LA IDENTIDAD DEL SACERDOTE, SACERDOCIO Y POLÍTICA, FUNCIONALISMO.........
1. Al comienzo de esta exposición quisiera hacer dos precisiones.
Primera: para tratar el tema de la identidad sacerdotal me centraré
principalmente en lo elaborado al respecto por la Quinta Conferencia del
Episcopado Latinoamericano en Aparecida, pues considero que puede ser un aporte
singular desde la perspectiva de nuestro continente. Segunda: los temas
“sacerdocio y política” y “funcionalismo” los consideraré en relación a la concepción
expuesta sobre la identidad del sacerdote.
2.
La identidad del presbítero, si bien desde el punto de vista dogmático es
clara, conviene también que sea considerada teniendo en cuenta la realidad que
le toca vivir, pues lo específico del presbítero está “en tensión”; tensión de vida desafiada en su misma
identidad, en su cultura, en sus estructuras, en sus procesos de formación y
vínculos.[1] Este punto de vista como método para abordar
la identidad sacerdotal puede ayudarnos a comprender tantos matices actuales de
la especificidad sacerdotal. Por otra parte el subrayar la existencia
tensionada del sacerdote que lucha por mantener su identidad excluye, desde el
vamos, cualquier concepción del presbiterado como “carrera eclesiástica” con
sus pautas de progreso, escalafón, retribuciones, etc..
3.
Sobre este trasfondo de método se puede definir la IDENTIDAD del PRESBÍTERO
respecto a la comunidad con dos rasgos.
En primer lugar como don[2]
en contraposición a delegado o representante[3].
En segundo lugar destacar la fidelidad en la invitación del Maestro
contraponiéndola a la gestión. La iniciativa viene siempre de Dios: la
unción del Espíritu Santo, la especial unión con Cristo cabeza, invitación a la
imitación del Maestro. El hecho de subrayar la iniciativa divina coloca al
presbítero en la dimensión de elegido-enviado, es decir dentro de un
horizonte, permítaseme la palabra, más bien “pasivo”, en el cual el
protagonista principal es el Señor. En este sentido también se condiciona tanto
la autonomía personal como su actividad pues, al ser elegido-enviado, su
identidad en la actividad será la de un “pastor conducido” o, dicho de un modo
más plástico, la de un “conductor conducido”.
4.
Conviene no olvidar que IDENTIDAD dice a PERTENENCIA; se es en la medida
en que se pertenece. El presbítero “pertenece” al pueblo de Dios, del que fue
sacado y al que es enviado y del que forma parte. En Aparecida se subraya esta
pertenencia eclesial para todos los discípulos misioneros[4]
que es clave también para el presbítero: se habla de CON-VOCACIÓN a la
comunión en la Iglesia, y se afirma que “la fe en Jesucristo nos llegó a través
de la comunidad eclesial y ella nos da una familia, la familia universal de
Dios en la Iglesia Católica”. Y señala la situación existencial de quien no
entra en esta pertenencia comunional: el aislamiento del yo. La
conciencia aislada de la marcha del pueblo fiel de Dios es uno de los mayores
daños a la persona del presbítero porque afecta a su identidad en cuanto está
disminuida parcial o selectivamente su pertenencia a ese pueblo. Se podrían
buscar diversos ejemplos de situaciones de conciencia aislada que, en
los hechos, niegan la afirmación comunional; pero la referencia fundamental de
la identidad siempre es esa “dimensión constitutiva del acontecimiento
cristiano: la pertenencia a una comunidad concreta, en la que podamos
vivir una experiencia permanente de discipulado y de comunión con los sucesores
de los apóstoles y con el Papa”. Nótese que dice “comunidad concreta”, es decir
Iglesia particular o comunidades más acotadas dentro de la Iglesia particular
(p.ej. la parroquia) y no una comunidad “espiritualizada” sin raigambre
concreto. Lo que en definitiva le confiere identidad al presbítero es su
pertenencia como presbítero al pueblo de Dios concreto, y lo que le quita o
confunde su identidad es precisamente el aislamiento de su conciencia respecto
de ese pueblo y su pertenencia a cualquier convocatoria de tipo gnóstico o
abstracto, es decir la tentación de ser cristiano sin Iglesia. “El ministerio
sacerdotal que brota del Orden Sagrado tiene una radical forma comunitaria.[5]
5.
