SACERDOCIO Y LITURGIA: EDUCACIÓN PARA LA
CELEBRACIÓN
+ Antonio Cañizares
Llovera Cardenal Prefecto de la
Congregación para el Culto Divino
Ponencia para ser leída en el
Congreso Teológico: "Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote"
Roma, 12 de marzo, 2010
Introducción
Saludo de todo corazón,
fraternalmente, lleno de alegría a todos ustedes, hermanos Obispos y
sacerdotes, venidos de tantas partes a este encuentro. Espléndidamente, sin
duda, expresan nuestros sentimientos aquellas palabras del Salmo: "Qué
bien, qué dulzura encontrarse todos unidos", como nosotros aquí, ahora.
Damos gracias a Dios por el don de este "Año sacerdotal", verdadero
regalo y gracia del Señor, dentro del cual se celebra este Congreso Teológico,
al que amablemente he sido invitado a participar.
Se me ha
asignado una reflexión sobre el "Sacerdote y
la Liturgia: Educación para la celebración", que toca de lleno nuestra
existencia sacerdotal. En verdad, en la Liturgia, particularmente en la
Eucaristía, suma y centro de toda la santa Liturgia, encontramos cuanto es
nuestro ser sacerdotes y la razón de ser sacerdotes. Nuestro ser, nuestra vida
y nuestro ministerio sacerdotal está ligado indestructiblemente a la Liturgia,
a la Eucaristía. El tema se presta ciertamente a una amplísima reflexión, que
ocuparía un largo espacio, del que ahora no disponemos. Me remito, por ello, a
la publicación de las Actas que posteriormente recojan el conjunto de las
distintas intervenciones escritas en este Congreso, de suyo tan atrayente.
1.- Sacerdotes para la Liturgia, sacerdotes para
la Eucaristía
En
mi exposición, me voy a centrar de manera principal, en la Eucaristía, que es la
entraña de nuestro ser y vida sacerdotal ya que somos sacerdotes para la
Eucaristía. "La víspera de su muerte, Jesús instituyó la Eucaristía y
fundo al mismo tiempo el sacerdocio de la Nueva Alianza. Él es sacerdote,
víctima y altar:
mediador entre Dios y el pueblo, victima de
expiación que se ofrece asi mismo en el altar de la cruz. Nadie puede decir
'esto es mi cuerpo1 y 'éste es el cáliz de mi sangre1 si
no es en el nombre y en la persona de Cristo, único sacerdote de la nueva y
etyerna alianza" (Benedicto XVI, Sacramentum Caritatis, 23).
Necesitamos volver a aquel momento en que Él instituyó la Eucaristía
-"haced esto en memoria mía"- y al momento en que Él nos impuso las
manos por el sacramento, nuestras manos fueron ungidas, y nos hizo participes
de este admirable misterio de la Eucaristía. Con aquellos gestos el mismo Jesús
tomó posesión nuestra, y el Espíritu Santo, aun con toda nuestra carga de fragilidad
y miseria "nos hizo ser signo que, como dócil instrumento en sus manos, se
refiere a Cristo": sacramento de la presencia sacerdotal única y
definitiva de Cristo. "Nuestras manos -nos recordaba Benedicto XVI en la
Misa Crismal de 2006-han sido ungidas con el óleo, que es el signo del Espíritu
Santo y su fuerza. ¿Por qué precisamente las manos? La mano d%L hombre es el
instrumento de su acción, es el símbolo de su capacidad de afrontar el mundo,
de 'dominarlo'. El Señor nos impuso Is manos y ahora quiere nuestras manos para
que, en el mundo, se transformen en las suyas. Quieren que ya no sean
instrumentos para tomar las cosas, los hombres, el mndo para nosotros, para
tomar posesión de él, sino que transmitan su toque divino poniéndose al
servicio de su amor. Quieren que sean instrumento para servir y, por tanto,
expresión de la misión de toda la persona que se hace garante de Él y lo lleva
a los hombres".
El
Señor se pone en nuestras manos, nos transmite a cada uno de nosotros,
sacerdotes, y pone, en primer lugar, en nuestras manos su misterio más profundo
y personal: quiere que participemos de su poder de salvación y hagamos presente
en medio de los hombres y para los hombres, aquello que conmemoramos, es decir,
el misterio redentor, salvíficio, de amor y reconciliación de la cruz para
todos los hombres. Ha tomado nuestras manos y ha puesto en ellas su propio
Cuerpo entregado por los hombres, como vida del mundo, Amor de los amores, para
que lo traigamos a este mundo y lo llenemos de su amor desbordante en favor de
todos. En la Sagrada eucaristía se da a Sí mismo mediante nuestras manos, se da
a nosotros. El gran y supremo servicio que Jesús nos presta a todos, como Buen
Pastor que da la vida por sus ovjas,' está en la cruz: se entrega a Sí mismo y
no sólo en el pasado. "Por eso, con razón, en el centro de la vida
sacerdotal está la sagrada Eucaristía, en la que el sacrificio de Jesús en la
cruz está realmente prsente entre nosotros. A partir de esto aprendemos también
qué significa celebrar la Eucaristía de modo adecuado es encontrarnos con el
Señor, que por nosotros se despoja de su propia gloria divina, se deja humillar
hasta la muerte en la cruz y así se entrega a cada uno de nosotros, es muy
importante para el sacerdote la Eucaristía diaria, en la que se expone siempre
de nuevo a este misterio; se ponde siempre de nuevo a sí mismo en las manos de
Dios, experimentando al mismo tiempo la alegría de saber que Él está presente,
me acoge, me levanta y me lleva siempre de nuevo, me da la mano, se da a Sí
mismo. La Eucaristía debe llegar a ser para nosotros una escuela de vida, en la
que aprendamos a entregar nuestra vida. La vida no se da sólo en el momento de
la muerte, y no solamente en el modo del martirio. Debemos darla día a día.
