San Pedro Julián Eymard
(1811 – 1868 La Mure, diócesis de Grenoble)
«Como la mujer de
la unción en Betania, la Iglesia no ha tenido miedo de «derrochar», dedicando
sus mejores recursos para expresar su reverente asombro ante el don
inconmensurable de la Eucaristía. No menos que aquellos primeros discídpulos
encargados de preparar «la sala grande», la Iglesia se ha sentido impulsada a
lo largo de los siglos y en las diversas culturas a celebrar la Eucaristía en
un contexto digno de tan gran Misterio» (Juan Pablo II, Encíclica Ecclesia
de Eucharistia, EE, 17 de abril de 2003, 48). San Pedro Julián
Eymard, fundador de la Congregación de los Sacerdotes del Santísimo Sacramento,
había escrito en el mismo sentido: «No me preocupo en absoluto del pan de cada
día. Es el Rey quien debe alimentar a sus soldados. Por nuestra parte, todo
nuestro empeño consiste en alojarlo convenientemente, en darle un sagrario, un
altar, ornamentos... Dedicaremos a ello todo lo que tengamos, pues el Rey
Eucarístico se lo merece todo». ¿Quién es ese santo?
Con la cabeza
apoyada en el sagrario
Un día de 1804, un afilador
llamado Julián Eymard llega al pueblo de La Mure, de la diócesis de Grenoble
(Francia). La muerte ha hecho estragos en su familia, de la que sólo sobreviven
dos pequeños, Antonio y María Ana; esta última tiene doce años cuando viene al
mundo Pedro Julián, el 4 de febrero de 1811. El padre decide bautizar al recién
nacido al día siguiente. La madre no deja pasar un solo día sin acudir a
arrodillarse unos minutos a la iglesia, llevando en su regazo al pequeño Pedro
Julián y ofreciéndoselo a Jesús. En cuanto aprende a caminar, el niño acompaña
a la madre a la iglesia, y pronto irá por su cuenta varias veces al día. María
Ana le sorprende en una ocasión detrás del altar, subido a un escabel, con la
cabeza apoyada en el sagrario: «Estoy escuchando, y desde aquí le oigo mejor» –
explica Pedro Julián. En su corazón está arraigando una pasión extraordinaria
hacia el Santísimo Sacramento. Sin embargo, no carece de defectos, pues es
testarudo, irascible y curioso, aunque su naturaleza noble le impide vivir en
la mentira. Además de ser estudioso, siente gran afición por los trabajos
manuales. Como quiera que la región es pródiga en nogales, Julián Eymard
construye una prensa de aceite, con la esperanza de que su hijo llegue a ser
fabricante de aceite de nuez.
El día tan esperado de la primera
Comunión llega cuando Julián tiene doce años. «¡Cuántos favores me concedió el
Señor aquel día!» – exclamará entre lágrimas treinta años más tarde. El
muchacho recibe en ese acto la llamada al sacerdocio. Le habla a su padre del
deseo que tiene de entrar en un seminario, pero éste no entiende el honor que
le hace Dios al llamar a su hijo. ¡No! Su hijo le sucederá en el comercio. Y
como lo que ha aprendido ya basta para fabricar y vender aceite, lo saca del
colegio. La madre calla, reza y no pierde la esperanza.
En el santuario mariano de
Nuestra Señora de Laus, Pedro Julián conoce al padre Touche, oblato de María
Inmaculada, quien, conocedor de la bondad de su alma, le aconseja que oriente
su vida hacia el sacerdocio, estudiando latín y comulgando con mayor asiduidad.
Lleno de gozo y esperanza, ya de regreso al molino, Pedro Julián se pone a
estudiar gramática latina a escondidas. La Providencia lo pone en contacto con
el sacerdote Desmoulins, quien consigue que su padre le dé permiso para irse
con él a Grenoble, para que pueda estudiar gratis, a cambio de algunos
servicios. Durante su estancia en esa ciudad, el muchacho se entera bruscamente
de la muerte de su madre, rompe a llorar y se deja caer de rodillas a los pies
de la estatua de la Virgen: «Por favor, a partir de ahora sé mi única Madre
–exclama. Pero ante todo te pido esta gracia: que llegue un día a ser
sacerdote». El día del entierro, su padre, también conturbado, le suplica que
se quede junto a él. Pedro Julián asiente. Cuando parece haber perdido toda
esperanza, un padre oblato de María que se encuentra de paso y que le ha oído,
le dice: «¿Y si vinieras con nosotros a Marsella? – No sé si mi padre querrá. –
Sí, sí que querrá». El padre se sobresalta, se turba, pone reparos, se pone a
llorar, pero luego... da su consentimiento. En Marsella, Pedro Julián se pone a
estudiar con tanto empeño que cae gravemente enfermo. Regresa junto al padre y
consigue curarse, pero su convalecencia es larga.