El realizador de esta comunión y, por tanto, de esta pertenencia comunional del
presbítero al pueblo de Dios es el Espíritu Santo. Dado que él impregna y
motiva todas las áreas de la existencia, entonces también penetra y configura
la vocación específica de cada uno. Así se forma y desarrolla la espiritualidad
propia de presbíteros, de religiosos y religiosas, de padres de familia, de
empresarios, de catequistas, etc.. Cada una de las vocaciones tiene un modo
concreto y distintivo de vivir la espiritualidad, que da profundidad y
entusiasmo al ejercicio de sus tareas.[6]
Es decir, el Espíritu Santo es el autor de las diferencias en la Iglesia, y la
vida presbiteral es una de las realidades de esta variedad... pero no se trata
de una variedad estática porque es el mismo Espíritu quien impulsa y armoniza
todo: él no nos cierra en una
intimidad cómoda sino que nos convierte en personas generosas y creativas,
felices en el anuncio y el servicio misionero.[7]
Y va más allá todavía la acción del Espíritu: “nos vuelve comprometidos con los
reclamos de la realidad y capaces de encontrarle un profundo significado a todo
lo que nos toca hacer por la Iglesia y por el mundo”.[8]
Resumiendo: la comunión eclesial de la que participa el presbítero está
realizada por el Espíritu Santo quien, por su parte, crea las diferencias y,
por otra las “vocaciona”, i.e. las pone en movimiento al servicio del anuncio
misionero, las sensibiliza y compromete a los reclamos de la realidad. El
Espíritu diferencia y armoniza; en esta armonía se da la vocación presbiteral,
(armonía de diferencias, pero armonía comunional). Nada que ver con la
conciencia aislada de la autopertenencia solitaria o de grupos selectivos (la
“intimidad cómoda”). El Espíritu Santo, además nos introduce en el Misterio
(cfr. Ju. 16:13) y será también quien impulse a la misión (cfr. Hech. 2: 1-36).
En este sentido protege la integridad de la Iglesia y la salva de dos
caricaturas. Sin el Espíritu Santo corremos el riesgo de desorientarnos en la comprensión de la fe y se termina en
una propuesta gnóstica; y también corremos el riesgo de no ser “enviados” sino
de “salir por las nuestras” y terminar desorientados en mil y una formas de
autorreferencialidad. Al introducirnos en el Misterio, Él nos salva de una
Iglesia gnóstica; al enviarnos en misión nos salva de una Iglesia
autorreferencial.
La imagen del Buen
Pastor
6.
En la descripción de la identidad del presbítero es necesario subrayar la imagen
del Buen Pastor. La primera exigencia
es que el párroco sea un auténtico discípulo de Jesucristo, porque solo
un sacerdote enamorado del Señor puede renovar una parroquia. Pero, al
mismo tiempo, debe ser un ardoroso misionero que vive el constante anhelo
de buscar a los alejados y no se contenta con la simple
administración[9]. Aquí
aparece nuevamente la antinomia don-gestión: al concebir el ministerio como un
don se supera el planteo del funcionalismo, exitista o no, y se concibe el
trabajo apostólico, en este caso la parroquia, desde la óptica discípulo-
misionero. La imagen del Buen Pastor ad intra implica discípulos enamorados y
ad extra apunta a ardorosos misioneros servidores de la vida.[10]
7.
Los adjetivos que califican la misión son fuertes: “ardorosos misioneros”[11],
“entrega apasionada a su misión pastoral”[12]
“sacerdote enamorado del Señor”[13].