Debo aprender día a día que yo no poseo mi vida para mí mismo. Debo aprender
día a día que yo no poseo
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mi vida para mi mismo. Dia a dia debo aprender a
desprenderme de mi mismo, a estar a disposición del señor
para lo que necesite de mi en cada momento, aunque otras cosas me parezcan más
bellas y más importantes. Dar la vida, no tomarla. Precisamente asi
experimentaremos la libertad. La libertad de nosotros mismos, la amplitud del
ser. Precisamente asi, siendo útiles, siendo personas necesarias para el mundo,
nuestra vida llega a ser importante y bella. Sólo quien da su vida la
encuentra" (Benedicto XVI, En la ordenación de presbietros, 7 de
mayo, 2006) .
Y es que,
como se habrá recordado aqui, a lo largo de estos dias, somos, por la unción del
Espíritu y la imposición de manos, presencia sacramental de Cristo Sacerdote.
Jesucristo, único, sumo y eterno sacerdote, ofrece al Padre en la Cruz el
sacrificio de si mismo en nombre de todo el género humano y por todos los
hombres para su redención y salvación. En los dias de su vida mortal presentó
oraciones y súplicas, la ofrenda de toda su vida cumpliendo en todo la voluntad
del Padre, y Resucitado intercede para siempre por nosotros con sus llagas y
costado abierto. Él ha querido que participáramos sacramentalmente de su único
sacerdocio. El sacerdocio que somos tiene su origen, vive, actúa y da frutos
del sacrificio que ofrece al Padre y que se actualiza para siempre en el
sacrificio eucaristico para el que somos, siendo con Cristo sacerdotes y
victimas. Nuestro ministerio sacerdotal, asi, nunca puede reducirse al aspecto
funcional, pues afecta al ámbito del 'ser', le faculta al presbítero para
actuar in persona Christi y culmina en el momento en que consagra el pan
y el vino, repitiendo los gestos y las palabras de Jesús en la Última Cena.
Por medio de
los sacerdotes, alter Christus, Cristo está, sacerdote
y victima, presente en nuestro mundo contemporáneo, vive entre nosotros y
ofrece al Padre el sacrificio redentor por todos los hombres y los incorpora a
su ofrenda al Padre y a su obra salvadora. Ante esta realidad extraordinaria
permanecemos atónitos y aturdidos: ¡Con cuánta condescendencia humilde Dios ha
querido unirse a los hombres,! Si nos conmovemos contemplando la encarnación
del Verbo, en que se despoja de su rango, y se rebaja obedeciendo hasta la
muerte de cruz, ¿qué podemos sentir ante el altar, donde Cristo hace presente
en el tiempo su Sacrificio mediante las pobres manos del sacerdote? No queda
sino arrodillarse y adorar en silencio este gran misterio de la fe, no sólo de
la Eucaristía, sino del sacerdocio que somos.
Nuestro ser
sacerdotes es inseparable del sacrificio de Cristo, queda configurado por el
sacrificio que Cristo (ffrece al Padre en oblación por
nuestros pecados y los de todos los hombres, para la redención y salvación de
la humanidad y del mundo entero. En la ordenación sacerdotal, al tiempo que se
nos entrega el cáliz y la patena, se nos dice: " Recibe la ofrenda del
pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que
conmemoras y conforma tu vida con el misterio de la Cruz del Señor".
"Imita lo que conmemoras". Por eso toda nuestra vida no debiera ser
sino una prolongación del sacrificio eucaristico, de Cristo Sacerdote y
Victima: nuestros gestos, nuestras palabras, nuestras actitudes, todo debiera
expresar ese cumplir la voluntad del Padre y ese don inseparable
de la Vida y del Amor en favor de los hombres
que renueva la ofrenda de Cristo, su amor hasta el extremo a los hombres, a los
que llama suyos y sus amigos.
El
ministerio sacerdotal, que actualiza permanentemente el Sacrificio de Cristo,
debe ser vivido con ese espíritu de oblación, de entrega,
de sacrificiio personal. En definitiva con las mismas actitudes y sentimientos
de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, con el que somos configurados
sacramentalmente. "Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad".
"Amó a la Iglé*sia y se entregó por ella". "Los amó hasta el
extremo".
Todo
en nosotros, queridos hermanos sacerdotes, debiera ser expresión de esa
"ofrenda, oblación y obediencia" al Padre y de esa "caridad
pastoral" que llega al don de la vida, del "Cuerpo" y de la
"Sangre". La caridad pastoral, que nos identifica como sacerdotes,
presencia sacramental de Cristo Buen Pastor, fluye, sobre todo, del sacrificio
de Cristo, que es, por ello, centro y raíz de toda la vida del presbítero, de
suerte que nos habremos de esforzar, con el auxilio imprescindible del
Espíritu, en reproducir en nosotros mismos lo que se hace en el ara
sacrificial. No es un aspecto de la vida sacerdotal junto a otros, sino el
vínculo que expresa de modo eminente nuestra vinculación con Cristo y el
significado de toda nuestra vida sacerdotal y nuestra relación con los fieles.
A
partir de aquí la vida del sacerdote no puede ser otra que la
de Cristo. No podemos contentarnos con una vida mediocre. Más aún, no cabe una
vida sacerdotal mediocre. Nunca debería caber, y menos en los momentos actuales
en que es tan necesario mostrar la identidad de lo que somos y así dar razón de
la esperanza que nos araima. "No podemos contentarnos con menos que «con
ser santos", diría el Santo Arzobispo que me ordenó sacerdote, el Siervo
de Dios José M- García Lahiguera. El sacerdote tiene que ser como Cristo, tiene
que ser santo. "El Sacerdote que tengo es el de Cristo, por mí
participado, y 'éste es santo'. Haga lo que yo haga, el sacerdocio que yo
participo es siempre santo...no tengo más remedio; tengo que ser santo. Y una
santidad que tiene que ser específica en mí : santidad sacerdotal. Santidad a
ultranza. Y esa que obliga a ser 'como Él' tiene una especial característica:
ser como Él en el altar: Víctima, Sacerdote-Hostia", como acontece en la
Eucaristía.
