San Teófanes Vénard
Misiones Extranjeras de París
(1829 Poitiers – 1861 Tonkín)
«He leído la vida
de varios misioneros. Entre otras, he leído la de Teófanes Vénard, que me ha
interesado y conmovido más que ninguna otra». Así se expresaba santa Teresa de
Lisieux el 19 de marzo de 1897. Algún tiempo después revelaba a sus hermanas el
motivo de esa predilección: «Teófanes Vénard me gusta todavía más que san Luis
Gonzaga, porque la vida de san Luis Gonzaga es extraordinaria, mientras que la
suya es ordinaria». Y añadía lo siguiente: «Mi alma se parece a la suya. Fue él
quien mejor vivió mi camino de infancia espiritual».
Teófanes nació el 21 de noviembre
de 1829, festividad de la Presentación de la Virgen, en Saint-Loup-sur-Thouet
(diócesis de Poitiers). Fue bautizado el mismo día, con los nombres de Juan
Teófanes, pero conservó solamente el de Teófanes, que significa «manifestación
de Dios». Sus padres eran católicos fervientes y, dos años antes que Teófanes,
la pequeña Melania había traído alegría al hogar. Completarán la familia otros
dos chicos: Enrique y Eusebio.
Con motivo de sus tareas de
monaguillo, Teófanes observa con secreta envidia al sacerdote que lo había
bautizado, mientras éste oficia ante el altar; su madre le ha explicado lo que
significa la Misa y el sacerdocio. Sin embargo, la llamada de Jesucristo
«¡Sígueme!» resonará con más fuerza a la edad de 9 años, en medio de la soledad
de la ladera de Bel-Air, donde lleva a pastar la cabra de su padre, mientras
lee los «Anales de la propagación de la fe», revista que relata los hechos de
los misioneros. Un día, al terminar de leer la vida del padre Cornay,
originario de la diócesis de Poitiers y decapitado en defensa de la fe en
Tonkín (actual Vietnam) el año 1837, Teófanes exclama: «¡Yo también quiero ir a
Tonkín! ¡Yo también quiero morir mártir!». ¡Su decisión es firme!
Teófanes se guarda para sí el
secreto y pide a su padre cursar estudios secundarios. En 1841, ingresa en el
colegio de Doué, a 50 kilómetros de Saint-Loup. Separarse de su familia, a la
que tanto ama, supone para él una aflicción, pero enseguida llega a ser de los
primeros de la clase. Con sus compañeros es a veces burlón, irascible y brusco,
enfadándose ante la mínima contrariedad. Como cualquier muchacho de su edad,
Teófanes conoce altibajos, pero en esa época las reprobaciones son más
frecuentes que los elogios. Iluminado por la gracia de Dios, se da cuenta de
que para conseguir algo es necesario el sacrificio, y también la oración. Por
eso escribe lo siguiente a su hermana Melania: «Te voy a contar la resolución
que he tomado: rezar el rosario todas las semanas». Poco a poco, gracias a la
ayuda de esa oración mariana, a la que todos tienen acceso, consigue
corregirse.
Toma la primera comunión el 28 de
abril de 1842, día celestial para él. Las verdades de la fe fortifican su alma
y le ayudan a soportar sin desfallecer una terrible prueba: la muerte de su
madre el 11 de enero de 1849. El único consuelo para ese dolor es arrojarse en
los brazos de la Virgen.
«¡Que nada te
retenga!»
A principios de agosto de 1847,
Teófanes deja Doué para ingresar en el Seminario Menor de Montmorillon. Después
de sus estudios de filosofía, pasa al Seminario Mayor de Poitiers, desde donde
escribe lo siguiente a su hermana: «Te alegrará saber que uno de nuestros
hermanos, que ya es diácono, parte el jueves para el Seminario de las Misiones
Extranjeras de París. Que Dios tenga a bien guiar sus pasos, y que el venerable
Cornay cuide de él». Teófanes aprovecha la ocasión para preparar a los suyos
sobre su propio proyecto de irse a las misiones. Lo hace sin prisas, con gran
habilidad y tacto. Melania es la primera en comprenderlo. Para el padre resulta
un sacrificio mucho más difícil, pero finalmente, en un hermoso arrebato de fe,
da su consentimiento pleno: «Si sientes la llamada de Dios, cosa que no dudo,
obedece sin vacilar. ¡Que nada te retenga, ni siquiera la idea de dejar a un
padre afligido!». La salida queda fijada para el 27 de febrero de 1851, a las
nueve de la noche. Después de la última comida en familia y del rezo del
rosario, Teófanes lee algunos pasajes de la Imitación de Cristo
relacionados con las circunstancias, rezando a continuación las oraciones de la
noche, entrecortadas por los llantos de la familia; por último, pide la
bendición de su padre, quien, con un ligero temblor, pronuncia palabra tras
palabra estas frases: «Hijo mío, recibe la bendición de tu padre, que te
sacrifica al Señor; recibe por siempre la bendición en el nombre del Padre, y
del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén». Llegado el momento de partir, sabedor de
que no volverá a ver nunca a su familia, el futuro misionero abraza a los suyos
por última vez, sale de la casa y sube a un coche. Aquel profundo sufrimiento
se trasluce en cierta medida en una carta que escribirá más tarde a un
sacerdote amigo suyo: «Dios me dio fuerzas en los últimos momentos de mi vida
en familia, e incluso llegó a transformarlos en dulces y agradables. No
obstante, fue bueno que fueran cortos, ya que la emoción me desbordaba el
alma...».
