La celebración diaria de la Santa Misa incluso sin la
presencia de fieles
Como es sabido, en
tiempos recientes, algunos sacerdotes observan el llamado «ayuno de celebración»,
que consiste en la práctica de abstenerse de vez en cuando o incluso semanalmente, en uno de los días laborables,
de celebrar la Santa Misa, privando así a los fieles de ella. En otros casos, el
sacerdote que no tiene una tarea pastoral directa considera que no es necesario
celebrar diariamente, si no tiene la posibilidad de hacerlo para una comunidad.
Por último, algunos consideran que durante el merecido período de descanso —sus
vacaciones— tienen derecho a «no trabajar» y, por tanto, suspenden también la Celebración
eucarística diaria. ¿Qué decir de todo esto? Resumimos la respuesta en dos puntos:
la enseñanza del Magisterio y algunas consideraciones teológico-espirituales.
1.
El Magisterio
Es indudable que en
los documentos magisteriales no se afirma la estricta obligatoriedad, para el
sacerdote, de la celebración diaria de la Santa Misa; pero es igualmente
evidente que esta no sólo se sugiere, sino que se recomienda. Proponemos
algunos ejemplos. El Código de Derecho
Canónico de 1983, en el contexto de un canon que indica el deber de los sacerdotes
de aspirar a la santidad, indica: «se invita encarecidamente a los sacerdotes a
que ofrezcan cada día el Sacrificio eucarístico» (can. 276, § 2 n. 2 CDC). A la
frecuencia diaria de la celebración se les debe preparar desde los años de
formación: «La celebración eucarística sea el centro de toda la vida del
seminario, de manera que diariamente [...]
los alumnos cobren fuerzas sobre todo de esta fuente riquísima para el trabajo
apostólico y para su vida espiritual» (can. 246 § 1 CDC).
Retomando este último
canon, Juan Pablo II subrayó: «Por tanto, será conveniente que los seminaristas
participen cada día en la celebración
eucarística, de modo que, a continuación, asuman
como regla de su vida sacerdotal esta celebración diaria. Además, han de
ser educados a considerar la celebración eucarística como el momento esencial de su jornada» (Ángelus, 1 de julio de 1990, n. 3; el cursivo es nuestro).
En la exhortación
apostólica post-sinodal Sacramentum
Caritatis de 2007, Benedicto XVI recordó ante todo que «Obispos, sacerdotes
y diáconos, cada uno según su propio grado, han de considerar la celebración
como su deber principal» (n. 39). En virtud de esto, el Sumo Pontífice sacó la
consecuencia natural:
«La
espiritualidad sacerdotal es intrínsecamente eucarística. [...] Recomiendo a los sacerdotes “la celebración
diaria de la santa Misa, aun cuando no hubiera participación de fieles” (Propositio 38 del Sínodo de los Obispos).
Esta recomendación está en consonancia ante todo con el valor objetivamente
infinito de cada Celebración eucarística; y, además, está motivado por su
singular eficacia espiritual, porque si la santa Misa se vive con atención y
con fe, es formativa en el sentido más profundo de la palabra, pues promueve la
configuración con Cristo y consolida al sacerdote en su vocación» (n. 80).
Heredero de estas
y otras enseñanzas, el Directorio para el
ministerio y la vida de los presbíteros, realizado por la Congregación para
el Clero en una recentísima nueva edición (2013), en el n. 50 - dedicado a los
«Medios para la vida espiritual» de los sacerdotes - recuerda: «Es necesario que en la vida de oración del
presbítero no falte nunca [...] la celebración diaria de la eucaristía, con una
adecuada preparación y sucesiva acción de gracias».
Estas y otras
enseñanzas del Magisterio reciente radican, como es natural, en las indicaciones
del Concilio Vaticano II, que en el n. 13 del Decreto Presbyterorum Ordinis dice:
«En el misterio
del Sacrificio Eucarístico, en que los sacerdotes desempeñan su función
principal, se realiza continuamente la obra de nuestra redención y, por tanto, se recomienda encarecidamente su celebración
diaria, la cual, aunque no pueda obtenerse la presencia de los fieles,
siempre es una acción de Cristo y de la Iglesia».