La
vinculación entre sacerdocio y Eucaristía penetra íntimamente todo el ser y
ministerio sacerdotal: Imita, vive, en todo, lo que conmemoras, lo que eres,
sacerdote, -presencia sacramental de Cristo sacerdote que ofrece el sacrificio
de la hostia inmaculada agradable al Padre, Él mismo- y víctima, que con Cristo
y su Cuerpo ofrece el culto razonable que a Dios se debe, en adoración y acción
de gracias. Por eso toda nuestra vida como sacerdotes no debiera ser sino la
misma Eucaristía, una prolongación de la Eucaristía. Nuestras palabras,
nuestros gestos, nuestras actitudes todo debiera expresar este gento de
adoración, este centralidad de Diosm en todo, y ese dpn de la vida en favor de
los hombres que revueva la ofrenda de Cristo, su amor sin reserva alguna por
los hombres, a los que no desdeña llamar "hermanos". Todo en nosotros
debiera ser expresión de esa "caridad pastoral" que llega al don de
la vida, del "cuerpo" y
de la "sangre".
Necesitamos profundizar en nuestra relación con la
Eucaristía, misterio de comunión, fuente inagotable de amor. Es en ella donde
nuestro ministerio se sostiene y apoya.
La Eucaristía, alma,
vida y centro de la existencia sacerdotal
Como
nos decía el siempre recordado Papa, Siervo de Dios Juan Pablo II, a los
sacerdotes, en la Carta que firmó en Jerusalén, en el lugar, según la
tradición, de la Ultima Cena : "Permanezcamos fieles a la 'entrega' del
Cenáculo. Celebremos siempre con fervor la Santa Eucaristía. Póstremelos con
frecuencia y prolongadamente en adoración delante de Cristo Eucaristía.
Entremos, de algún modo, en la 'escuela' de la Eucaristía. Muchos sacerdotes, a
través de los siglos <el Santo Cura de Ars, y tantos y tantos conocidos o en
el anonimato han encontrado en ella el consuelo prometido por Jesús la noche de
la Ultima Cena, el secreto para vencer su soledad, el apoyo para soportar sus
sufrimientos, el alimento para retomar el camino después de cada desaliento, la
energía interior para confirmar la propia elección de fidelidad. El testimonio
que daremos al pueblo de Dios en la celebración Eucarística depende mucho de
nuestra relación personal con la Eucaristía".
Redescubrir nuestro sacerdocio a la luz de la
Eucaristía
Necesitamos
volver a "descubrir nuestro sacerdocio a la luz de la Eucaristía! Hagamos
redescubrir este tesoro a nuestras comunidades en la celebración diaria de la
santa Misa y, en especial, en la más solemne de la asamblea dominical. Que
crezca, gracias a nuestro trabajo apostólico, el amor a Cristo presente en la
Eucaristía" ( Juan Pablo II) . Necesitamos la Eucaristía diaria para vivir
nuestro sacerdocio y mantenernos en «forma en medio de los sufrimientos y de
las dificultades que nos invaden. ¡Qué ejemplo tan alentador y estimulante nos
ofreció a todos el Cardenal Van Twan, en el abismo de sus sufrimientos, en
relación con la Eucaristía: "En la cárcel celebraba cada día la Eucaristía
con tres gotas de vino y una gota de agua en la palma de la mano. Este era su altar,
su catedral. El cuerpo de Cristo era su 'medicina'. Contaba con emoción: 'Todos
los días tenía la oportunidad de extender mis manos y clavarme en la cruz con
Cristo, de beber con Él el cáliz más amargo. Todos los días, al pronunciar las
palabras de la consagración, confirmaba con todo mi corazón y con toda mi alma
una nueva alianza, una alianza eterna entre Jesús y yo, mediante su sangre
mezclada con la mía" ( Juan Pablo II).
La Eucaristía fuente de
donde brota la misericordia y la caridad pastoral
Es
de la Eucaristía de donde brota la fuente de la misericordia
que se extiende a todos, es de ella de donde surge la fuerza para amar a todos
como Cristo mismo nos ha amado, para entregarse a los pobres y ser servidor de
los últimos .m Por eso siendo la caridad pastoral lo que nos
configura con Crito Pastor, los sacerdotes hemos de reavivar nuestra fe,
nuestra experiencia
y nuestro gozo en la celebración de la
Eucaristía y en la adoración del Señor realmente presente en el pan
eucarístico. Como señalaba el Concilio Vaticano II, "la caridad pastoral
fluye ciertamente, sobre todo, del sacrificio eucarístico, que es, por ello,
centro y raiz de toda la vida del presbítero, de suerte que el alma sacerdotal
se esfuerce en reproducir en sí misma lo que se hace en el ara
sacrificial" (PO 14) . En el centro de nuestra vida espiritual está la
Eucaristía de cada día. Es esta Eucaristía cuotidiana la que unifica nuestra
vida sacerdotal al igual que centra y unifica la vida de toda la iglesia. No es
un aspecto de la vida sacerdotal junto a otros, sino el vínculo que expresa de
modo eminente nuestra vinculación con Cristo y el significado de toda nuestra
vida sacerdotal y nuestra relación con los fieles.
Esa caridad
pastoral, que fluye sin cesar de la Eucaristía,
constituye, en efecto, "el principio interior y dinámico capaz de unificar
las múltiples y diversas actividades del sacerdote y -dado en el contexto
cultural en el que vive- es instrumento indispensable para llevar a los hombres
a la vida de la gracia. Plasmada con esta caridad, la actividad ministerial
será una manifestación de la caridad de Cristo, de la que el presbítero sabrá
expresar actitudes y conductas hasta la donación total de sí mismo a la grey,
que le ha sido confiada" ( CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, Directorio para el
ministerio y vida de los presbíteros 43). Animando, dando vida a esa caridad
pastoral, inseparable de la Eucaristía, es como daremos vida a nuestras
comunidades, como podremos impulsar la nueva evangelización a la que estamos
llamados de manera apremiante. Sólo a partir de una vivencia cada día más
intensa y gozosa de la Eucaristía se nos hará capaces de evangelizar a los
pobres, manifestar nuestra predilección por los débiles, por los enfermos, por
los pecadores, por los últimos.
La Eucaristía nos abre
a la misión y nos fortalece como apóstoles y heraldos del Evangelio
La
Eucaristía, renueva el único sacrificio de Cristo pro vobis et pro multis.