Se trata de algo más que un buen trabajo de anuncio. Hay un compromiso
afectivo- existencial en esta misión, que lleva a “cuidar” del rebaño a
ellos confiado”[14]. La acción
de cuidar implica dedicación esforzada y ternura; también entraña una
valoración personal y situacional del rebaño: se cuida lo que es frágil, lo que
es valioso, lo que puede estar en peligro... Y el origen de este cuidar
ardoroso y apasionado nace y echa raíces en la misma “conciencia de pertenencia
a Cristo”[15]. Cuando
ésta crece en razón de la gratitud y alegría que produce, crece también el
ímpetu de comunicar a todos el don de ese encuentro. La misión no se limita
a un programa o proyecto, sino que es compartir la experiencia del
acontecimiento del encuentro con Cristo, testimoniarlo y anunciarlo de persona
a persona, de comunidad a comunidad y de la Iglesia a todos los continentes del
mundo.[16]
8.
Este ardor misionero es obra del Espíritu Santo; “se basa en la docilidad al
impulso del Espíritu, a su potencia de vida que moviliza y transfigura todas
las dimensiones de la existencia. No es una experiencia que se limita a los
espacios privados de la devoción, sino que busca penetrarlo todo con su fuego y
su vida. El presbítero, movido por el impulso y el ardor que proviene del
Espíritu, aprende a expresarlo en el trabajo, en el diálogo, en el servicio, en
la misión cotidiana”.[17]
9.
Para concluir este punto del ardor misionero quiero recordar que Juan
Pablo II nos llamaba a ejercer el “ardor” de la nueva evangelización, y Pablo
VI, en uno de los más bellos y vigorosos documentos postconciliares, nos
exhortaba al celo apostólico, al fervor espiritual, a conservar la dulce y confortadora
alegría de evangelizar.[18] Allí denuncia los principales obstáculos que
se oponen a la evangelización: “la falta de fervor, tanto más grave cuanto que
viene de dentro. Dicha falta de fervor se manifiesta en la fatiga y desilusión,
en la acomodación al ambiente y en el desinterés, y sobre todo en la falta de
alegría y de esperanza”[19].
Pablo VI marca claramente la ruta del evangelizador, en este caso del presbítero evangelizador, por los parámetros de la
parresía y la hypomoné. Nos pide un ímpetu interior que responda a
las angustias y esperanzas del mundo actual que busca recibir la evangelización
“no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos,
sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes
han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo y aceptan consagrar
su vida a la tarea de anunciar el reino de Dios y de implantar la Iglesia en el
mundo”[20].
Dos virtudes que hacen al perfil del presbítero son, pues, el fervor apostólico
(la parresía) y el aguante frente a las dificultades para llevar adelante la
evangelización (la hypomoné). Ambas se oponen a toda forma de funcionalismo y
mundanidad espiritual.
10.
La actitud de servicio es una de las características que el documento de
Aparecida pide a los sacerdotes. Nace de la doble dimensión: discípulos
enamorados y ardorosos misioneros, y -de manera especial– se subraya para con
los más débiles y necesitados. Señala el principal trabajo de estos presbíteros:
“cuidar del rebaño a ellos confiados y buscar a los más alejados”; pide
que sean “presbíteros-servidores de la vida: que estén atentos a las
necesidades de los más pobres, comprometidos en la esfera de los derechos de
los más débiles y promotores de la cultura de la solidaridad. También de presbíteros
llenos de misericordia, disponibles para celebrar el sacramento de la
reconciliación”.[21] [22]
11.
Junto a este acercarse a y comprometerse con los pobres en todas las periferias
de la existencia, es necesaria en el presbítero la experiencia espiritual de la
misericordia. La misericordia del Dios de la Alianza rico en misericordia. Nos
reconocemos como comunidad de pobres pecadores, mendicantes de la misericordia
de Dios...[23] y
necesitados de abrirnos a “la misericordia del Padre”[24].
Esta conciencia de pecador es fundamental en el presbítero. Nos salva de
ese peligroso deslizarse hacia una habitual (y hasta diría normal) situación de
pecado, aceptada, acomodada al ambiente, que no es otra cosa sino corrupción.
Presbítero pecador sí, corrupto no.
12.
Al considerarse vivencialmente como pecador el presbítero se hace, “a imagen
del Buen Pastor,... hombre de la misericordia y la compasión, cercano a su
pueblo y servidor de todos”[25]
crece en “el amor de misericordia para con todos los que ven vulnerada su vida
en cualquiera de sus dimensiones, como bien nos muestra el Señor en todos sus
gestos de misericordia”[26].