Así pues, en marzo de 1851,
Teófanes llega al Seminario de las Misiones Extranjeras de París. El 26 de
abril de 1852, una corta misiva llega a manos de su familia: «Tengo una noticia
que debo comunicaros sin dilación: seré sacerdote por la Trinidad». Pero pronto
enferma de una infección paratifoidea, aunque, tras una novena a la Santísima
Virgen, el peligro se aleja rápidamente. Sin embargo, toda su vida se verá
afectada por problemas de salud.
El 5 de junio de 1851, a la edad
de 22 años, es ordenado sacerdote; celebra su primera Misa en la iglesia de
Notre-Dame des Victoires, pero no acude nadie de Saint-Loup: el sacrifico se ha
consumado una vez y para siempre. A partir de ese momento, sus más ardientes
deseos tienen a Tonkín como destino: «La misión de Tonkín es la misión deseada,
ya que es el camino más corto para ir al cielo... ¡Oh, si algún día pudiera ser
llamado yo también para dar mi sangre como testimonio de la fe!». En septiembre
de 1852, Teófanes celebra su última Misa en Francia y sale de misión para la
China, según habían dispuesto sus superiores.
«No perdamos el
tiempo»
Después de un viaje de varios
meses, aparece por fin en el horizonte la costa china y, el 19 de marzo de
1853, los misioneros desembarcan en la isla de Hong Kong. Teófanes no sabe
todavía cuál será su último destino, pero, ya que le han enviado a China,
empieza a aprender el chino; ese penoso trabajo, además del clima y del calor,
debilitan enormemente su salud y necesita descansar. El «padrecito Vénard»,
como se le conoce, siempre está alegre. Todos le quieren en esa residencia,
donde se vive en gran armonía; pero la evangelización sigue siendo la gran
preocupación de esos apóstoles de Cristo. China se encuentra justo en frente, y
las almas están esperando la luz de la Fe católica. La llama apostólica de
Teófanes por la salvación de las almas es la misma que tenía santa Teresa del
Niño Jesús, quien escribía a su hermana Celina el 14 de julio de 1889: «Celina,
durante los pocos momentos que nos quedan, no perdamos el tiempo... salvemos
almas, porque se están perdiendo como copos de nieve, y Jesús llora por ello».
Teófanes expresa esa gran
preocupación a su amigo, el padre Dallet: «Habrá que conseguir que la madre
China, así como sus hijas de Corea, de Japón y de la Cochinchina doblen sus
rodillas ante Cristo». Sin embargo, él no se hace ilusiones: «La carga de las
misiones me parece pesada, ahora que la veo más cerca... Espero que, en el
momento de partir, la fuerza de Dios supla mi debilidad y la luz de su gracia
mi inexperiencia».
Mientras se prepara para partir
hacia China, le llega una carta de París anunciándole: «Se le asigna Tonkín».
Para él supone una alegría indescriptible: «Acabo de recibir mi hoja de ruta
para Tonkín... Voy a una sitio llamado Tonkín occidental. Es el mismo lugar donde
fue martirizado el venerable Carlos Cornay... Es en el país annamita, donde
está más activa la persecución y donde se pone precio a la cabeza de los
misioneros; cuando consiguen capturar a uno lo decapitan sin contemplaciones».