Tiene siempre un alcance universal. Desde ella se comprende que toda
participación en el sacerdocio de Cristo tiene una dimensión universal. Con
esta perspectiva es necesario educar nuestro corazón para que vivamos el drama
de los pueblos y multitudes que no conocen todavía a Cristo y par que estemos
siempre dispuestos a ir a cualquier parte del mundo, a anunciarlo a todas las
gentes. Esta disponibilidad es particularmente hoy necesaria ante los inmensos
horizontes que se abren a la misión de la Iglesia y ante los retos de la nueva
evangelización.
La Eucaristía, fuente y
exigencia de servicio de los sacerdotes, llamados a servir. En este servicio lo
primero que se nos pide es a Cristo
Desde
una experiencia cada día más fuerte y viva de la
Eucaristía, viviendo más intensamente el misterio eucarístico en nuestras vidas
de sacerdotes, adorando al Señor en el Pan Eucarístico, iremos delante de
nuestros fieles con afecto y
solicitud de pastores, para
indicar los senderos, como trabajadores incansables en los duros trabajos del
Evangelio, y desde la sencillez y la naturalidad de quienes han sido puestos al
frente de su pueblo para servirles como siervos y servidores, para entregarles
a Cristo, que es lo que el mundo nos pide y lo que reclama el corazón de todo
hombre.
En efecto, al sacerdote se le
pide a Cristo!. Y de él tiene derecho a esperarlo,
ante todo mediante el anuncio de la palabra. Los presbíteros, enseña ell
Concilio, tienen como primer deber el anunciar a todos el Evangelio de
Dios" (PO 4). Pero el anuncio tiende a que el hombre encuentre a Jesús,
especialmente en el Misterio eucaristico, corazón palpitante de la Iglesia y de
la vida sacerdotal. Es un misterioso y formidable poder el que el sacerdote
tiene en relación con el Cuerpo eucaristico de Cristo. De este modo es el
administrador del bien más grande de la Redención porque da a los hombres el
Redentor en persona. Celebrar la Eucaristía es la misión más sublime y sagrada
del presbítero". La celebración de la Eucaristía, por ello, no sólo debe
ser el deber más sagrado, sino sobre todo, la necesidad más profunda del alma.
La Eucaristía dominical
en la vida de los sacerdotes. Cultivo del Domingo. "Mejorar" nuestras
celebraciones
Si siempre
la Eucaristía ha de ocupar un lugar central en nuestras vidas, en la jornada diaria,
y si cada celebración eucarística debemos cuidarla y poner en ella cuanto
somos, la celebración eucarística de los domingos ha de ser especialmente
vivida y cuidada en todos sus aspectos y dimensiones. Es preciso dar "un
realce particular a la Eucaristía dominical y al domingo mismo,
sentido como día especial de la fe, día del Señor resucitado, y del don del
Espíritu, verdadera Pascua de la semana", donde la "Iglesia seguirá
indicando a cada generación lo que constituye el eje central de la historia,
con el cual se relacionan el misterio del principio y del destino final del
mundo" (NMI 35).
¡ Qué importante es, en medio
del actual ambiente social progresivamente secularizado y de "diáspora"
o dispersión de los cristianos, promover la renovación de la Eucaristía
dominical y de la vivencia cristiana del domingo. Por ello es necesario poner
todo emepeño en recuperar el sentido del domingo y de la Eucaristía dominical,
momento central de la semana de los cristianos. Dar este realce a la Eucaristía
dominical conducirá a fortalecer el sentido de Iglesia y vivir la comunión en
estos tiempos en que es tan urgente y apremiante insistí*: en la eclesialidad y
en la vivencia de la comunión. En efecto, "la Eucaristía dominical
congregando semanalmente a los cristianos como familia de Dios en torno a la
mesa de la Palabra y del Pan de vida, es también el antídoto más natural contra
la dispersión. Es el lugar privilegiado donde la comunión es anunciada y
cultivada constantemente. Precisamente a través de la participación
eucarística, el día del Señor se convierte también en el día de la
Iglesia, que puede desempeñar así de manera eficaz su papel de sacramento
de unidad" (NMI 36).
Para ello es
preciso que "mejoremos" las celebraciones de la Eucaristía
dominical, que cuidemos al máximo su "verdad", que las preparemos con
la oración personal y comunitaria sobre la base de los textos bíblicos y
litúrgicos. Hay aspectos que todos deberíamos cuidar, entre otros: la
participación y disposición de los fieles que han de proclamar las lecturas,
hacer las moniciones, o animar los cantos; el silencio orante y el clima
profundamente religioso y gozoso en toda la celebración: los cantos bien
seleccionados por el contenido de la letra y su calidad musical; la
expresividad de los gestos; la proclamcion bien hecha de la Palabra de Dios,
para la que no hay qu% olvidar que se requiere una preparación previa y que no
cualquier improvisado es siempre idóneo para ello; la homilía, preparada
seriamente con la oración y el estudio y hecha con esmero y "verdad";
el modo de "estar" y actuar "in persona Christi" en la
celebración eucarística, el cuidado de los vasos y de las vestiduras sagradas;
el esfuerzo en la unidad eclesial de la celebración, que entraña fidelidad a
las orientaciones y normas litúrgicas de la Iglesia, signo y pedagogía del
misterio de comunión que es la celebración litúrgica; el ornato del templo y
del altar, y hasta la misma megafonía al servicio de la Palabra de Dios.
Hagamos, pues, todos un esfuerzo en esto : en "mejorar" las
celebraciones. Merece la pena.
Fortalecer la comunión, que
brota de la Eucaristía y constituye la Iglesia en su realidad más propia.
Espiritualidad de comunión
La palabra comunión, ante todo,
remite al centro eucarístico de la Iglesia. Así comprendemos la Iglesia como el
espacio más íntimo del encuentro entre Jesús y los hombres, y como la expresión
siempre viva del acto de su entrega por nosotros; de ahi y a partir de ahí, de
la Eucaristía, podremos entender y vivir mejor todo lo que significa comunión,
la "espiritualidad de la comunión", de la que nos habló el Papa Juan
Pablo II en su carta "Al comenzar el Nuevo Milenio".