Se le pide al presbítero “una espiritualidad de la gratitud, de la
misericordia, de la solidaridad fraterna”[27]
y que tenga, como Jesús, una particular misericordia con los pecadores [28]
y entrañas de misericordia en la administración del sacramento de la
reconciliación[29]. La postura
del sacerdote en este sacramento y en general ante la persona pecadora ha de ser
precisamente ésta: la de entrañas de misericordia. Suele suceder que
muchas veces nuestros fieles, en la confesión, se encuentran con sacerdotes
laxistas o sacerdotes rigoristas. Ninguno de los dos logra ser testigo del amor
de misericordia que nos enseñó y nos pide el Señor porque ninguno de los dos se
hace cargo de la persona; ambos –elegantemente- se los sacan de encima. El
rigorista lo remite a la frialdad de la ley, el laxista no lo toma en serio y
procura adormecer la conciencia de pecado. Sólo el misericordioso se hace cargo
de la persona, se le hace prójimo, cercano, y lo acompaña en el camino de la
reconciliación. Los otros no saben de projimidad y prefieren sacarle el cuerpo
a la situación, como lo hicieron el sacerdote y el levita con aquel apaleado
por los ladrones en el camino de Jerusalén a Jericó.
13.
En el nº 6 decía que la imagen del Buen Pastor suponía, dos dimensiones: una ad
intra, la de los discípulos enamorados del Señor y otra ad extra, la de ardorosos
misioneros. Si bien ambas van juntas, desde el punto de vista lógico la
dimensión misionera nace de la experiencia interior del amor a Jesucristo.
Retomo, pues, esta dimensión de presbíteros discípulos enamorados
que solamente había esbozado en el n. 6. En la base de la experiencia del
presbítero discípulo misionero aparece, como indispensable, el encuentro con
Jesucristo: Hoy, también el encuentro del
presbítero con Jesús en la intimidad es indispensable para alimentar la
vida comunitaria y la actividad misionera”[30]. Ser cristiano no es el fruto de una idea
sino del encuentro con una persona viva.
14.
El presbítero, como discípulo, se “encuentra” con Jesucristo, da
testimonio de que “no sigue a un personaje de la historia pasada, sino a Cristo
vivo, presente en el hoy y el ahora de sus vidas”[31].
El presbítero, en sí mismo, es un receptor del kerigma y –por ello- tiene “una
profunda experiencia de Dios”[32]
y en su vida “el kerigma es el hilo conductor de un proceso que culmina en la
madurez del discípulo de Jesucristo”[33],
un proceso que lleva al presbítero a “cultivar una vida espiritual que estimula
a los demás presbíteros” [34]
a “ser un hombre de oración, maduro en su elección de vida por Dios, que hace
uso de los medios de perseverancia, como el Sacramento de la confesión, la
devoción a la Santísima Virgen, la mortificación y la entrega apasionada a su
misión pastoral”[35].
Desafíos
al presbítero y reclamos del pueblo de Dios.
15. Como dije en el n. 2. el presbítero está en
tensión en medio de situaciones que afectan y desafían su vida y su ministerio [36].
Entre otras, la identidad teológica del ministerio presbiteral, su inserción en
la cultura actual y situaciones que inciden en su existencia. Aquí, más que en
tales situaciones, quiero detenerme en los reclamos que el pueblo de Dios hace a sus presbíteros .[37]
Son 5: a) que tengan profunda experiencia de Dios configurados con el corazón
del Buen Pastor, dóciles a las mociones del Espíritu, que se nutran de la
Palabra de Dios, de la Eucaristía y de la oración b) que sean misioneros
movidos por la caridad pastoral que los lleve a cuidar del rebaño a ellos
confiado y a buscar a los más alejados... c) en profunda comunión con su
Obispo, los presbíteros, diáconos, religiosos, religiosas y laicos, d)
servidores de la vida, que estén atentos a las necesidades de los más pobres,
comprometidos en la defensa de los derechos de los más débiles y promotores de
la cultura de la solidaridad, e) llenos de misericordia, disponibles para
administrar el Sacramento de la reconciliación. Para conservar y hacer crecer
esta identidad presbiteral se pide “una pastoral presbiteral que privilegie la
espiritualidad específica y la formación permanente e integral de los
sacerdotes” [38]
16.