El 26 de mayo de 1854, Teófanes
abandona Hong Kong, llegando el 13 de julio a Vinh-Tri, centro de la vicaría de
Tonkín occidental, donde se arroja en brazos del vicario apostólico, monseñor
Retord. Aproximadamente veintidós meses después de haber dejado París, empieza
su apostolado como misionero. Vinh-Tri es una población totalmente cristiana
desde hace un siglo, y donde los misioneros son recibidos abiertamente, gracias
a la benevolencia del virrey Hung. Este gobernador, suegro del emperador
Tu-Duc, había sido curado de una enfermedad de los ojos por un seminarista
tonkinés, de ahí que proteja a los cristianos en su provincia, donde funcionan
y se desarrollan sin problemas un seminario y diversas instituciones.
«¡Que viva la
alegría!»
Monseñor Retord, por sus grandes
cualidades y virtud, se ha ganado el respeto de varios mandarines subalternos.
Había llegado a Tonkín en una época de violenta persecución, viviendo durante
meses en escondrijos, pero sin perder nunca su proverbial buen humor.
Consagrado ya como obispo, ha sabido transmitir su celo apostólico a toda la
diócesis. Su lema episcopal oficial, «Embriagadme con la Cruz», es equilibrada
mediante otro lema familiar que utiliza para remontar el ánimo de sus
misioneros en los momentos de dificultad: «¡Que viva la alegría!». Ha visto
morir de miseria o torturados a un gran número de sus sacerdotes, pero él no ha
sido nunca capturado, por lo cual escribe: «Me entristece no formar parte del
grupo».
El obispo aprecia inmediatamente
el valor del «padrecito Vénard». La vivacidad del recién llegado, que ríe y
canta continuamente, casa a la perfección con su propia mentalidad. Teófanes,
que debe aprender la lengua del país, trabaja con tanto tesón que en muy poco
tiempo consigue predicar en vietnamita. De Tonkín todo le gusta, lo que facilita
su adaptación, aunque los alimentos no son buenos para su estómago, lo que le
causa muchos sufrimientos. ¡Da lo mismo! Él es el primero en reírse de ello.
Sin embargo, su salud le vuelve a inquietar. A pesar de los cuidados que le
prodigan, se debilita, y enseguida le administran la Extremaunción; se organiza
una novena para obtener su curación y, desde las primeras invocaciones, el
enfermo se muestra restablecido. Y enseguida se pone manos a la obra: bautizos,
sermones, confesiones...
«El misionero es el hombre de las
Bienaventuranzas – nos recuerda el Papa Juan Pablo II. Jesús instruye a los
Doce, antes de mandarlos a evangelizar, indicándoles los caminos de la misión:
pobreza, mansedumbre, aceptación de los sufrimientos y persecuciones, deseo de justicia
y de paz, caridad; es decir, les indica precisamente las Bienaventuranzas,
practicadas en la vida apostólica (cf. Mt 5, 1-12). Viviendo las
Bienaventuranzas, el misionero experimenta y demuestra concretamente que el
Reino de Dios ya ha venido y que él lo ha acogido. La característica de toda
vida misionera auténtica es la alegría interior, que viene de la fe» (Encíclica
Redemptoris missio, 7 de diciembre de 1990, 91c).
La relativa tranquilidad de la
misión de Tonkín no dura demasiado. El poder central insta a los mandarines
(funcionarios locales) a que persigan a los sacerdotes. Los padres Castex y
Vénard se esconden en la localidad de But-Dong, donde son recibidos por una
pequeña comunidad de religiosas vietnamitas, las Amantes de la Cruz, que nunca
habían sido molestadas hasta entonces; por lo menos allí puede celebrar la Misa
y continuar su acción misionera mediante la oración.
Las religiosas de But-Dong, sin
hábito especial, trabajan en los campos o recorren las poblaciones vendiendo
remedios, lo que les permite penetrar en las casas paganas. Son mensajeras
seguras entre los cristianos, pero llevan una vida difícil y peligrosa. Para
escapar de las pesquisas de los mandarines, ambos sacerdotes se esconden entre
dos tabiques, a la espera de que pase el peligro. Al cabo de unos días
abandonan But-Dong, cambiando en pocas semanas hasta seis veces de escondrijo.
En medio de esas peregrinaciones, Teófanes cae enfermo y apenas consigue
mantenerse de pie. Sufre terribles crisis de asma que le agotan hasta el
extremo de que su compañero teme que pueda asfixiarse en un espacio tan
reducido y sin aire. Pero Mons. Retord se encuentra en Vinh-Tri; allí Teófanes
podrá ser curado. Lo acuestan, casi muerto, en el fondo de una barca, donde,
jadeando e intentando respirar, no deja de sonreír. Recibe de nuevo los últimos
sacramentos, pero él no se hace ilusiones: «Mi vida sólo pende de un hilo. ¡Que
viva la alegría!». A pesar de todo, la frescura del otoño consigue reanimarlo
un poco.