El concepto
de comunión está tan vinculado al Santísimo sacramento de la Eucaristía, que hoy,
en el lenguaje de la Iglesia, a la recepción de este sacramento solemos
llamarla con razón simplemente 'comunión'. De este modo, resulta en seguida
evidente también el significado social muy práctico de este acontecimiento
sacramental, y esto con un radicalismo imposible de alcanzar en visiones
exclusivamente horizontales. Aquí se nos dice que, en cierto modo, a través del
sacramento entramos en comunión de sangre con Jesucristo, donde sangre, según
la concepción judía, equivale a 'vida' y, por consiguiente, se afirma una
compenetración de la vida de Cristo con la nuestra. Evidentemente 'sangre', en
el contexto de la Eucaristía, equivale también a don, a existencia que, por así
decirlo, se entrega, se da por nosotros y a nosotros. Así, la comunión de
sangre es también inserción en la dinámica de esta vida, de esta 'sangre
derramada': dinamización de nuestra existencia, gracias a la cual puede
convertirse en un ser para los otros, como podemos verlo con evidencia ante
nosotros en el corazón abierto de Cristo".
Además, "se
trata de la comunión con el cuerpo de Cristo, que san Pablo compara con la
unión del hombre y de la mujer (cf 1 Co 6,17 ss; Ef 5,26-32). San Pablo explica esto también desde
otro punto de vista, cuando dice : es un solo pan, idéntico, que todos
recibimos aquí. El 'pan' -el nuevo maná, que Dios nos da-es para todos el único
y el mismo Cristo, su carne, su cuerpo. Verdaderamente el único e idéntico
Señor es a quien recibimos en la Eucaristía; o mejor, él es quien nos acoge nos
asume en sí. San Agustín expresó esto con unas palabras que percibió en una
especie de visión : "Come el pan de los
fuertes; no me transformarás en
tí, sino que yo te transformaré en mí' . Eso quiere decir : el alimento
corporal que asumimos es asimilado por el cuerpo, y se convierte él mismo en un
elemento constitutivo de nuestro cuerpo. Pero este pan es de otro tipo. Es más
grande, más elevado que
nosotros. Nosotros no
somos los que
lo asimilamos, sino que es él el que nos asimila a sí; de esta forma, en
algún modo, llegamos a configurarnos a Cristo, como dice san Pablo, nos hacemos
miembros de su cuerpo, una sola cosa en él. Todos 'comemos' la misma persona,
no sólo la misma cosa; de este modo, todos somos arrancados de nuestra
individualidad cerrada e insertados en una más grande. Todos somos asimilados a
Cristo y así, por medio de la comunión con Cristo, también unidos entre
nosotros, hechos idénticos, una sola cosa en él, miembros los unos de los
otros. Comulgar con Cristo es, por su misma esencia, comulgar unos con otros.
Cada uno de los otros que comulga es para mí, por decirlo así, 'hueso de mis
huesos y carne de mi carne' (cf Gn 2,23)".
"Por
tanto una auténtica espiritualidad de comunión, además de la
profundidad cristológica, tiene necesariamente un carácter social... Así pues,
en mi oración, durante la comunión, por una parte debo mirar totalmente a
Cristo, dejarme transformar por él, también dejarme quemar por su fuego, que me
envuelve. Pero, precisamente por esto, también debo tener claramente presente
que de este modo Él me une orgánicamente con todos los demás que comulgan, con
los que están a mi lado y que tal vez no me caen simpáticos; también con aquellos
que se encuentran lejos... Al llegar a ser uno con Él, debo aprender a abrirme
en aquella dirección y a implicarme en esa situación : esta es la prueba de la
autenticidad de mi amor a Cristo. Si estoy unido con Cristo, lo estoy
juntamente con los demás, y esta unidad no se limita al momento de la comunión;
aquí solamente comienza y se transforma en vida, carne y sangre, en la
cotidianidad de mi está: con el otro y junto al otro.
Cuando
la Eucaristía se comprende en toda la interioridad de la unión de cada uno con el
Señor, se transforma también en sacramento social al máximo grado. En realidad,
los grandes santos sociales eran también grandes santos eucarísticos. Quien
reconoce al Señor en el sagrario, lo reconoce en los que sufren y en los
necesitados; pertenece a aquellos a quienes el Juez del mundo dirá : tenía
hambre y me distéis de comer, tenía sed y me distéis de beber; estaba desnudo y
me vestísteis; estaba enfermo y me visitasteis; en la cárcel y vinisteis a
verme (cf Mt 25,35-36) ...
La comunión con Jesús
se convierte en comunión con Dios mismo, comunión con la luz y con el amor; se
transforma así en vida recta, y todo esto nos une los unos a los otros en la
verdad. Sólo si consideramos la comunión con esta profundidad y
amplitud tenemos algo que decir al mundo" ( J
Ratzinger).
Comprenderemos asi por qué hemos de
poner tanto empeño en la centralidad de la Eucaristía, en no dejar la
Eucaristía por nada y en vivir- una vida eucaristica que es vida de
comunión, en la que "es necesario poner un decidido empeño
programático", como nos señaló el Papa Juan Pablo II ( NMI 42) , porque es
la expresión de una caridad verdadera, de la auténtica e inquebrantable unidad,
y es la condición indispensable para la evangelización, para decir algo al
mundo que le merezca la pena escuchar y acoger. Así pues, "hacer de la
Iglesia la casa y la escuela de la comunión : éste es el gran desafío ante
nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios
y responder también a las profundas esperanzas del mundo" (NMI 42). En el
centro de todo la Eucaristía.
Hacer
de la Iglesia "casa y escuela de la comunión"
significa y exige promover una espiritualidad eucaristica, o lo que es lo mismo
una espiritualidad de la comunión, "proponiéndola como principio
educativo en todos los lugares donde se forma el hombre y el cristiano, donde
se educan los ministros del altar, las personas consagradas y los agentes
pastorales, donde se construyen las familias y las comunidades. Espiritualidad
de la comunión significa ante todo una mirada del corazón sobre todo hacia el
misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida
también en el rostro de los henéanos que están a nuestro lado. Espiritualidad
de la comunión significa, además, la capacidad de sentir al hermano de fe en la
unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como 'uno que me pertenece',
para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y
atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad.
Espiritualidad de la comunión es también capacidad de ver ante todo lo que hay
de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios : un 'don
para mí' , además de ser un don para el hermano que lo ha recibido directamente.