El 3 de marzo de 1828, tras pedir
perdón a su hijo por haberse opuesto a su vocación, Julián Eymard entrega su
alma a Dios. Pedro Julián ingresa entonces en el seminario mayor de Grenoble.
Debe presentarse con la carta de recomendación de su párroco, quien se la
entrega en sobre lacrado. Temiéndose algo, y sin ser consciente de ese gesto
imprudente, María Ana abre el sobre: la carta describe al candidato como «poco
inteligente y sin aptitudes». De común acuerdo, los hermanos queman aquel
injusto testimonio. Confiando en la gracia de Dios, Pedro Julián emprende viaje
hacia Grenoble, donde, providencialmente, conoce a Monseñor de Mazenod, santo
fundador de los Oblatos de María. Pedro Julián se lo cuenta todo: «Pues bien
–dice el obispo–, yo mismo te presentaré al superior del seminario». De ese
modo, el joven puede seguir su vocación, siendo ordenado presbítero a la edad
de 23 años, el 20 de julio de 1834. Se le encarga el ministerio de vicario y,
después, de párroco en la diócesis, pero Pedro Julián desea secretamente
hacerse religioso.
El 20 de agosto de 1839, con el
permiso del obispo, y a pesar de los llantos de su hermana y de la pena de sus
feligreces, ingresa en el noviciado de los Maristas, congregación fundada por
el padre Colin. Según escribe en su diario, sus temas favoritos de meditación
son los siguientes: «Jesús en el Santísimo Sacramento y el Paraíso». Después
del noviciado, es nombrado sucesivamente director espiritual del colegio de
Belley (en el departamento de Ain), Provincial de Francia y Director de la
Orden Tercera de María. En 1850, asume el cargo de superior del colegio de
Seyne-sur-Mer, cerca de Tolón. En todas sus ocupaciones, tanto de sacerdote
secular como de religioso marista, el padre Eymard anima siempre a las almas
que tiene espiritualmente a su cargo a practicar la adoración del Santísimo
Sacramento. Los resultados son destacables, tanto en los niños y los jóvenes
como en las familias, ya que el conjunto de la sociedad queda regenerada.
Un valor
inestimable
«El culto que se da a la
Eucaristía fuera de la Misa es de un valor inestimable en la vida de la Iglesia
– afirma el Papa Juan Pablo II. Dicho culto está estrechamente unido a la
celebración del Sacrificio eucarístico. La presencia de Cristo bajo las
sagradas especies que se conservan después de la Misa – presencia que dura
mientras subsistan las especies del pan y del vino –, deriva de la celebración
del Sacrificio y tiende a la comunión sacramental y espiritual. Corresponde a
los Pastores animar, incluso con el testimonio personal, el culto eucarístico,
particularmente la exposición del Santísimo Sacramento y la adoración de Cristo
presente bajo las especies eucarísticas» (EE, 25).
Dios inspira a Pedro Julián la
idea de fundar una congregación de religiosos y religiosas dedicados a la
adoración del Santísimo Sacramento y a la propagación de esa devoción entre los
laicos. Será a los pies de Nuestra Señora de la Salette donde concibe la
intención de dicha fundación, que se convertirá en la gran preocupación de su
vida. El Papa Pío IX, de quien consigue una audiencia, le afirma: «Estoy
convencido de que su obra viene de Dios, y la Iglesia la necesita». Pero,
¡cuántos obstáculos deberá superar! Si no fuera por el impulso de Dios, el
padre Eymard jamás osaría lanzarse a una aventura que, humanamente, carece de
posibilidades de éxito. Su superior general de los Maristas, después de haber
examinado durante mucho tiempo el proyecto, le dispensa de sus votos para
dejarle toda libertad de constituir esa fundación. Más tarde, cambia de idea y
le envía al arzobispo de París. El obispo auxiliar, que debe recibir a Pedro
Julián en nombre del arzobispo, tiene la respuesta preparada: un «no»
categórico.