2. Principales motivos
Estas indicaciones
magisteriales que acabamos de citar serían suficientes para alentar a todos los
sacerdotes a la fidelidad a la celebración diaria de la Santa Misa, con o sin
la presencia de fieles. Añadimos, sin embargo, del modo más breve posible, la
explicitación de los principales motivos teológico-espirituales que subyacen a
las indicaciones de la Iglesia en materia, manteniendo un régimen de estricta
brevedad.
a) Medio privilegiado de santidad del sacerdote.
La Santa Misa es «fuente y culmen» de toda la vida sacerdotal: de esta el sacerdote
saca la fuerza sobrenatural y alimenta el espíritu de fe que le es absolutamente
necesario para configurarse a Cristo y para servirle dignamente. Al igual que en
el Éxodo había que recoger cada día el maná, el sacerdote necesita cada día
abrevarse en la fuente de la gracia, el sacrificio del Gólgota, que se
representa sacramentalmente en la Santa Misa. Omitir esta celebración diaria —salvo
en caso de imposibilidad— significa privarse del principal alimento necesario para
la propia santificación y el ministerio apostólico eclesial, así como permitir
el riesgo de una especie de pelagianismo espiritual, que confía en la fuerza
del hombre más que en el don de Dios.
b) Deber principal del sacerdote, correspondiente
a su identidad. Al sacerdote se le constituye tal principalmente en razón de
la Celebración eucarística, como revela el hecho de que este ministerio
eclesial fue instituido por Cristo contextualmente a la Eucaristía, durante la
última cena. Celebrar la Santa Misa no es lo único que debe hacer el sacerdote,
pero es lo principal. Lo recordaba hace poco el decreto Presbyterorum Ordinis: al ofrecer el Sacrificio eucarístico, «los sacerdotes
desempeñan su función principal». Retoma esta enseñanza Juan Pablo II, en la Pastores Dabo Vobis de 1992: «Los sacerdotes,
por su condición de ministros de las cosas sagradas, son sobre todo los
ministros del Sacrificio de la Misa» (n. 48).
c) Acto de caridad pastoral más perfecto.
No existe obra de caridad que el sacerdote pueda hacer a favor de los fieles, que
sea mayor o tenga más valor de la Santa Misa. El Concilio Vaticano II lo recuerda
con las palabras: «Todos los
sacramentos, al igual que todos los
ministerios eclesiásticos y las obras del apostolado, están unidos con la
Eucaristía y hacia ella se ordenan. Pues en la Sagrada Eucaristía se contiene
todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona [...]. Por
lo cual, la Eucaristía aparece como fuente
y cumbre de toda la evangelización» (Presbyterorum
Ordinis, n. 5).
d) Sufragio de los difuntos. La caridad pastoral
del sacerdote - que por norma sólo puede alcanzar a los fieles viatores, en la Santa Misa cruza los
confines del espacio y el tiempo. Celebrando in persona Christi, el sacerdote realiza una obra que supera las
dimensiones de la eficacia del gesto humano, limitada a su tiempo, su espacio y
a la historia de sus efectos, y se extiende más allá de los confines de lo humanamente
alcanzable. Esto vale, en particular, por el valor del mérito de Cristo, que en
la Santa Misa se entrega de nuevo al Padre por nosotros y por muchos. Entre los
«muchos» por los cuales Cristo se entregó para siempre en la cruz, y sigue
entregándose en su Gólgota sacramental que son los altares de nuestras iglesias,
figuran también los fieles difuntos, que están a la espera de acceder a la visión
eterna de Dios. Desde siempre la Iglesia ora por ellos en la liturgia, como
testimonia la mención de los difuntos en las oraciones eucarísticas. «Desde los
primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha
ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico, para
que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1032).