Detrás de estos reclamos explícitos está el ansia implícita que tiene nuestro
pueblo fiel: nos quiere pastores de pueblo y no funcionarios, clérigos de Estado. Hombres que no se
olviden que los sacaron de “detrás del rebaño”, que no se olviden de la fe de
su madre y de su abuela (2Tim. 1:5), que se defiendan de la herrumbre de la
“mundanidad espiritual” que constituye “el mayor peligro, la tentación más
pérfida, la que siempre renace –insidiosamente- cuando todas las demás han sido
vencidas y cobra nuevo vigor con estas mismas victorias...” “Si esta mundanidad
espiritual invadiera la Iglesia y trabajara para corromperla atacándola en su
mismo principio, sería infinitamente más desastrosa que cualquiera otra
mundanidad simplemente moral. Peor aun que aquella lepra infame que, en ciertos
momentos de la historia, desfiguró tan cruelmente a la Esposa bienamada, cuando
la religión parecía instalar el escándalo en el mismo santuario y, representada
por un Papa libertino, ocultaba la faz de Jesucristo bajo piedras preciosas,
afeites y espías... La mundanidad
espiritual “es aquello que prácticamente se presenta como un
desprendimiento de la otra mundanidad, pero cuyo ideal moral, y aun espiritual
sería, en lugar de la gloria del Señor, el hombre y su perfeccionamiento. La
mundanidad espiritual no es otra cosa que una actitud antropocéntrica... Un
humanismo sutil enemigo del Dios Viviente –y, en secreto, no menos enemigo del
hombre- puede instalarse en nosotros por mil subterfugios” [39]
17.
El pueblo fiel de Dios, al que pertenecemos, del que nos sacaron y al que nos
enviaron tiene un especial olfato originado en el sensus fidei para detectar
cuando un pastor de pueblo se va convirtiendo en clérigo de Estado, en
funcionario. No es lo mismo que el caso del presbítero pecador: todos lo somos
y seguimos en el rebaño. En cambio el presbítero mundano entra en un proceso
distinto, un proceso –permítaseme la palabra- de corrupción espiritual que
atenta contra su misma naturaleza de pastor, lo desnaturaliza, y le da
un status diferenciado del santo pueblo fiel de Dios. Tanto el Profeta Ezequiel
como San Agustín en su “De Pastoribus” lo describe en la figura del que se
aprovecha del rebaño: usufructúa su leche y su lana.
18.
Esto me da pie para mencionar brevemente tres aspectos que se derivan de la
mundanidad espiritual y constituyen el perfil del “clérigo de estado”: el
funcionalismo, la militancia política,
y la pertenencia ideológica. El funcionalismo es un desplazamiento de la acción
evangelizadora del presbítero hacia la gestión. Su vida se ve absorbida por
esta idolatría de los tiempos modernos: el dios gestión. Se desgasta la
interioridad, se pierde la contemplatividad del Misterio, se deja la oración...
y la vida pasa a regirse por el funcionamiento de los organigramas. Esto no
tiene nada que ver con las obras que exige la acción apostólica: los santos las
hicieron y no perdieron su identidad. El funcionalismo presbiteral es
sencillamente una forma de humanismo centrado en la propia actividad; se pierde
la fuerza que da el encuentro con Jesucristo y la fe del presbítero se reduce a
lo más, a un tenue teismo difuso que puede manejar a su arbitrio.
19.
Una peculiar forma de funcionalismo es la militancia política partidaria del
presbítero, Hay, detrás de esto, una cierta omnipotencia subconsciente. Todo lo
que implica el verdadero perfil del presbítero (como se expuso más arriba) se
resuelve en el pragmatismo organizativo específico de lo político. También aquí
hay un proceso de reduccionismo. Y, en esta forma de funcionalismo, no hay
parcialidad: se termina por convertirse en agente de actividad política con
barniz de evangelizador.
20.