En fin, espiritualidad de la comunión es saber 'dar espacio' al hermano,
llevando mutuamente la carga de los otros (cf Ga 6,2) y rechazando las
tentaciones egoístas que continuamente nos acechan y engendran competitividad,
ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias. No nos hagamos ilusiones : sin
este camino espiritual -<que nace singularmente de la Eucaristía>- de
poco servirían los instrumentos externos de la comunión. Se convertirían en
medios sin alma, máscaras de comunión más que sus modos de expresión y
crecimiento" (NMI 43) .
2.- La celebración de la
Eucaristía por parte del sacerdote
Sigue
en la ponencia escrita, cuando sea publicada, una segunda parte en la que
expongo lo que es la celebración eucaristica del sacerdote y
cómo toda la celebración, en sus diversos aspectos y partes, ha de reflejarse y
enriquecer la vida espiritual sacerdotal.
3.- La Liturgia de las Horas, en la vida
sacerdotal
En una tercera parte, en la ponencia escrita,
aparecerá una
reflexión sobre el
sacerdote y la Liturgia de las Horas, fundamental para entender y vivir la
mediación sacramental que nos constituye.
4 . - El sacerdote y los otros sacramentos *
No
puede faltar una reflexión a la hora de presentar el
"sacerdote y la liturgia", sin una referencia siquiera al resto de
los sacramentos, singularmente al de la Penitencia que tiene un peso principal
y especifico en el ministerio sacerdotal. Es lo que recogerá el texto escrito
de la ponencia publicada.
5 . - La educación litúrgica
Por
último, ofrezco una reflexión sobre la formación litúrgica, fundamental y
urgente tanto en nuestra vida y para nuestra vida sacerdotal, como en la vida y
para la vida de los fieles. Un aspecto en el que nuestra Congregación está
empeñada de manera especial, en colaboración con otras Conregaciones, y en el
que estamos ya trabajando, y esperamos que, en meses, puedan salir a la luz
pública.
Es necesario
revitalizar en la conciencia y en la vida de los sacerdotes su relación con la
Liturgia. Es necesario reavivar y revitalizar el sentido genuino de la Liturgia
en si mismo y en nuestro ser y ministerio msacerdotal. Ahi nos va el futuro.
Esto no puede ser fruto de un voluntarismo o de una serie de medidas
administrativas, disciplinares y pastorales, que también habrán de tenerse en
cuenta, sin duda. Se trata, sobre todo, de una educación interior, que lleve a
descubrir y vivir la verdad de la Liturgia, del culto divino cristiano
auténtico de la Iglesia. Esto implica y requiere ciertamente muchas cosas,
entre otras el entrar "dentro" de la Liturgia y experimentar desde
ese "dentro" lo que es su naturaleza, su estructura intima y su lugar
y significación en la vida de la Iglesia, de los sacerdotes y de los fieles,
sea cual sea su vocación especifica.
Para esata educación interior
pienso que como base y sustrato se tiene la necesidad de una cristologia y de
una eclesiología que reconozca el "Christus praesens in Ecclesia"; se
tiene también la necesidad de recuperar e incorporar el sentido verdadero de la
Tradición eclesial y de la Liturgia, singularmente de la Eucaristía, como acto
principal de Tradición viva; así mismo, se tiene la necesidad de considerar la
Liturgia como don de Dios, acción de Dios, como culto, respuesta, del hombre a
Dios: la centralidad de Dios en la Liturgia y en la vida del hombre, considerar
y vivir la relación verdadera del hombre con Dios, de la que es expresión la
Liturgia; inseparablemente se tiene la necesidad de promover y cultivar el
sencido del Misterio y de lo Santo, de la Belleza como trasunto de lo Santo
para una educación que conduzca a la revitalización del espíritu genuino de la
Liturgia.
Si
queremos -y debemos- que la Liturgia, cuyo suma es la Eucaristía, sea la
fuente y el culmen de la vida cristiana y de la vida sacerdotal es necesario
promover una formación litúrgica verdadera, tal y como reclama el magisterio de
la Iglesia.
I ?
Es preciso reconocer que,
aunque se ha avanzado mucho después del Concilo Ecuménico
Vaticano II en vivir el*auténtico sentido de la liturgia, todavía queda
mucho por hacer. Es necesaria una renovación continua y una constante formación
de todos: ordenados, consagrados y laicos.
"La verdadera renovación, más que
recurrir a actuaciones arbitrarias, consiste en desarrollar cada vez mejor la
conciencia del sentido del misterio, de modo que las liturgias sean momentos de
comunión con el.misterio grande y santo de la Trinidad. Celebrando los actos
sagrados como relación con Dios y acogida de sus dones, como expresión de
auténtica vida espiritual, la Iglesia podrá alimentar verdaderamente su
esperanza y ofrecerla a quien la ha perdido.
En las celebraciones hay que
poner como centro a Jesús para dejarnos iluminar y
guiar por Él. La liturgia de la Iglesia no tiene como objeto calmar los deseos
y los temores del hombre, sino escuchar y acoger a Jesús que vive, honra y
alaba al Padre, para alabarlo y honrarlo con Él. Las celebraciones eclesiales
proclaman que nuestra esperanza nos viene de Dios por medio de Jesús nuestro
Señor.
Para todo
ello se necesita un gran esfuerzo de ¿ormación,
que ha de ser impulsada y moderada de manera muy particular y principal por los
Obispos. Esta formación se orienta a favorecer la comprensión del verdadero
sentido de las celebraciones de la Iglesia y requiere, además, una adecuada
instrucción sobre los ritos, una auténtica espiritualidad y una educación a
vivirla en plenitud. Por tanto, se ha de promover más una auténtica 'mistagogia
litúrgica, con la participación activa de todos los fieles, cada uno
según sus propios cometidos, en las acciones sagradas, especialmente en la
Eucaristía. Subrayo que, en esta formación, se trata de dos aspectos
inseparables: un aspecto es la instrucción -fundamentalmente teológica- sobre
la liturgia y sus ritos, la iniciación cristiana en cuanto en ellos se
significa y en aquello que reclama de quienes participan en la liturgia; y, el
otro aspecto es la participación en la liturgia, que sea verdaderamente viva
conforme al sentir y pensar de la Iglesia. En concreto, por ejemplo, la
formación litúrgica en los seminarios no sólo se trata de la formación
teológica sobre la naturaleza y verdad de la liturgia y de las acciones
litúrgicas, sino, de manera muy principal, del cuidado exquisito de la vida
litúrgica en el seminario, de modo que constituya el alma y el corazón de toda
la vida del seminario y del proceso vital a partir de las celebraciones mismas.
