros en este momento
histórico de nuestro continente. Abramos el corazón a la invitación calurosa
del amado Papa Benedicto XVI, que convocó la Conferencia de Aparecida para dar
un nuevo impulso y nuevos horizontes a la nuestra evangelización, mostrándonos
la necesidad y urgencia de una misión dentro de nuestras propias comunidades ya
constituidas, cuyos destinatarios primeros deben ser los católicos alejados,
pero también todos aquellos que poco o nada conocen de Jesucristo. Pidamos las
luces y la unción de Espíritu Santo, que es el alma de la vida misionera de la
Iglesia. Alabemos al Padre que nos amó primero y nos envió su Hijo hecho
hombre, Jesucristo, para que, como Buen Pastor, nos reconduzca a Él, en Espíritu
Santo. No desperdiciemos la gracia que el Señor concede a la su Iglesia en
América Latina y Caribe, convocándola para una Misión continental.
Cardenal Claudio Hummes
Arzobispo Emerito de San Pablo
Prefecto de la Congregación para el Clero