Finalmente una realidad que afecta a la autenticidad del ser presbítero es la
prioridad de alguna pertenencia ideológica. En el n. 4 decía que identidad
implica pertenencia. Y la pertenencia presbiteral es total y una sola:
pertenencia comunional en la Iglesia.[40] Se trata de una pertenencia existencial que
sufre la posibilidad de matices y acentos ideológicos lícitos dentro de la
doctrina de la Iglesia. Pero cuando el matiz ideológico toma entidad central se
convierte en foco de pertenencia y a él se subordina todo lo demás. El
presbítero, entonces, termina teniendo una identidad ideológica y no eclesial.
La idea (o la ideología) se “desorganiza”, i.e. se desgaja de la armonía
comunional de la Iglesia y, al decir de Chesterton, se vuelve loca, lo
absolutiza todo y termina construyendo la herejía. Aquí cabe también mencionar
las diversas propuestas de espiritualidad de tipo gnóstico que han proliferado
en algunos ámbitos y que, en definitiva, absolutizan la idea, la gnosis, el
conocimiento, dejando de lado la sabiduría cristiana centrada en “el Verbo
venido en carne”. La espiritualidad ideológico-gnóstica confiere una identidad
fundamentalmente individualista aislada del cuerpo de la Iglesia.
21.
Funcionalismo, actividad política militante e ideologías confirman pues tres
posibilidades de la mundanidad espiritual que desfiguran la identidad del
presbítero y lo reducen a ser agente de un humanismo que nada tiene que ver con
lo eclesial; no dan cabida a la parresía y a la hypomoné. Provocan, en el
presbítero, el aislamiento de su conciencia respecto del peregrinar eclesial
del pueblo fiel de Dios.
Roma,
17 de marzo de 2009
Card.
Jorge Mario Bergoglio s.j.
[1] cfr. Documento de Aparecida nn. 192-195, 197
[2] id. nn. 193, 326
[3] id. nn. 193
[4] id. n 156
[5] id. n 195
[6] id. n 285
[7] ibid.
[8] ibid.
[9] id. 201
[10] id. 199
[11] ibid.
[12] id. 195
[13] id. 201
[14] id. 199
[15] id. 145
[16] ibid
[17] id. 284, 551
[18] Evangelii Nuntiandi, n.80
[19] ibid
[20] ibid
[21] Documento de Aparecida n.199
[22] Que la opción por los pobres es “preferencial” significa, en el Documento de Aparecida, que “debe atravesar todas nuestras estructuras y prioridades pastorales” (396). Iglesia “compañera de camino de nuestros hermanos más pobres, incluso hasta el martirio” (396). Se invita a hacerse amigos de los pobres” (257), a una “cercanía que nos hace amigos” (398), ya que hoy “defendemos demasiado nuestros espacios de privacidad y disfrute, y nos dejamos contagiar fácilmente por el consumo individualista. Por eso, nuestra opción por los pobres corre el riesgo de quedarse en un plano teórico o meramente emotivo sin verdadera incidencia en nuestros compartimientos y en nuestras decisiones” (397). Con sano realismo Aparecida reclama “dedicar tiempo a los pobres” (397). Así se dibuja el perfil de un sacerdote que “sale” hacia las periferias abandonadas reconociendo en cada persona “una dignidad infinita” (388). Esta opción por volverse cercano no tiene el sentido de “procurar éxitos pastorales, sino de la fidelidad en la imitación del Maestro, siempre cercano, accesible, disponible para todos, deseoso de comunicar vida en cada rincón de la tierra” (372)
[23] Documento de Aparecida n.100 h
[24] id. n. 249
[25] id. n. 198
[26] id. n. 384
[27] id. n. 517
[28] id. n. 451
[29] id. n. 177
[30] id. n. 154
[31] Benedicto XVI, discurso inaugural en la Vª Conferencia del Episcopado Latinoamericano
[32] Documento de Aparecida n. 32
[33] id. n. 278 a
[34] id. n. 191
[35] id. n. 195
[36] id. n. 192
[37] id. n. 199
[38] id. n. 200
[39] De Lubac, Meditaciones sobre la Iglesia, Desclcée, Pamplona 2ª ed., pp.. 367-368
[40] Documento de Aparecida nn. 156, 195