Sin embargo, la divina
Providencia consigue salvarlo todo; mientras el padre Eymard, en compañía de su
primer discípulo, espera en el vestíbulo del arzobispado, el arzobispo de París
en persona, Monseñor Sibour, les ve y les pregunta: «¿Quiénes son ustedes? –
Dos sacerdotes forasteros. – ¿Y qué desean? – Monseñor, nos espera el obispo
auxiliar. – Bueno, replica Mons. Sibour, lo que hace el obispo auxiliar también
puede hacerlo el arzobispo». Y el padre Eymard explica el objeto de su visita.
«Es usted padre marista? – Sí, Monseñor. – El obispo auxiliar me ha puesto al
corriente». Y creyendo que el deseo del sacerdote es fundar una congregación
contemplativa, añade: «Es puramente contemplativo... No estoy a favor de esas
cosas... No, no. – Pero, Monseñor, no se trata de una congregación puramente contemplativa.
Adoramos, desde luego, pero pretendemos también que se adore. Debemos ocuparnos
de la primera comunión de los adultos». Ante esas palabras, el rostro del
arzobispo se ilumina. «¡La primera comunión de los adultos! –exclama. ¡Ah! Es
la obra que me falta, la obra que deseo». La Eucaristía es, en efecto, «la
fuente y, al mismo tiempo, la cumbre de toda la evangelización, puesto que su
objetivo es la comunión de los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y con
el Espíritu Santo» (EE, 22). La causa está ganada: la congregación de
los Sacerdotes y de las Siervas del Santísimo Sacramento recibe una primera
aprobación antes incluso de existir.
Un gesto
intempestivo
La aventura, sin embargo, está
lejos de haber terminado. El padre Eymard no tiene donde alojar a su futura
comunidad. Carece de dinero, y los primeros novicios, que pasan hambre, se
retiran uno tras otro. Además, la muerte de Mons. Sibour le priva de una
preciada protección. Su sucesor, Mons. Morlot, se niega a oír al fundador y
quema sus títulos de fundación sin leerlos, creyendo que se trata de una
«sociedad secreta»; más tarde, se arrepiente de su gesto intempestivo, escucha
al padre Eymard y confirma las aprobaciones de Mons. Sibour. Pedro Julián,
todavía en la calle, confía el proyecto a la Providencia, que le ofrece pronto
la posibilidad de comprar dos inmuebles, en la calle Faubourg-Saint-Jacques de
París.
El apostolado eucarístico se
ejerce al mismo pie de los altares. El adorador también es un sustituto, que
exige ofrecer reparación por la ofensas cometidas contra el Santísimo
Sacramento; debe además adorar y amar por los innumerables pecadores que no
conocen, no adoran y no aman. Pero quien ama, intenta que otros amen. Por eso,
los religiosos del Santísimo Sacramento trabajan para convertir a los pecadores
mediante el apostolado eucarístico.
En esa época, en los viejos
barrios de París, la mayoría de los adolescentes en edad de ganarse algún
dinero lo ignoran casi todo de la religión de su bautismo. Muchos adultos se
hallan en la misma situación, al igual que en la actualidad. El padre Eymard
organiza cursos de catecismo para que esas almas puedan prepararse para recibir
la sagrada comunión. Una tarde, acuden al locutorio dos traperos, un hombre y
una mujer, sin fe ni instrucción, que viven en concubinato. Con el correr de
los días, les enseña el catecismo, los confiesa, los admite a la primera
comunión y los casa. Ese mismo día, los invita a cenar en el locutorio y quiere
servirlos él mismo, dirigiéndoles santas palabras que esa buena gente escucha
con admiración.
Para recibir la sagrada Comunión,
se requieren ciertas disposiciones. Al comentar el versículo de san Pablo que
dice «Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa» (1 Co
11, 28), el Santo Padre las recuerda con claridad: «San Juan Crisóstomo, con la
fuerza de su elocuencia, exhortaba a los fieles: «También yo alzo la voz,
suplico, ruego y exhorto encarecidamente a no sentarse a esta sagrada Mesa con
una conciencia manchada y corrompida. Hacer esto, en efecto, nunca jamás podrá
llamarse comunión, por más que toquemos mil veces el cuerpo del Señor, sino
condena, tormento y mayor castigo». Precisamente en este sentido, el Catecismo
de la Iglesia Católica establece: «Quien tiene conciencia de estar en
pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse
a comulgar». Deseo, por tanto, reiterar que está vigente, y lo estará siempre
en la Iglesia, la norma con la cual el Concilio de Trento ha concretado la
severa exhortación del apóstol Pablo, al afirmar que, para recibir dignamente
la Eucaristía, «debe preceder la confesión de los pecados, cuando uno es
consciente de pecado mortal»» (EE, 36).