Me permito
señalar algunos aspectos, tres, por lo que se refiere a la Eucaristía a los
que habría que atender en esta formación, siguiendo lo que nos señala el Papa
Benedicto XVI, ya Papa y antes de ser elegido, que considero muy fundamentales
y de largo alcance en la educación y renovación litúrgica, también de nosotros
sacerdotes.
La Eucaristía es
sacrificio y no sólo comida
Ha sido muy frecuente en la
catequesis y en la predicación de las últimas décadas
sobre la Eucaristía el concebirla fundamentalmente, casi con exclusividad, como
comida. Desde aquí puede avanzarse adecuadamente a reconocer el cáráter de
sacrificio de la Misa; pero puede también derivar a considerar la liturgia como
"celebración comunitaria, un acto en el que la comunidad se configura y
experimenta como tal" (J. Ratzinger). Se ha omitido con frecuencia en la
catequesis y en la predicación la consideración de la Eucaristía como
sacrificio.
"La última Cena
es la base del contenido dogmático de la Eucaristía cristiana, pero no su forma
litúrgica", ya que la Cena de Jesús celebrada con sus discípulos antes de
morir fue ritualmente judía. "La Eucaristía cristiana comienza claramente
a adoptar su forma propia en la fase de los Apóstoles", al separarse
comida de la comunidad y memorial de la Cena del Señor. "El domingo por la
mañana confirma como el momento de la Eucaristía de los cristianos y resalta la
vinculación de esta Eucaristía con el acontecimiento de la Resurrección".
"La Eucaristía significa tanto el regalo de la 'communio' en la que el
Señor se hace comida para nosotros, como la entrega de Jesucristo, quien
completa su sí trinitario al Padre con el sí de la cruz, reconciliándonos por
este sacrificio' con el Padre. Entre 'comida' y sacrificio no hay
contradicción: en el nuevo sacrificio del Señor ambas se hacen
inseparables". Con estas afirmaciones Ratzinger, de una manera profunda y
densa*, rechaza el hiato entre Jesús e Iglesia y une la "forma"
litúrgica y el "contenido" dogmático, superando en la misma raíz los
intentos superficiales de convertir la Eucaristía en una comida de amigos para
celebrar su vida y amistad. La Eucaristía actualiza la entrega de Jesús al
Padre por la humanidad haciéndonos partícipes de su Cuerpo y de su sangre.
Lo que
terminamos de exponer constituye básicamente el principio y el
criterio a la luz de los cuales corrige Ratzinger las exageraciones o errores
en pretendidas actuaciones de la reforma litúrgica. Si no se alcanza este nivel
de realidad son incomprensibles algunas correcciones diagnosticadas por él, y,
sobre todo, no se tiene la clave para despejar ambigüedades y poner las
oscuridades ante la luz. Sólo ahondando se ponen los cimientos.
La
Eucaristía es, por naturaleza, celebración y fiesta; pero una fiesta que viene
caraterizada por ser el memorial de la victoria de Jesús resucitado sobre el
pecado y la muerte. En su contenido es una ofrenda, en su forma es un banquete,
en su realización es acción de gracias. "La liturgia cristiana Eucaristía-
es por naturaleza fiesta de la resurrección, Misterium Paschae. Como tal
lleva consigo el misterio de la cruz, que es condición de la resurrección.
Llamar a la Eucaristía comida de la comunidad es trivializarla porque ha
costado la muerte de Cristo y la alegría que conlleva presupone la entrada en
el misterio de la muerte. La Eucaristía tiene una orientación escatológica y se
centra en la teología de la cruz. Esto es lo
que quiere decir la Iglesia
cuando mantiene el carácter de sacrificio de la
Misa" (J. Ratzinger) . De esta concepción básica se deriva "el
carácter latréutico de la liturgia", "Cristo murió rezando. El
antepuso su si al Padre a la oportunidad política y por eso fue crucificado. De
esta manera instauró en la cruz el sí al Padre, y esa forma de morir es la que
le llevó como consecuenia lógica a la resurrección. Eso significa que la
autorización a la alegría, el sí a la vida liberador y victorioso, se sitúa en
la adoración. Celebrar la fiesta de la resurrección significa sumergirse en la
adoración". ( J. Ratzinger).
La verdadera adoración
La liturgia
tiene una relación íntima con la Iglesia, como pueblo reunido
por Dios en su presencia para escucharlo, para mostrarle la disponibilidad a
obedecerlo, para servirlo. Hablar de liturgia es hablar de Dios, reconociendo
que en el principio está la adoración de Dios. La liturgia no es una reunión
espontánea del pueblo que celebra a su modo a Dios; ni el Concilio ni la
constitución Sacrosanctum Concilium intentó organizar la liturgia de
otra manera. En este contexto "la Iglesia deriva de la adoración, de la
misión de glorificar a Dios. La eclesiología tiene que ver por su naturaleza
con la liturgia. En la historia del posconcilio la liturgia no fué entendida
por este primado de la adoración" y así se pierde lo esencial.
En no pocos
lugares la reforma litúrgica ha consistido
predominanemente en la obra de los hombres, su organización creativa de la
celebración, la comunidad reunida. La sanación, consiguientemente, debe venir
por la adoración, porque Dios ocupe el primer lugar y la comunidad esté reunida
por la Salabra de Dios y para glorificar su Nombre. ¿En qué consiste la
verdadera adoración?¿Cuál es el sacrficio que Dios quiere?. La Eucaristía es
acción de gracias a Dios, es bendecir al Señor y ser bendecidos por Él, es
acatamiento de la presencia del Dios tres veces Santo, es acogida de su amor y
de su misericordia. La constitución sobre la sagrada liturgia del Vaticano II
enseña que la finalidad de la celebración es la gloria de Dios y la salvación
de los hombres. En la liturgia Dios es perfectamente glorificado y los hombres
son santificados. Y en el Canon Romano el sacerdote reconoce que forma parte de
los ministros del Señor, que ha sido admitido inmerecidamente a su presencia
para servirlo: "nosotros tus siervos y todo tu pueblo santo".