Sólo el sufrimiento
engendra almas
Teófanes ofrece por la salvación
de las almas su sufrimiento y su aparente inacción, puesto que tal es la
voluntad de Dios. «Solamente el sufrimiento puede engendrar almas para Jesús»
—escribirá santa Teresita a su hermana Celina el 8 de julio de 1891. Se puede
comprender, por tanto, aquella misteriosa simpatía de la santa de Lisieux por
el misionero de Tonkín.
Con los meses de invierno, las
fuerzas se recuperan lo suficiente para que Mons. Retord decida que Teófanes le
acompañe en su visita pastoral, parroquia tras parroquia. Los misioneros
predican, confiesan, administran los sacramentos, reconcilian con Dios a
quienes han caído en el pecado y animan a todos los fieles a que perseveren.
Durante el proceso de beatificación, el padre Thinh dará testimonio de lo
siguiente: «Su fervor y elocuencia llegaban al máximo cuando hablaba de la
bienaventurada Virgen María, a quien amaba, de forma visible, con gran amor
filial».
Sin embargo, la estación de las
lluvias de 1856 es causa de una nueva enfermedad: esta vez es la tisis
(tuberculosis) la que le hace temer una muerte próxima. El obispo, afligido y
sin saber qué hacer, permite que Teófanes se someta a una operación muy
dolorosa de medicina china, que consiste en quemar, sobre diversas partes del
cuerpo, unas bolitas de cierta hierba medicinal. Durante esa dolorosa
operación, Teófanes sostiene el crucifijo con ambas manos y no deja escapar
ningún lamento. El mal remite en poco tiempo, y su constante plegaria «Tener
fuerza suficiente para anunciar el Evangelio» recibe satisfacción; podrá
retomar su vida de misionero en activo, que seguirá durante casi tres años,
hasta el momento de su detención. Su obispo da testimonio de ello: «He dicho
que su celo era inmenso. A pesar de ser el más débil de salud de todos los misioneros
de la vicaría, trabajaba igual que los demás, pasando la mitad de las noches en
el confesionario, incluso algunas veces noches enteras. Su confianza en Dios no
tenía límites y le llenaba de valor en sus empresas».
Un año de gracias
Después de una relativa calma, la
persecución se pone nuevamente en marcha con vigor, en 1859, por parte del
emperador Tu-Duc, totalmente decidido a aniquilar «la religión de Jesús». El
nuevo edicto que acaba de publicarse confirma la pena de muerte para los sacerdotes,
garantiza una recompensa a quienes los denuncian y prevé sanciones para los
mandarines benévolos con los cristianos. Teófanes tiene la total convicción de
que el año 1860 que acaba de empezar será el de su detención, y de que Dios le
otorgará la gracia del martirio. Su obispo le concede permiso para ofrecerse a
Dios como víctima por la Iglesia de Tonkín. Por amor filial hacia la Virgen, se
consagra a ella según la fórmula de san Luis María Grignion de Montfort,
dejándolo todo en sus manos.
Armado ya para los últimos
combates, se refugia en casa de la viuda Can, pero un primo de ésta le
denuncia, siendo apresado el 30 de noviembre de 1860. Es despojado de sus
vestidos y luego se lo llevan atado, mientras él sigue rezando y preparándose
para el martirio. Es encerrado en una angosta jaula de bambú y trasladado a la
ciudadela de Hanoi, donde el virrey en persona acude a interrogarle; después,
sus órdenes son terminantes: construir una jaula de bambú más espaciosa,
envolverla con una mosquitera, colocar una estera en el suelo, forjar para el
sacerdote una cadena tan ligera como resulte posible y velar para que el
prisionero sea alimentado convenientemente. En el transcurso del
interrogatorio, el padre Teófanes había producido muy buena impresión, y por
ese motivo se le concede ese tratamiento.
El catequista Khang, capturado
junto al padre Vénard, no se separa de su maestro y, gracias a la complicidad
de un soldado, consigue papel, tinta y un pincel. Teófanes escribe a sus
compañeros y a su familia: «Si obtengo la gracia del martirio, en esos momentos
me acordaré sobre todo de vosotros. ¡Tenemos una cita en el cielo! ¡Nos veremos
allí arriba!». Ignora que su padre ha fallecido hace quince meses.