Una perla brillante
El 3 de junio de 1863, la
Congregación del padre Eymard queda aprobada definitivamente por el beato Pío
IX. «A partir de aquellos años – dirá el beato Juan XXIII –, los religiosos del
Santísimo Sacramento comenzaron a ser, en el seno de la Iglesia, valerosos
puntales y propagadores de ese movimiento de las almas hacia la Santísima
Eucaristía, una de las perlas más brillantes de la substancial piedad
cristiana». El padre Eymard no cesa de acoger nuevas vocaciones para su
instituto, gracias a sus sermones, cuyo entusiasmo es difícil de imaginar. Él
mismo dice: el predicador es un hombre «que reza en voz alta... pero antes de
rezar en voz alta debe haber rezado en voz baja». Desde el púlpito, transmite
al auditorio sus convicciones, su amor y su ardor sagrado. Todo es elocuente en
él, y su palabra contribuye poderosamente a despertar en las almas el amor por
la Eucaristía, así como a desarrollar la devoción por excelencia de la
adoración.
Antes de predicar, el padre
Eymard acostumbra a prepararse ante el Santo Sacramento del altar. La Hostia es
el verdadero foco de su predicación. El Santo Padre nos recuerda: «Es hermoso
estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cf. Jn
13, 25), palpar el amor infinito de su corazón. Si el cristianismo ha de
distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el «arte de la oración», ¿cómo no
sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual,
en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el
Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he
hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!» (EE,
25)
El padre Eymard afirma: «Al
testimonio de la Palabra de Jesucristo, la Iglesia añade el de su ejemplo y de
su fe práctica. Estas espléndidas basílicas son la expresión de su fe hacia el
Santísimo Sacramento. La Iglesia no ha querido construir tumbas, sino templos,
a modo de un cielo sobre la tierra, en los cuales su Salvador, su Dios, halle
un trono digno de Él. Mediante cuidadoso celo, la Iglesia ha regulado hasta el
mínimo detalle el culto de la Eucaristía, y no cede a nadie el cuidado de
honrar a su divino Esposo, pues todo es grande, todo es importante, todo es
divino cuando se trata de Jesucristo presente. Quiere que todo lo más puro de
la naturaleza, lo más precioso del mundo, sea consagrado al servicio real de
Jesús». Y el padre Eymard aconseja: «Después de entrar (en una iglesia),
permaneced un momento en reposo; el silencio es la mayor señal de respeto, y la
primera disposición a la oración es el respeto. La mayoría de nuestras arideces
en la oración y de nuestra falta de devoción proceden de nuestra falta de
respeto hacia Nuestro Señor al entrar, o de nuestra irrespetuosa manera de
estar». En el mismo sentido, el Santo Padre lanza una acuciante llamada «para
que se observen con gran fidelidad las normas litúrgicas en la celebración
eucarística... El sacerdote que celebra fielmente la Misa según las normas
litúrgicas y la comunidad que se adecua a ellas, demuestran de manera
silenciosa pero elocuente su amor por la Iglesia» (EE, 52).
El sacrificio
decisivo
A partir de 1864, fracasos y
tribulaciones asocian cada vez más al padre Eymard a la Cruz redentora, único
medio de salvación de las almas. Pero él sigue sacando su fuerza de la
Eucaristía, que ha sido instituida «para perpetuar por los siglos el Sacrificio
de la Cruz» (Vaticano II, Sacrosantum Concilium, 47). El Papa Juan Pablo
II escribe: «Este sacrificio es tan decisivo para la salvación del género
humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de habernos
dejado el medio para participar de él, como si hubiéramos estado presentes.
Así, todo fiel puede tomar parte en él, obteniendo frutos inagotablemente...
Deseo, una vez más, llamar la atención sobre esta verdad, poniéndome con
vosotros, mis queridos hermanos y hermanas, en adoración delante de este
Misterio: Misterio grande, Misterio de Misericordia. ¿Qué más podía hacer Jesús
por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que llega hasta
el extremo (Jn 13, 1), un amor que no conoce medida. Este aspecto de
caridad universal del Sacramento eucarístico se funda en las palabras mismas
del Salvador. Al instituirlo, no se limitó a decir Éste es mi cuerpo, Esta
copa es la Nueva Alianza en mi sangre, sino que añadió entregado por
vosotros... derramada por vosotros (Lc 22, 19-20). No afirmó
solamente que lo que les daba de comer y beber era su cuerpo y su sangre, sino
que manifestó su valor sacrificial» (EE, 11-12).