El
núcleo de la liturgia está en la verdadera adoración a Dios que es la vida
misma del hombre y enaltecimiento de su dignidad. El reconocimiento de Dios por
el hombre es purificación de su corazón, reorientación de su vida, liberación
de su libertad cautiva e identificación de sí mismo ya que el hombre fue creado
a imagen y semejanza de Dios; por amor fue creado y en el amor halla el sentido
más auténtico de su existencia. Si el hombre edifica su vida personal y social
al margen de Dios, la eddificará contra sí mismo, ya que Dios es su origen,
camino
Y meta, fuente, compañía y norte.
Dios no es competidor del hombre sino amigo del hombre. "El 'culto'
considerado en toda su amplitud y profundidad va más allá de la acción
litúrgica. Abarca en última instancia, el orden de toda la vida humana en el
sentido de las palabras de Ireneo: el hombre se convierte en glorificación de
Dios, y queda por decirlo así, iluminado por la mirada que Dios pone en él:
esto es el culto". Este culto se pervierte cuando se convierte en una
fiesta que la comunidad se ofrece a sí misma y en la que se confirma a sí
misma. La adoración a Dios se convierte en un girar sobre sí mismo: comida,
bebida, diversión. El baile alrededor del becerro de oro es la imagen de un
culto que se busca a sí mismo, convirtiéndose en una especie de autoafirmación
insustancial" (J. Ratzinger). Estamos ante una cuestión principal y
fundamental.
El principio está en la
adoración, porque Dios ocupe el primer lugar y la comunidad esté reunida por la
palabra de Dios y para glorificar su Nombre. Es la liturgia donde acontece
primoridialmente la adoración; más aún, la Liturgia, y singularmente la
Eucaristía es adoración. Se trata de vivir la Eucaristía como adoración, y de
la prolongación de la Eucaristía en la adoración del Santísimo Sacramento del
Altar. Nunca deberíamos olvidar aquello que el Papa dice en Sacramentum
caritatis: En la Eucaristía, el Hijo de Dios viene a nuestro encuentro y
desea unirse con nosotros; la adoración eucaristica no es sino la continuación
obvia de la celebración eucaristica, la cual es en símisma el acto más grande
de la adoración de la Iglesia. Recibir la Eucaristía significa adorar al que
recibimos. Precisamente así, y sólo así, nos hacemos una sola cosa con Él y, en
cierto modo, pregustamos la belleza de la liturgia celestial. La adoración
fuera de la Santa Misa prolonga e intensifica lo acontecido en la misma
celebración litúrgica. En efecto, sólo en la adoración puede madurar una
acogida profunda y verdadera. Y precisamente en este acto personal de encuentro
con el Señor madura luego también la misión social contenida en la Eucaristía y
que quier romper las barreras no sólo entre el Señor y nosotros, sino también y
sobre todo, las barreras que nos separan a los unos de los otros". Por eso
es tan sumamente recomendable la práctica de la adoración eucaristica, tanto
personal como comunitaria.
La participación activa y
fructuosa
¿Cómo debe comportarse y actuar cada cristiano y
la comunidad en la celebración litúrgica?. El Vaticano II habló en este sentido
de la participatio activa y fructuosa. Esta activa participación
significa participación consciente, libre, creyente, acogedora, responsable y
fructuosa. Ante la palabra de Dios y la Eucaristía está el hombre solicitado a
dar la suprema respuesta; no puede esquivar el corazón ni adormecer el espíritu
ni limitarse a cumplir su papel, ni hacerse inmpermeable a la llamada de Dios
ni estar de cuerpo presente y espíritu ausente en la celebración, ni asistir
distraído al acontecimiento de la gracia. Participar no es lo mismo que
intervenir, se participa también escuchando y con el silencio: la acogida y el
mismo silencio es también acción.
Como es
fiesta de la Iglesia y de cada persona se requieren gestos exteriores y acompañamiento
interior. "Para que exista comunidad es necesaria la expresión
común; pero para que la expresión no se reduzca a mera exterioridad se necesita
a su vez una interiorización común, un camino común haca el interior ( y
hacia lo alto)" (J. Ratzinger) . El yo de cada participante puede
comunicar con el de los demás gracias a la comunión con nosotros que abrió con
su entrega Jesús en la cruz. La participación activa en la liturgia debe
conducir a que los participantes recemos según la forma de la oración
cristiana, "a que no sólo hablemos entre nosotros, los unos con los otros,
sino con Dios, porque de esta forma hablamos también mejor y más profundamente
con nosotros" (J. Ratzinger).
La liturgia se compone de
palabras y de silencio, de movimiento y reposo, de cantos e instrumentos de
alabanza, de símbolos y gestos. La teología de la creación y
de la resurrección requieren la corporeización de la oración y excluyen el
predominio unilateral de la palabra. Se requiere reivindicar de forma
particular el silencio frente a la invasión de palabras. Ni la paricipación
equivale a moverse de una parte a otra, ni el silencio es tiempo vacío.
"El silencio es como un viaje comunitario hacia el interior, como
interiorizaciñon de la palabra y los signos, como liberación de los papeles que
esconden lo verdadero, es imprescindible para una participatio actuosa verdadera.
El silencio hace posible el sosiego, la calma donde el hombre hace suyo lo
duradero. Se requiere que la preparación litúrgica incluya la educación para la
interiorización, para abandonar las prisas de dentro y de fuera, para el
acercamiento al núcleo esencial y así ser liberados los paricipantes de la
banalidad y de la superficialidad; se supera el aburrimiento no por el entretenimiento
sino por la participación despierta y creyente en lo que se celebra.
Habitar en
la proximidad del misterio de Dios que en Cristo muerto y resucitado nos ofrece
su amor y misericordia regenera a los fieles y a la comunidad. Es un servicio
precioso a la humanidad que en todos los ángulos de
la tierra y en todos los rincones del mundo se celebre la Eucaristía, que es
glorificación de Dios y fuente de amor a los hombres y de evangelización.