Su juicio definitivo tiene lugar
en Hanoi. Es introducido en la sala del pretorio y se le concede el honor de no
ser flagelado. En sus interrogatorios, los diferentes jueces, mezclando lo
religioso y lo político, intentan hacerle responsable del bombardeo de las
costas annamitas por parte de una escuadra franco-española, o también de las
revueltas provocadas por las maniobras del emperador Tu-Duc. Teófanes refuta
con soltura esas calumnias y reconduce el debate hacia su verdadero terreno: él
solamente ha venido a Tonkín para predicar la religión de Jesús. Le ponen un crucifijo
entre las manos y el virrey le dice: «¡Pisotea esta Cruz y no serás
ajusticiado!». Pero el misionero levanta con respeto el crucifijo, deposita
largo tiempo sus labios en él y exclama con potente voz: «¿Cómo? He predicado
hasta hoy la religión de la Cruz ¿y pretendéis ahora que abjure de ella? ¡Mi
aprecio por la vida de este mundo no llega a querer conservarla al precio de
una apostasía!». El virrey pronuncia entonces la siguiente sentencia: «El
sacerdote europeo Vin, cuyo nombre verdadero es «Vena», es condenado, a causa
de la ceguera de su corazón y de la obstinación de su mente, y descartados
otros motivos, a que le sea cortada la cabeza, que será expuesta durante tres
días y finalmente arrojada al río».
La ejecución del veredicto
requiere la firma de Tu-Duc; el lunes 17 de diciembre de 1860, un correo
emprende la ruta de Hué para llevar el duplicado de la sentencia. Sin embargo,
el condenado no tiene conocimiento oficial de su destino hasta unas pocas horas
antes de la ejecución de la sentencia, el 2 de febrero. La nueva jaula de
Teófanes, de dos metros de largo por un metro veinte de ancho, está hermosa y
adornada, pero resulta un suplicio permanecer en ese espacio tan angosto. Los
mismos guardias, cautivados por la afabilidad del prisionero, le dejan salir de
vez en cuando. Tampoco le faltan otras muestras de simpatía, como la de Pablo
Muin, un cristiano de intrépido coraje que ha conseguido deslizarse entre la
policía y visitar al padre Teófanes cuatro o cinco veces al día.
Un lago tranquilo
«Si bien la mayoría de personas
me dan muestras de simpatía —escribe el padre Teófanes en una carta a su
familia el 2 de enero de 1861—, hay gentes que me insultan y que se burlan de
mí». Por suerte, los visitantes son cada vez menos y puede escribir a su obispo:
«Mi corazón es como un lago tranquilo». Reza hasta el final el breviario, el
único libro de que dispone. Teófanes expresa su felicidad cantando su deseo por
el cielo, y espera recibir la Eucaristía. El diácono Men consigue hacerle
llegar la Sagrada Comunión, a través de piadosas cristianas que pasan
desapercibidas. El sacerdote Thinh, enviado por el obispo, consigue oír en
confesión al padre Teófanes.
La mañana del 2 de febrero, el
padre Teófanes es informado de que va a ser ejecutado ese mismo día. Da gracias
a Dios, pide a la Virgen que le ayude hasta el final y, después, vestido con
hábito de fiesta, camina con gozo hacia el suplicio cantando el Magníficat. El
verdugo, que ha bebido para darse valor, debe repetir hasta cinco veces los
golpes de sable para conseguir separar la cabeza del mártir. Parece que, ya al
tercer golpe, Teófanes está en el cielo, en medio de un gozo sin fin... Ése era
el deseo de su corazón y ha sido colmado en extremo.
El ejemplo de Teófanes Vénard, y
en especial su manera de aceptar el martirio, fue una preciada ayuda para santa
Teresita. La futura «Doctora de la Iglesia» obtuvo luz y fuerza de ello.
El día siguiente de la
canonización de Teófanes Vénard (19 de junio de 1988), el Papa Juan Pablo II se
dirigía a los peregrinos franceses y les decía: «Santa Teresa del Niño Jesús
vivió en la intimidad de san Teófanes Vénard, cuya imagen no la abandonaba
durante el tiempo de su agonía. Ella había encontrado su propia experiencia
espiritual en una misiva de adiós de Teófanes: «No me apoyo en mis propias
fuerzas, sino en la fuerza de quien venció el poder del infierno y del mundo
mediante la Cruz»».
A esas dos grandes figuras de la
historia reciente de la Iglesia confiamos precisamente todas sus intenciones,
sin olvidarnos de sus difuntos.
Dom Antoine Marie osb
http://www.clairval.com/lettres/es/2003/10/31/3291003.htm