En unión con el sacrificio de
Cristo, el padre Eymard acepta ser elegido de por vida como superior general de
los Sacerdotes del Santo Sacramento, cuando sólo esperaba llegar a ser un
simple religioso. En la misma época, asiste a la demolición de su casa de
París, que debe dejar sitio para abrir un nuevo bulevar. Además, el 11 de junio
de 1867, el padre de Cuers, su amigo más antiguo y seguro, pide a Roma el
relevo de sus votos, con objeto de fundar un instituto de eremitas
eucarísticos. El padre Eymard queda desconsolado, pero conoce, mediante una
revelación, que ese padre regresará a su congregación, aunque no podrá verlo en
vida. En medio de sus sufrimientos, su virtud preferida sigue siendo la
dulzura, si bien no es algo que se le haya entregado de nacimiento. Un hermano
de la congregación dará el siguiente testimonio: «Era un hombre muy enérgico y
de dulzura angelical, con un temperamento de azogue». Él mismo confiesa que se
sabe muy impaciente.
Sobre su corazón
Siguiendo órdenes estrictas del
médico, el 21 de julio de 1868 por la tarde, el padre Eymard, agotado,
enflaquecido, incapaz de tomar alimento alguno, llega a La Mure para hacer
reposo. La última Misa de su vida la ha celebrado en Grenoble, en la capilla
consagrada a la adoración perpetua. Sin mediar palabra, se mete penosamente en
la cama, y su hermana desciende rápidamente a buscar al médico, quien
diagnostica una hemorragia cerebral complicada por un agotamiento general. La
confesión la realiza mediante signos. El sábado día 1 de agosto, recibe la
extremaunción a la una de la madrugada. Nada más apuntar el día, un padre de su
congregación celebra la Misa en su habitación y le da la Sagrada Comunión. Al
presentarle la imagen de Nuestra Señora de La Salette, la estrecha sobre su
corazón. En los primeros momentos de la tarde, apenas puede oírse su último
suspiro, y su alma entra en el Cielo para siempre, en la bondad infinita de
Dios. Su muerte acontece a los 57 años, en la misma casa que le había visto
nacer.
La canonización de Pedro Julián
Eymard gozó de una solemnidad poco habitual en la historia de la Iglesia. Al
día siguiente de la clausura de la primera sesión del Concilio Vaticano II, el
9 de diciembre de 1962, Juan XXIII, en presencia de 1.500 padres conciliares,
lo inscribía en el catálogo de los santos. En su homilía, el Papa decía: «Aquel
niño de cinco años que encontraron en el altar y con la frente apoyada en el
sagrario, es el mismo que, tiempo después, llegaría a fundar la Sociedad de los
Sacerdotes del Santísimo Sacramento, así como la de las Siervas del Santísimo
Sacramento, y el mismo que conseguiría irradiar en innumerables legiones de
sacerdotes-adoradores su amor y su ternura hacia Cristo vivo en la
Eucaristía... San Pedro Julián Eymard propone a la Santísima Virgen María como
modelo de los adoradores, invocándola con el nombre de «Nuestra Señora del Santísimo
Sacramento»... Sí, queridos hijos, honrad y festejad con Nos a aquel que supo
ser tan perfecto adorador del Santísimo Sacramento, y, siguiendo su ejemplo,
conservad siempre en el centro de vuestros pensamientos, de vuestros afectos,
de las empresas de vuestro afán, ese manantial incomparable de toda gracia que
es el Mysterium fidei, que esconde tras sus velos al propio autor de la
gracia, a Jesús, el Verbo hecho carne».
En la actualidad, los religiosos
del Santísimo Sacramento son cerca de un millar, repartidos en 140 casas a lo
largo de 18 países. Las Siervas del Santísimo Sacramento (cerca de 300
religiosas) tienen casas en Francia, en Bélgica y en los Estados Unidos. San
Pedro Julián Eymard, enséñanos a visitar con frecuencia a Nuestro Señor presente
en el sagrario, concédenos superar en paz las tempestades de esta vida, así
como ver cara a cara, en el Paraíso, a nuestro Jesús bien amado.
Dom Antoine Marie osb
http://www.clairval.com/lettres/es/2005/01/25/4260105.htm